lunes, 6 de octubre de 2025

UNA LECCIÓN MAGISTRAL SOBRE LA PENA DE MUERTE

Publico a continuación el discurso que Jaime Guzmán, abogado, académico y político chileno de renombre, pronunció en el Senado de la República mientras se debatía el proyecto de ley que abolía la pena de muerte en el país (10-X-1990). Además de su claridad jurídica, la intervención destaca por la honda visión cristiana que lo informa. En un momento de la magistral intervención su autor señala: Sólo deseo exponer mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio sobre la sociedad. Solo pocos meses después de este discurso, ampliamente ovacionado en el parlamento, el Senador Guzmán fue asesinado por un grupo terrorista. (Los destacados son nuestros).

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Señor Presidente, Honorables colegas:

El proyecto de ley que hoy debate el Honorable Senado, originado en una iniciativa del Presidente de la República, tiende a la abolición total y absoluta de la pena de muerte en Chile. Tal criterio ha prevalecido también en la Honorable Cámara de Diputados.

Divergiendo de ese parecer, he concurrido al predicamento mayoritario dentro de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, que propone mantener la pena de muerte para ciertos delitos de extrema gravedad, en el carácter de pena máxima que el tribunal competente pueda aplicar dentro de una escala, tal cual hoy la contempla nuestro ordenamiento jurídico.

Conocida es la secular polémica en torno a este tema. El mantenimiento o la abolición de la pena capital ha dividido tradicionalmente las opiniones de juristas, moralistas y hasta teólogos. Se trata de un problema conceptualmente complejo y humanitariamente muy delicado.

Intentar siquiera una reseña de esa larga y elevada disputa doctrinaria excedería la naturaleza y las limitaciones de tiempo propias de esta intervención parlamentaria. Sólo aspiro a consignar los fundamentos básicos de mi enfoque personal al respecto.

Para situar adecuadamente el análisis en cuestión, resulta fundamental tener presente que el delito viola el orden jurídico, dañando con ello el orden social. Detrás de la tipificación legal de una acción u omisión como delictiva debe encontrarse siempre algún bien jurídico que la sociedad busca proteger. Ahora bien, la pena impuesta a quien delinque tiende precisamente a restablecer ese orden jurídico y social quebrantado, para defender los derechos y valores contenidos en los bienes jurídicos que el delito atropella. En ese concepto general, caben las finalidades específicas de las penas que, bajo múltiples formulaciones distintas, se han desarrollado por la ciencia jurídica a lo largo de la historia.

La defensa de la sociedad frente al peligro que representa la conducta delictual de ciertos individuos; el efecto intimidatorio o disuasivo para procurar que un delito no se cometa, no se repita o no se imite; el propósito de favorecer la rehabilitación del delincuente y otros objetivos propios de las penas, son finalidades que éstas persiguen válida y copulativamente. Sin embargo, ellas adquieren toda su legitimidad y su sentido en la perspectiva de que la pena implique un castigo que sea proporcionado al mal que el delito ha inferido al orden jurídico y social. La sanción emerge así como medio necesario para la reafirmación del derecho, otorgando a esta dimensión retributiva el elemento más propio, esencial y distintivo de las penas jurídicas. En efecto, nadie discute la licitud de que la autoridad encierre a una persona demente cuyo libre desplazamiento entrañe alta peligrosidad para sus semejantes. Todos concuerdan en lo positivo de someter a quien padece locura o demencia, a formas de tratamiento medicinal que le permitan rehabilitarse, superando su enfermedad en la mayor medida posible.

Sin embargo, esas medidas privativas de libertad y rehabilitadoras no son penas y no pueden confundirse con éstas. El Derecho Penal no se aplica a los dementes, precisamente porque sus actos no les son reprochables. Por consiguiente, lo que singulariza a la sanción penal no es la protección física de la sociedad frente a un individuo peligroso, ni la rehabilitación del que atenta contra los integrantes o bienes de la misma sociedad, ya que tales objetivos son igualmente propios para afrontar la acción de un demente. Formulo tal precisión porque pocas distorsiones pueden ser tan graves como la tendencia de ciertos sectores del pensamiento contemporáneo que, sutil o abiertamente, ponen en duda el libre albedrío del ser humano. En ello advierto una de las mayores amenazas actuales para el orden moral, ya que, si no se asume que, pese a las limitaciones o condicionantes que rodean la existencia del hombre, somos libres para decidir nuestra conducta, se derrumba toda la fuente de la responsabilidad humana y desaparecen los conceptos mismos de derecho y de moral.

