lunes, 16 de octubre de 2017

UN CURIOSO CULTO SEDENTE

Con esta expresión John Eppstein (1895-1988), escritor converso del anglicanismo, describía uno de los rasgos de la misa establecida después del Concilio Vaticano II. En efecto, la sede presidencial y el ambón aparecieron tan sobredimensionados por los nuevos liturgistas, que hasta el Sagrario se vio desplazado por estos modernos «signos» de la presencia de Dios. Después de tantos años de reforma litúrgica (hoy la liturgia prácticamente se ha quedado sin forma), el católico medio ha terminado por acostumbrarse a usos, modas y costumbres que para nuestros abuelos y antepasados hubieran resultado simplemente inviables. Siempre resultará interesante oír la voz de quienes fueron los primeros testigos de la reforma litúrgica, para así comprender sus sentimientos y hacernos solidarios de su dolor: con estupor presenciaron a la misa católica revestirse con ornamentos de cena protestante. Con estilo y fina ironía, John Eppstein nos ha dejado un valioso testimonio de lo que muchos católicos experimentaron cuando se estrenó la nueva liturgia. He aquí un breve extracto.


«C
laro está que lo que causa congoja a tantos fieles no es solamente la cuestión lingüística, sino algo de mayor trascendencia: la supresión en la nueva liturgia truncada de ciertos elementos a los que, como veremos más adelante, la misa tridentina daba gran relieve. Y es asimismo la transformación del sacerdote que eleva preces a Dios y le ofrece el sacrificio del altar en nombre de los fieles en caricatura de un pastor protestante que grita desde el otro lado de una mesa o de un facistol y el deliberado ataque de las nuevas instrucciones contra la costumbre de arrodillarse para orar y para otros usos devotos. Ha surgido un curioso culto sedente. El sacerdote (la rúbrica general de la nueva misa le denomina «el presidente») se sienta contemplando taciturnamente a los fieles, como un buda, cuando no les lee las Escrituras o les habla. Y el resultado práctico de que emplee la lengua vernácula para dirigirles sus preces a ellos, sea desde el facistol o desde el otro lado de la mesa altar, aunque en teoría dirige sus palabras a Dios todopoderoso, es que propende a tomar un tonillo retórico que más bien busca impresionar a unos oyentes humanos con su elocuencia. Esto hace que quienes le escuchan adviertan inevitablemente la personalidad del oficiante, con verrugas y todo. Lo cual dista notoriamente del respeto despersonificado al quehacer sacerdotal que siempre ha distinguido al culto católico de los servicios protestantes, más gregarios, respeto que reducía al mínimo las distracciones. El empleo de la antigua lengua hierática y las exactas rúbricas que regían los actos del celebrante coadyuvaban a evitar que los defectos personales enturbiaran su sagrado menester». (John Eppstein, ¿Se ha vuelto loca la Iglesia Católica?, Ed. Guadarrama, Madrid 1973, p. 36-37)

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