miércoles, 26 de noviembre de 2025

SE LLAMABA ISABEL

Isabel la Católica dictando su testamento

En un día como hoy de 1504 dejaba este mundo una mujer digna de admiración: Isabel la Católica. “Rodeada de sollozos y oraciones” partía esta alma noble a la conquista de su último y más anhelado reino, el reino de los cielos. El destacado historiador e hispanista chileno Jaime Eysaguirre G. compuso un brevísimo ensayo –Se llamaba Isabel es su título–, donde a modo de semblanza canta con maestría y visión poética las hazañas de la reina de Castilla.

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«E s una historia maravillosa que comienza y sigue como un cuento de hadas…

Había una vez una princesa que se llamaba Isabel. Era rubia como los trigales de Castilla y en sus ojos se reflejaba el azul trascendente que amparó las gestas de Ruy Díaz y que ha de bendecir con el tiempo las andanzas de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. Madrigal de las Altas Torres fue su cuna. Allí está la piedra bautismal, en la iglesia vetusta, junto a la plaza que hoy llena el corro alegre y bullicioso de muchos, de muchísimos niños y también de niñas que sueñan en ser Isabel. Madrigal de las Altas Torres la acuñó y ahora parece cansada de tanta gloria, vieja, con el rostro partido en sus almenas.

Castilla estaba enferma. Jorge Manrique lloraba sobre los despojos de la noble caballería: “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Y, sin embargo, la salud se hallaba próxima, envuelta en el suave velo de una mujer. Allí estaba Isabel, con templo de heroína bíblica, como nueva Judit para salvar a su pueblo; como ángel quebrantador de la injusticia; como querubín que aventa con sus alas poderosas la pestilencia del aire y hace triunfar la pureza y el bien.

Y junto a Isabel, Fernando, el caballero que el poeta Manrique buscara en vano, y que ahora con disfraz de mercader, como toca al actor de un cuento maravilloso, viene de Aragón en socorro de su dama y le ofrece el puño de su espada para confirmarla Reina de Castilla.

Pasa el tiempo. Bajo el cielo y sobre la piedra de la estepa mística galopa la última cruzada hasta detenerse junto a los pies de la Alhambra. La fe y la voluntad se estrechan con pasión el muro fuerte. Y al fin la voluntad y la fe romperán el misterio del palacio encantado y los surtidores alegres hablan de la gloria de Isabel.

De nuevo el agua e Isabel. Pero ya no la suave, dulce y circunscrita del patio de los arrayanes, sino la áspera, arremolinada e inmensa del mar océano. Por sobre la cresta del oleaje ella ha mandado tres palomas mensajeras de su fe. Y así como la fe traslada las montañas y demuele las fortalezas porfiadas, ahora le roba su secreto al abismo. Y así brotan tierras nuevas y habitantes exóticos y catecúmenos innumerables. La reina tiene más motivos para amar.

Y llega el fin. De marco, el castillo de la Mota de empinada cresta. La reina en un lecho rodeada de sollozos y oraciones. Y de sus labios secos, la exigencia postrera, la súplica entrañable: “Ordeno, pido, imploro piedad para mis nuevos súbditos, los indios”.

Arriba en las almenas, salmodian los grajos. Abajo la madre de todo un mundo se desgrana en el amor. Era el corazón de España y se llamaba Isabel». 

(Jaime Eysaguirre, Hispanoamérica del dolor, Santiago de Chile 1982, 2ª ed., pp. 93-95).

 




 

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