En
la forma extraordinaria del rito romano abundan los signos y gestos litúrgicos
que lucen e impresionan más que en su forma ordinaria. Y esto me induce a pensar
que la vigencia y conocimiento de la misa tradicional no puede considerarse un simple adorno para satisfacer ciertas sensibilidades refinadas, sino una auténtica necesidad que no puede estar ausente de una profunda y cabal formación
litúrgica de sacerdotes y fieles.
Un
ejemplo entre muchos es la reiteración del Confiteor
al inicio de la misa tal como se realiza en el rito antiguo. Ya antes de la
reforma litúrgica, G. Chevrot destacaba la fuerza expresiva de esta
doble recitación frente a la posibilidad de una recitación conjunta –sacerdote y
pueblo al mismo tiempo- del Yo Confieso,
que finalmente se adoptó en el rito nuevo. Estas son sus propias palabras:
“La segunda oración dicha
al pie del altar es el Confiteor… El
sacerdote se inclina profundamente, y, públicamente se reconoce pecador y se
golpea el pecho… «Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa», dice el
sacerdote por tres veces, que corresponde al triple pecado de pensamientos, de
palabras y de acciones. Sigue inclinado y parece esperar su sentencia, pero la
asamblea le responde invocando sobre él la piedad divina: «Que Dios todopoderoso
tenga misericordia de ti y, perdonados tus pecados, te lleve a la vida eterna.»
Y llega entonces el momento de que la concurrencia confiese sus pecados.
La reiteración del Confiteor es mucho más impresionante que
si su fórmula fuera dicha una sola vez por el oficiante y los fieles
conjuntamente.
El sacerdote, que inmediatamente ejercerá el inaudito privilegio de traer a
Jesús sobre el altar, tenía que ser el primero que por sí solo se pusiera en el
rango de los pecadores, pero los concurrentes se reúnen con él inmediatamente.
A partir de esta segunda oración entra en acción la Comunión de los santos. La
Iglesia del Cielo y la Iglesia de la Tierra son tomadas por testigos de
nuestros pecados e imploramos su ayuda fraternal para que obtengan nuestro
perdón. La Bienaventurada Virgen María, inmune de todo pecado; el arcángel San
Miguel, que combatió el orgullo de los Ángeles rebeldes; Juan el Bautista, que
predicó la necesidad de la penitencia para el perdón; Pedro y Pablo, las dos
columnas de la Iglesia, que fueron también dos pecadores: Pedro, que cayó en un
momento de debilidad, para convertirse enseguida en el modelo de
arrepentimiento, y Pablo, el antiguo perseguidor de Cristo, que reparó sus
errores por un prodigioso apostolado; todos los santos, todas las santas y
todos los cristianos de la Tierra ruegan por esta asamblea que se arrepiente de
sus pecados” (Georges Chevrot, Nuestra Misa, Madrid 1962, p. 41-42).
El destacado del texto es nuestro.
El destacado del texto es nuestro.
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