La pena se distingue porque conlleva un sufrimiento que la sociedad impone coercitivamente a quien delinque, a fin de que expíe su falta. Ello es duro, pero ineludible. Nada lo ilustra en forma más palpable que el natural remordimiento propio de quien se arrepiente de su delito. Es frecuente que personas sobre cuya conciencia pesa un grave delito decidan entregarse voluntariamente a la autoridad pudiendo eludirla. Ello pone de manifiesto que en lo más recóndito de la conciencia humana late el convencimiento de la necesidad de un castigo que purgue el acto ilícito cometido. De este modo, no sólo se restablece el orden jurídico y social, sino que el delincuente que recapacita reencuentra muchas veces su propia paz interior. Con todo, ese rasgo de sufrimiento obliga a enfrentar la aplicación de toda pena como una dolorosa necesidad y jamás como algo de suyo deseable.

No tiene sentido, por tanto, plantear que alguien sea "partidario" de la pena de muerte o de cualquier otra pena. Nadie puede ser "partidario" de que a otro ser humano se le imponga un sufrimiento. Cosa muy diferente es aceptarlo como un penoso imperativo social.

La afirmación de que la pena de muerte es ilegítima porque ella viola el derecho a la vida envuelve un equívoco. Resulta evidente que toda pena priva a quien la sufre de algún derecho, o al menos le restringe su ejercicio. Así, las penas de prisión afectan gravemente la libertad personal de los condenados. Pero eso no autoriza a sostener que dichas sanciones violan la libertad personal. En cuanto la pena sea justa, ella no vulnera ningún derecho, sino que afecta un derecho de modo lícito y necesario, lo cual es esencialmente diferente.

La cuestión debe centrarse, por tanto, en si el derecho a la vida puede o no ser afectado jurídicamente a través de la pena de muerte. En otros términos, se trata de determinar la índole y los límites que puede tener el sufrimiento impuesto por una pena. Ante todo, debe descartarse cualquier elemento de dolor físico o moral que no sea estrictamente necesario para el objetivo mismo de la pena. Eso implica excluir las sanciones crueles, inhumanas o degradantes, como contrarias a la dignidad del hombre. A mi juicio, caen en tal caracterización los castigos que impongan un dolor físico o moral que exceda el propósito buscado por la pena o bien su adecuada proporción con la gravedad del delito.

La determinación específica sobre si una pena incurre o no en alguno de esos excesos presenta ciertamente un problema difícil, que en parte depende de la forma en que evoluciona la sensibilidad de los pueblos. Penas que en otro tiempo se consideraron procedentes, o que incluso se mantienen en muchos países de cultura islámica u oriental, repugnan a nuestra sensibilidad, como ocurre con las mutilaciones, los azotes u otras que consideramos crueles, inhumanas y degradantes.

La evidencia empírica de que, en cambio, tratándose de la pena de muerte no se produce igual consenso, sino que las opiniones se dividen de modo significativo, refleja una realidad que no procede atribuir a una supuesta contradicción caprichosa.

Es efectivo que la pena capital resulta más grave que ninguna otra. Pero, respecto a la dignidad del hombre, hay algo sustancialmente distinto en afrontar el término anticipado y conocido de su existencia temporal, comparado con el escarnio de verse sometido a la infamia pública o a seguir viviendo con daños psíquicos o físicos irreparables.

Esto último puede acarrear al afectado un sufrimiento peor que la muerte. De ahí que muchas personas prefieran morir con dignidad, que vivir sin ella. Estas reflexiones no constituyen el fundamento de la pena capital, ya que ella se le impone al afectado al margen de su voluntad. Simplemente apuntan a explicar la aparente paradoja de que quienes creemos inconveniente abolir totalmente dicha pena, coincidamos en el rechazo a otras que son o aparecen menos drásticas.

En cuanto a la justificación de mantener la pena en debate, ésta deriva de que hay delitos cuya extrema gravedad hace que la sanción proporcionada para ellos pueda llegar a ser la pena capital. Si nos aproximamos al tema considerando sólo la eventual reincidencia de un delincuente que aparezca especialmente peligroso, pienso que la pena de muerte no se justificaría. Bastarían tal vez al efecto prisiones de alta seguridad.

Diferente es el juicio si enfocamos la materia desde la perspectiva de la defensa y protección de la sociedad frente a todos los potenciales delincuentes, que es la razón de ser predominante de las penas y del carácter retributivo que les es esencial. Con ese prisma, hay delitos que pueden merecer la pena capital. Deseo ser explícito para señalar que ése es el argumento fundamental y por sí mismo suficiente que me lleva a propiciar que se mantenga la pena de muerte respecto de los gravísimos delitos en que así lo propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento de este Honorable Senado.

Asimismo, debe tenerse presente que la aplicación de la pena capital en Chile se encuentra acertada y cuidadosamente regulada, especialmente para la justicia de tiempos de paz. En efecto, cuatro son las principales exigencias que concurren a lo expuesto. En primer lugar, la pena de muerte nunca está considerada como pena única para un determinado delito. En los casos en que ella se contempla, reviste el carácter de pena máxima dentro de una escala que incluye otras penas menos graves que el tribunal puede aplicar al mismo delito. Así, sólo se llega a la condena a muerte cuando, además de la comisión de un delito muy grave, éste se lleva a cabo en circunstancias que confieren al acto delictivo correspondiente un signo de especialísima maldad. Sobre tal base, el juez puede aplicar la pena de muerte, pero sin estar nunca legalmente obligado a hacerlo, ya que está siempre facultado para decretar una pena menor de las que establece la escala respectiva para el delito de que se trate. En segundo término, no se puede decretar la pena capital por presunciones. En tercer lugar, dicha pena requiere el acuerdo unánime del tribunal colegiado que la decreta. Basta el voto en contra de un magistrado para que se aplique la pena inmediatamente inferior, esto es, el presidio perpetuo. Finalmente, en el evento de que se pronuncie la condena a muerte por la unanimidad del tribunal correspondiente, sus miembros proceden a deliberar en conciencia acerca de si -más allá de lo estrictamente jurídico y considerando todos los factores éticos y humanitarios envueltos- el condenado es o no digno de clemencia. El resultado de esa deliberación se envía al Presidente de la República para que éste lo pondere al resolver sobre el indulto correspondiente.

Tocante a la justicia militar de tiempo de guerra, el proyecto de la Comisión pertinente de esta Honorable Corporación sugiere que también se exija el requisito de la unanimidad del Consejo de Guerra para dictar una condena a muerte. Asimismo, propone que dicha judicatura sólo opere en caso de guerra externa y no en el de guerra interna, por la peculiar naturaleza que caracteriza a esta última. El realismo indica que la hipotética supresión de la pena de muerte en caso de guerra externa, aun para los delitos más graves que atenten contra la patria o las operaciones bélicas, como la traición, el espionaje o el sabotaje, sólo favorecería que se procediese de hecho contra los culpables, más allá de toda juridicidad.

En el fragor de la guerra, la existencia de juicios ante Consejos de Guerra, por excepcionales que sean sus procedimientos, representa una instancia de resguardo jurídico, que precave muchos abusos fácilmente acaecibles en semejantes circunstancias.

Sin perjuicio de lo antes expresado, señor Presidente, deseo hacerme cargo de tres objeciones que se formulan a la pena capital, desde la perspectiva de su efecto disuasivo, del error judicial y de la rehabilitación del condenado.

Se ha argumentado profusamente que dicha pena carecería de efecto disuasivo comprobado. No comparto tal punto de vista. No hay ninguna estadística que pueda medir exacta ni cabalmente la eficacia disuasiva de una pena. Saber cómo habría actuado una persona si en la misma época y sociedad hubiese regido una legislación diferente a la que imperaba, trasciende la previsibilidad humana. Toda estadística al respecto adolecerá inevitablemente de esa falencia.

Por el contrario, el sentido común es más contundente que cualquier alegato estadístico, para indicarnos la evidencia de que el carácter sobrecogedor de la pena capital, necesariamente siempre operará, por definición, como un elemento intimidatorio y disuasivo muy importante.

El caso del terrorismo resulta particularmente ilustrativo. Se afirma que a los terroristas no les preocupa la gravedad de las penas, porque aspiran a presentarse como héroes. Admitiendo que ello fuese válido para los exponentes más fanatizados y comprometidos de los grupos terroristas, tal realidad dista de ser aplicable a quienes son convocados a incorporarse -o a acrecentar su participación- en las vastas redes que supone el terrorismo. De nuevo el sentido común nos hace nítido que para estas personas no puede ser indiferente la mayor o menor gravedad de las penas a que su acción terrorista pudiere exponerlas.

Por otro lado, la constatación empírica de que los presidios perpetuos o muy prolongados se cumplen cada vez en menor medida, invita a que los legisladores seamos especialmente cautos al resolver sobre si prescindir o no del efecto disuasivo que posee la pena capital.

Otra argumentación muy repetida para propiciar la abolición de la pena capital apunta a su carácter irreversible, cuya especial delicadeza se hace patente ante la hipótesis del error judicial. Confieso que dicha observación es la que me hace mayor fuerza frente a la disyuntiva de mantener o no la pena de muerte. Sin embargo, la forma en que ésta se encuentra regulada en nuestra legislación, ofrece suficientes garantías para que dicha aprensión quede virtualmente superada. Me he referido pormenorizadamente a tales resguardos. Pero excúseme, señor Presidente, que sea reiterativo al respecto, para relacionarlos con la hipótesis del error judicial.

