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yer,
fiesta de los santos Apóstoles Simón y Judas, leyendo el evangelio del día en
un misal de fieles con textos aprobados por la Conferencia Episcopal Mexicana, no
he podido evitar soltar una carcajada; al mencionar el nombre de los doce
apóstoles elegidos por Jesús, al pobre Simón lo apodan «el Fanático», en vez de
la expresión más común en las traducciones castellanas «llamado el Celador» o
simplemente «llamado Zelotes» (qui vocatur Zelotes). Si bien los zelotes formaban un movimiento religioso radical en
aquella época, desconocemos la razón exacta de este sobrenombre atribuido a Simón.
En la catequesis que Benedicto XVI dedicó a los apóstoles Simón y Judas, leemos
lo siguiente: «Simón recibe un epíteto diferente
en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos lo llaman "Cananeo",
Lucas en cambio lo define ‘Zelotes’. En realidad, los dos calificativos son
equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo qanà' significa ‘ser
celoso, apasionado’ y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso
del pueblo que eligió (cf. Ex 20, 5), como a los hombres que tienen celo
ardiente por servir al Dios único con plena entrega, como Elías (cf. 1 R 19,
10).
Por tanto, es muy
posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista
de los zelotes, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad
judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina» (Audiencia del 11 de
octubre de 2006).
La
traducción mexicana «llamado el Fanático», aparte de ser algo burda, se presta para interpretaciones muy
dispares e incluso negativas sobre el apóstol elegido. Si hoy Simón es llamado
«el Fanático», mañana podría ser llamado «el Rígido», o incluso «el Guerrillero». Aunque
se trate de un pequeño y hasta insignificante episodio, lo recojo sin embargo como botón de muestra para justificar el temor que a no pocos ocasiona la idea de
abandonar las traducciones litúrgicas casi exclusivamente en manos de los
episcopados nacionales. Los obispos apenas conocen ya las lenguas clásicas y,
por lo mismo, son muy vulnerables frente a los criterios de los «expertos liturgistas» que giran en torno a las conferencias episcopales, arrastrando muchas veces cargas ideológicas evidentes. El
peligro de manipulación de la fe que puede llevarse a cabo por medio de las traducciones
no es menor. Se comprende entonces que el Cardenal Sarah quiera defender la autoridad
de la Sede Apostólica como instancia última de aprobación de las traducciones
litúrgicas: lo exige la unidad y universalidad de la fe. Además, garantiza un
mínimo de elegancia y competencia lingüística frente a regionalismos grotescos.
En cualquier caso, los obispos mexicanos en algo llevan razón: Simón y sus
compañeros fueron, por gracia de Dios, verdaderos «fanáticos» de Jesucristo.
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