miércoles, 28 de octubre de 2020

Y ELEVANDO SUS OJOS AL CIELO

  
Pedro Pablo Rubens. La Última Cena

El relato de la institución de la Eucaristía tal como lo encontramos en el Canon Romano posee una singular belleza. A los textos extraídos directamente de la Escritura, la Iglesia añadió desde antiguo algunas expresiones breves y sencillas que acentúan el carácter sagrado del relato, centrándolo aún más en la persona de Cristo. En efecto, la mención a sus manos santas y venerables, la alusión a sus ojos que se levantan hacia el cielo en dirección a su Padre omnipotente, la caracterización del cáliz como algo en verdad glorioso, otorgan una atmósfera de bella sacralidad a este momento central de la Misa. «La noble perla del acontecimiento de la consagración -dice Schnitzler en sus Meditaciones sobre la Misa- nos es ofrecida en un texto preciosamente redactado». Ahora bien, descubrir y dejarse afectar por la belleza que envuelve a los ritos sagrados, también es parte esencial de una participación activa y fructuosa en la liturgia.

Es una pena que estas expresiones de respetuosa admiración no se hayan conservado en las nuevas plegarias eucarísticas, en particular la mención a las manos del Salvador, que es antiquísima y está presente en gran variedad de anáforas. Como ha dicho un estudioso del Canon Romano, «las manos de Cristo, en este pasaje litúrgico, están escrupulosamente cuidadas. Leyendo diferentes liturgias he llegado a contar hasta 18 epítetos y expresiones adjetivales, con las que las manos de Cristo, sacerdote y víctima, quedan perfectamente iluminadas con distintos tonos de luz». Y en nota a pie de página enumera las siguientes: santas, venerables, inmaculadas, inocentes, inmortales, sagradas, divinas, creadoras, irreprochables, puras, vivificantes, benditas, sin tacha, incontaminadas, inmunes o libres de toda mancha, intactas, llenas de bendiciones.*

Al tema de las manos santas del Señor en el relato del Canon ya dediqué algunas entradas en este blog. Ahora me detengo en la alusión que se hace a su mirada, a sus ojos. Dice el texto del Canon: «El cual, la víspera de su Pasión, tomó pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso...» (et elevatis oculis in cælum ad te Deum Patrem suum omnipotentem). Como puede apreciarse, el texto hace mención a las manos y a los ojos de Cristo, proyectando así una imagen luminosa y sacral de su persona. Sin duda, los ojos son el órgano más expresivo del rostro humano: ¡cuántas emociones se pueden transmitir a través de una mirada! Por tanto, una mención a los ojos de Cristo cuando se rememora un momento tan solemne de su vida nos parece natural y piadosa. Si las manos son expresivas sobre todo en el ámbito del hacer, los ojos, en cambio, nos permiten asomarnos a la intimidad del corazón. Con sus manos el Señor tomó, partió y distribuyó el pan a sus discípulos; con sus ojos, en cambio, buscó una vez más a su Padre a quien ofrecía el Sacrificio que se disponía a instituir. Su mirada al cielo, a su Padre todopoderoso, complementa el sentido de lo que ejecuta con sus manos santas y venerables y dice con sus labios benditos.

Si bien la mención a los ojos del Señor no está presente en los relatos evangélicos de la última cena, es posible que los discípulos conservaran una cuidadosa memoria de este gesto del Maestro, presente en otros momentos significativos de su vida. Por ejemplo, en la primera multiplicación de los panes, nos cuenta san Mateo: «Y mandando a la muchedumbre que se recostara sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, y alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes...» (Mt 14, 19). Idéntico gesto recoge san Juan cuando Jesús ora ante la tumba de su amigo Lázaro, justo antes de ordenarle que salga fuera: «Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre te doy gracias...» (Jn 11,41). La solemne oración sacerdotal de Cristo durante la despedida en el cenáculo comienza también con la mirada dirigida hacia lo alto: «Esto dijo Jesús, y levantando sus ojos al cielo, añadió: Padre, llegó la hora» (Jn 17, 1). En todos estos casos, nos queda la sensación de que cada vez que Jesús alza su mirada al cielo, asistimos a un momento de oración íntima y profunda de Cristo con su Padre. Y junto con su mirada suben también al cielo sus palabras y sus acciones: «Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17, 4).

En la hora suprema del sacrificio eucarístico, los ojos de Cristo se alzan a Dios, Padre suyo omnipotente. Este gesto nos hace palpar la atmósfera de oración que envuelve este momento sagrado y también su carácter religioso y cultual. A través de los ojos del Salvador, la humanidad, encorvada por el pecado, puede volver a mirar nuevamente hacia el cielo, vislumbrar el paraíso perdido. Como dice Schnitzler, tras el pecado de origen, «los ojos de la humanidad son como los de aquella mujer encorvada, que no podía mirar a lo alto (Lc 13, 11). En cambio, con los ojos del Dios-hombre la humanidad levanta de nuevo su mirada hacia el Padre. Y esto acontece en la cena, en el santo sacrificio. Cada vez que el Señor está entre nosotros, toma en sus manos el pan y levanta sus ojos al cielo, se repite lo que se cuenta de los discípulos de Emaús: se abrieron sus ojos y lo reconocieron» (Lc 24, 31). (Meditaciones sobre la Misa, Herder 1960, p. 255).

Finalmente podemos ver en los ojos alzados de Jesús una expresión esencial de la celebración litúrgica, a saber, que ella tiene como centro y espectador fundamental a la Trinidad beatísima, como nos lo recuerda la oración final del Placeat en el rito tradicional: «Sea de tu agrado, oh Trinidad santa, el obsequio de mi servidumbre; y haz que el sacrificio que yo, indigno, he ofrecido a los ojos de tu Majestad, sea digno de tu aceptación...».

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*Cf. Francisco Sánchez Abellón, Canon Romano, p.253 (pdf)


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