Transcribo a
continuación un sugerente ensayo del destacado historiador chileno Mario
Góngora (1915-1985). Este ensayo, junto a otros como «Historia y Aggiornamento»
o «Sobre la descomposición de la conciencia histórica del catolicismo»,
constituyen un interesante análisis de los cambios ocurridos en la religión
durante las tormentosas décadas que siguieron al Concilio Vaticano II. Consciente
de estar viviendo un momento que define «como un inmenso tiempo de confusión»,
Góngora intenta determinar las causas filosóficas e históricas que subyacen al penoso proceso de descomposición que describe. Muchas de sus
reflexiones resultan de evidente actualidad. Se trata de una crisis de
imprevisible salida, «un drama histórico espiritual en el cual hay que vivir
decidiéndose arriesgada y resueltamente».
CAMBIO
EN LA RELIGIÓN*
Por Mario Góngora
La noción de catolicismo como signo solemne de unidad e
inmutabilidad (en oposición a las herejías, que eran «variaciones», según la
concepción de Bossuet) ha entrado hoy día en una crisis de inconmensurable
profundidad. Todos los esfuerzos por ocultarlo o paliarlo no pasan de ser
convencionalismos. Tan sólo permanece inviolado el núcleo de la piedad: la
doctrina y el culto han sido sometidos a tales embates que no se puede ya negar
seriamente que el Concilio último y sus secuelas han cambiado la religión.
El siglo se abre con un Papa visionario, Pío X, cuya
encíclica de 4 de octubre de 1903 atestigua tan intensamente (y tan
insólitamente, dada la tradicional parquedad de Roma en este género) un
sentimiento apocalíptico: «Si se piensa en todo el mal que hay en el mundo, es
posible preguntarse si el Hijo de Perdición no está ya entre nosotros». Pío X
veía pues como posible que la Apostasía y el Hijo de Perdición de que habla San
Pablo como signos escatológicos, estuviesen ya inminentes.
Sesenta años después, en 1962, al inaugurar Juan XXIII el
Concilio Vaticano II, dirá en cambio: «En el cotidiano ejercicio de nuestro
ministerio pastoral, llegan a veces a nuestro oídos, hiriéndolos, ciertas
insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la
discreción y de la medida.
Tales son
quienes en los tiempos modernos no ven otras cosa que prevaricación y ruina…»
Mas, nos
parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que
siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de
los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un
nuevo orden de relaciones de humanas, es preciso reconocer los arcanos
designios de la Providencia divina, que a través de los acontecimientos y de
las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se
llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden
en bien para la Iglesia».
La
contraposición de ambas perspectivas históricas es el mejor indicio del
antagonismo de constelaciones espirituales globales. Al texto de Pío X,
transido de apocalipticismo, corresponde una Iglesia que se sabía atacada desde
afuera y minada por dentro. En este último sentido, Pío X intentó con todas sus
fuerzas atajar el Modernismo eclesiástico (fundamentalmente, un afán de
introducir el método crítico de la historiografía y filología profanas en la
exégesis bíblica, y un evolucionismo inmanentista en la Dogmática, aparte
naturalmente de la actitud general denotada por el mismo nombre del
movimiento). Pero tuvo un éxito muy breve: un observador laico como Bernanos
anunciaba ya en 1926 la avanzada de «los furrieles del Modernismo» dentro del
clero francés.
A la
Iglesia concebida por Pío X que procuraba con todas sus fuerzas preservar su
individualidad, ha sucedido, tras el Concilio, una Iglesia que, como reza el
slogan, procura «abrirse al mundo», fundirse con el resto de las comuniones cristianas; si fuere posible, con
las no cristianas; y todavía con mayor anhelo, participar de las esperanzas de
los grandes movimientos secularistas contemporáneos (pacifismo, democratismo,
socialismo, comunismo, anarquismo, etc.). De otro lado, este progresismo
católico quiere presentarse como un retorno arqueológico al Cristianismo
primitivo, saltando por encima de las generaciones de la Historia eclesiástica.
Sin embargo, «el Mundo» no era una dimensión valorada en forma precisamente
positiva en el Nuevo Testamento: Juan, el discípulo que Jesús amaba, dedica
todo un capítulo de su primera Epístola a la contraposición de Dios y del Mundo;
Jesús mismo dice en un pasaje que no ruega Él por el Mundo. En cuanto a «los
profetas de calamidades» desestimados por Juan XXIII convendría traer a la
memoria, fuera del Apocalipsis mismo, los numerosos textos de contenido
apocalíptico que se encuentran en los Evangelios y Epístolas. El cristianismo
primitivo distaba mucho de corresponder a la imagen idílico-naturalista de la
interpretación liberal: podría calificarse de «optimista» en vistas de la Parousia, pero no en absoluto de su
propio tiempo. Los textos que lo confirmarían son innumerables.
Se podría
decir que esta caracterización de la Iglesia «Postconciliar» es demasiado
simplista, y está trazada a un nivel de masas, más que del pensamiento de
teólogos o exégetas (al menos de los que rehúyen la popularidad). Naturalmente.
Pero resultaría muy difícil negar que las tesis condenadas en los dos grandes
documentos antimodernistas de Pío X se ven hoy muy difundidas en la literatura
eclesiástica de todos los niveles. Y sobre todo, dado el predominio de la
«Ilustración de Masas», los slogans son más fuertes que concepciones
individuales de los teólogos. Particularmente notorio es el sello de esa
«Ilustración de Masas» (tomando aquí la
palabra «Ilustración» en su sentido histórico-espiritual, Aufklärung) en el
resentimiento de gran parte del clero contra la historia de la Iglesia, su
demostrativo afán de renegar, por ejemplo, de las devociones, imágenes y formas
diversas de lo sagrado. Aparte del resentimiento, comparece allí el afán de
complacer a las masas, sin saber adivinar que en el fondo de la psicología
colectiva hay arquetipos insondables, que resisten a toda esa tentativa
racionalista. El llamado «espíritu del Concilio», a este nivel clerical, viene
a ser como una resurrección de los Iconoclastas, es un odio a todo lo que
«tenía forma» dentro de la vieja Iglesia. Sin embargo, la piedad cristiana ha
sido más tenaz de lo que aquella mentalidad «ilustrada» presuponía.
------------------------------
*Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista «Vigilia», año I, vol. I, n° 3, Santiago de Chile, VII-VIII, 1977. Más tarde apareció, junto a otros artículos del autor, en el volumen póstumo: Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza. Y otros ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, p. 135-141. Este último es el texto que ahora reproducimos.
*Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista «Vigilia», año I, vol. I, n° 3, Santiago de Chile, VII-VIII, 1977. Más tarde apareció, junto a otros artículos del autor, en el volumen póstumo: Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza. Y otros ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, p. 135-141. Este último es el texto que ahora reproducimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario