Una peculiaridad ritual de la misa antigua, que tiene algo de entrañable, es el hecho de que el sacerdote, una vez ofrecida la sagrada hostia, la coloca directamente sobre el corporal, mientras que la patena permanece semioculta bajo el mismo paño (misa rezada) o es confiada al subdiácono para que la guarde con el velo humeral hasta el fin del Pater noster (misa cantada). De esta relación tan estrecha con el Cuerpo de Cristo, el corporal toma su nombre (del latín corpus) y adquiere una especial dignidad. Antiguamente, este lienzo en el que reposaría el Cuerpo de Cristo solía ser consagrado por el obispo: «Por reverencia a este sacramento, señala Santo Tomás, ninguna cosa lo toca que no esté consagrada; de allí que tanto el corporal como el cáliz se consagran, lo mismo que las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento» (S. Th. III, q. 82, a. 3, c).
Digo que este rito tiene algo de entrañable, porque casi instintivamente evoca otros dos momentos especialmente íntimos de la vida del Señor: su nacimiento y su sepultura. Y en ambas ocasiones su Cuerpo fue envuelto con blancos lienzos por manos amadas. En Belén, la Virgen envuelve en pañales y recuesta en un pesebre el Cuerpo de Cristo recién nacido. El gesto materno de arropar al Niño entre pañales contrasta con la frialdad ambiental de no haber encontrado para él un lugar en el mesón (Cf. Lc 2, 7). En la cima del Calvario, son amigos quienes se apresuran a bajarlo de la cruz para darle una digna sepultura. José de Arimatea y Nicodemo tomaron el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas (Cf. Jn 19, 40). San Lucas señala que José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús a Pilato, lo bajo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo depositó en un sepulcro nuevo cavado en la roca (Cf. Lc 23, 52-53). Marcos añade el detalle de que la sábana fue comprada exprofeso para envolver el cuerpo de Jesús y depositarlo en un monumento (Cf. Mc 15, 46); finalmente, el relato de Mateo subraya aún más la generosidad de José de Arimatea: El, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su proprio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña (Mt 27, 59-60).
En las oraciones que recoge el viejo Ritual Romano para la bendición de los corporales es posible entrever la relación de este paño con los lienzos que envolvieron al Señor, de modo más explícito con el santo sudario utilizado para su sepultura. Dicen así:
«Señor clementísimo, cuyo poder es inenarrable, y cuyos misterios se celebran con maravillosas ceremonias; concede, te rogamos, que por tu bondad este lienzo de lino sea santificado por tu bendición + para consagrar sobre él el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, nuestro Dios y Señor Jesucristo, que vive y reina... »
«Omnipotente y sempiterno Dios, dígnate bendecir +, santificar + y consagrar + este lienzo de lino para cubrir y envolver el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que contigo vive y reina... »
«Dios Omnipotente derrama la fuerza de tu bendición sobre nuestras manos, para que por medio de nuestra bendición + este lienzo de lino sea santificado, y por la gracia del Espíritu Santo, se convierta en un nuevo sudario para el Cuerpo y la Sangre de nuestro Redentor. Por el mismo... »
Poner en relación
mutua estos tres lienzos: los pañales que envolvieron al Niño Dios; la sábana
santa que acogió el Cuerpo exánime de Cristo; el corporal eucarístico sobre el
cual «nace» y «descansa» realmente el Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales,
abre un horizonte insospechado para la piedad eucarística. En efecto, se podría
decir que en las tres circunstancias señaladas el Cuerpo de Cristo se encuentra, de
algún modo, en estado de «indefensión»: inerme y desvalido en la gruta de Belén, sin vida en el calvario, desprotegido en la hostia santa. Y por lo mismo, reclamando
de un alma amiga que lo acoja, lo envuelva y lo defienda, con el lienzo una fe
recia, de un corazón puro, de una vida íntegra.
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