"Y sucedió que, luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos hasta Belén y veamos este hecho que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado. Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre" (Lc 2, 15-16).
«Verdaderamente aquellos pastores se apresuraron a ver con gozosa alegría aquello que habían escuchado y, por haber buscado con amor vibrante, de inmediato merecieron encontrar al Salvador a quien buscaban. Pero también con sus palabras y hechos mostraron con qué afán deben buscar a Cristo los pastores de ovejas dotadas de razón e incluso todos los fieles. Vayamos hasta Belén -dicen- y veamos este hecho que acaba de suceder.
Vayamos también nosotros, hermanos queridísimos, con nuestro pensamiento hasta Belén, la ciudad de David, volvámosle a visitar con nuestro amor y celebremos su encarnación con los debidos honores. Vayamos, dejando de lado con todo el deseo de nuestro corazón las bajas concupiscencias de la carne, hasta el Belén celestial: esto es, hasta la «casa del pan» vivo en los cielos, no hecha por mano de hombre, sino eterna; y volvámosle a visitar, porque el Verbo que se hizo carne, ha ascendido hasta allí con su carne y está sentado a la derecha de Dios Padre. Sigámosle hasta allí con el vigor de nuestras virtudes y, con la solícita mortificación del alma y del cuerpo, procuremos merecer contemplar cómo reina en el trono de su Padre Aquel al que los pastores vieron, dando vagidos en un pesebre».
(San Beda, Homilías sobre los evangelios/I. Homilía VII, En la Navidad del Señor, Ciudad Nueva 2016, p. 142-142.).

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