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muy difícil expresar en un sermón la gama de indigencias que nos achacan. Pero
pueden reducirse a tres raíces comunes y en cierta manera principales. Ninguno
de nosotros puede prescindir de consejo, de ayuda y de protección. Es general
de toda la raza humana esta triple miseria… Porque nos dejamos seducir con
facilidad; somos débiles en las obras y frágiles parar resistir. Nos falta
agudeza de discernimiento entre el bien y el mal y nos engañamos. Si procuramos
hacer el bien, desfallecemos. Si intentamos resistir al mal, caemos y nos
rendimos.
Por
esto necesitamos la venida del Salvador. Es imprescindible, para hombres así
embargados, la presencia de Cristo. Y, ¡ojalá venga con tan infinita
condescendencia, que more en nosotros por la fe e ilumine nuestra ceguera!
Permanezca con nosotros y ayude a nuestra debilidad y que su fuerza proteja y
defienda nuestra fragilidad.
Si
él está en nosotros, ¿quién nos podrá
engañar? Si él está con nosotros, ¿qué nos será imposible con aquel que nos
robustece? Si él está en favor nuestro, ¿quién estará contra nosotros? Es un
fiel consejero que no puede engañarse ni engañar. Es el robusto cooperador
que nunca se cansa. Es el eficaz protector
que pisotea diestramente al mismo Satanás con nuestros propios pies y desbarata
todas sus asechanzas. Es la sabiduría de Dios, siempre dispuesto a instruir a
los ignorantes. Es la fuerza de Dios, capaz de alimentar siempre a los
lánguidos y librar al que zozobra. Corramos con gran decisión, hermanos míos, hacia
este único maestro. Llamemos en toda ocasión a este valiente compañero. Encomendemos
nuestras almas a este fiel protector en todo combate. Vino a este mundo para
vivir entre los hombres, con los hombres y en favor de los hombres; para
iluminar nuestras tinieblas, suavizar nuestras penas y evitar los peligros»
(San Bernardo, En el Adviento del Señor, Sermón 7, 1-2).
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