Con
esta expresión John Eppstein (1895-1988), escritor converso del anglicanismo, describía uno
de los rasgos de la misa establecida después del Concilio Vaticano II. En
efecto, la sede presidencial y el ambón aparecieron tan sobredimensionados por
los nuevos liturgistas, que hasta el Sagrario se vio desplazado por estos modernos
«signos» de la presencia de Dios. Después de tantos años de reforma litúrgica (hoy
la liturgia prácticamente se ha quedado sin forma), el católico medio ha
terminado por acostumbrarse a usos, modas y costumbres que para nuestros
abuelos y antepasados hubieran resultado simplemente inviables. Siempre resultará interesante oír la voz de quienes fueron los primeros testigos de la reforma litúrgica, para así comprender sus sentimientos y hacernos solidarios
de su dolor: con estupor presenciaron a la misa católica revestirse con ornamentos de cena protestante. Con estilo y fina ironía, John Eppstein nos ha dejado un
valioso testimonio de lo que muchos católicos experimentaron cuando se estrenó la nueva liturgia. He aquí
un breve extracto.
«C
|
laro
está que lo que causa congoja a tantos fieles no es solamente la cuestión lingüística,
sino algo de mayor trascendencia: la supresión en la nueva liturgia truncada de
ciertos elementos a los que, como veremos más adelante, la misa tridentina daba
gran relieve. Y es asimismo la transformación del sacerdote que eleva preces a
Dios y le ofrece el sacrificio del altar en nombre de los fieles en caricatura
de un pastor protestante que grita desde el otro lado de una mesa o de un
facistol y el deliberado ataque de las nuevas instrucciones contra la costumbre
de arrodillarse para orar y para otros usos devotos. Ha surgido un curioso culto sedente. El sacerdote (la rúbrica
general de la nueva misa le denomina «el presidente») se sienta contemplando
taciturnamente a los fieles, como un buda, cuando no les lee las Escrituras o
les habla. Y el resultado práctico de que emplee la lengua vernácula para
dirigirles sus preces a ellos, sea
desde el facistol o desde el otro lado de la mesa altar, aunque en teoría
dirige sus palabras a Dios todopoderoso, es que propende a tomar un tonillo
retórico que más bien busca impresionar a unos oyentes humanos con su
elocuencia. Esto hace que quienes le escuchan adviertan inevitablemente la
personalidad del oficiante, con verrugas y todo. Lo cual dista notoriamente del
respeto despersonificado al quehacer sacerdotal que siempre ha distinguido al
culto católico de los servicios protestantes, más gregarios, respeto que
reducía al mínimo las distracciones. El empleo de la antigua lengua hierática y
las exactas rúbricas que regían los actos del celebrante coadyuvaban a evitar
que los defectos personales enturbiaran su sagrado menester». (John Eppstein, ¿Se ha vuelto loca la Iglesia Católica?,
Ed. Guadarrama, Madrid 1973, p. 36-37)
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