No es verosímil que la pena de muerte pudiere llegar a aplicarse en virtud de un error judicial, cuando ella no puede decretarse por meras presunciones, cuando el juez nunca está obligado legalmente a aplicarla para una determinada figura delictiva, con lo cual sólo lo hará al no haber duda alguna sobre la autoría del delito y sobre las circunstancias que ameriten la aplicación de la pena máxima de la escala en que el tribunal puede moverse al resolver; cuando se requiere la unanimidad del tribunal colegiado que coincida en estimar procedente la pena capital; cuando, en fin, éste delibera en conciencia y humanitariamente sobre si el condenado es o no digno de clemencia, como antecedente de innegable peso para el eventual indulto presidencial.

En todo caso, analizado el tema en profundidad, también son irreversibles las penas privativas de libertad, ya que nadie puede restituir al afectado los años de prisión -que a veces pueden ser muy numerosos y prolongados-, por mucho que ella fuere dejada sin efecto. Se trata obviamente de una irreversibilidad de efectos menos graves que la de una condena a muerte. Puntualizo sólo que la irreversibilidad de un error judicial consumado no es una característica exclusiva de la pena capital.

Otro aspecto de sumo interés estriba en la extendida creencia de que la pena de muerte no permitiría la rehabilitación del condenado. ¿Es realmente correcta dicha afirmación? Una respuesta superficial a esta pregunta conduce fácilmente a validarla. No obstante, una reflexión más honda y meditada del tema lo muestra en su verdadera dimensión, que permite desprender lo contrario. Son abundantes los testimonios de personas condenadas a muerte que, antes de ser ejecutadas, experimentaron una profunda conversión interior, acaso muy improbable si no hubiesen sido confrontadas al supremo trance de pagar con su vida un grave delito cometido. Me impresionó fuertemente la actitud de dos personas ejecutadas en Calama, en 1982. Gabriel Hernández y Eduardo Villanueva cometieron un horrendo homicidio doble contra dos funcionarios del Banco del Estado, crimen perpetrado con especial premeditación y alevosía, para apropiarse del producto de un cuantioso robo.

Esas dos personas, horas antes de su fusilamiento, entregaron una carta al Obispo de Calama, para que la difundiese después de la ejecución. Me permito leer textualmente ese documento ante este Honorable Senado, porque ninguna síntesis trasuntaría adecuadamente su contenido. Dice así -abro comillas-:

Querido Monseñor Herrada:

Queremos dar testimonio a usted y a la Santa Iglesia de la felicidad que nos ha brindado la gracia divina, y que estas teas encendidas en el fuego del Dios del amor, sirvan para encender muchas más, por este mundo oscuro y en desamor. "Dad testimonio de este milagro y manifestad que Dios espera con sus brazos abiertos para sumergirnos a todos en una inmensa misericordia divina. "Alegraos con nosotros y fortaleced vuestro espíritu. Comprended que no hemos muerto. En verdad, hemos nacido a la verdad y a la eternidad donde la Santa Trinidad, con María Virgen, nos salen al encuentro. Sed fuertes, comprended el milagro y sepan comprender la divina voluntad. Asumid nuestras obligaciones terrenas y tened siempre presente que velaremos por ustedes, como vosotros lo hacéis con oraciones para con nuestras almas. Alegraos en nuestra fe y comunicad la buena nueva. Que Dios les bendiga. Hasta siempre.

Frente al testimonio transcrito, yo pregunto ante este Honorable Senado: ¿Es válido sostener que la pena capital hace imposible la rehabilitación del condenado? Tan impresionante conversión del alma, que la experiencia demuestra que no es excepcional frente a la inminencia de la muerte, ¿no produjo acaso también un bien moral en la sociedad sobre la cual aquel testimonio se irradió? Esa rehabilitación de los condenados y ese beneficio social de su testimonio, ¿no entrañaron un bien de envergadura muy superior a la que se busca como ideal a través de las penas privativas de libertad y de la más exitosa reeducación carcelaria imaginable? No faltará quien arguya que, en presencia de una rehabilitación semejante, carece de lógica haber privado a esos condenados de su vida. Pero es obvio que tal argumentación no es válida, porque aquella conversión probabilísimamente no habría ocurrido sin el impacto y el recogimiento inherentes a ese momento de suprema verdad interior que supone afrontar la muerte.

Quede bien en claro -una vez más- que el fundamento básico de la procedencia de una pena es que ella constituya el castigo proporcionado al delito cometido. No se podría colegir de mis observaciones que la pena capital pudiera ser legítima o procedente para delitos cuya gravedad no la merezca. Sólo deseo exponer mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio sobre la sociedad.

Un alto ejemplo moral que se verifique en un solo día puede tener un significado social muy superior al aporte rutinario o habitual que un preso reeducado realice durante largos años. Lo que un ser humano entrega a la sociedad no se mide sólo por su extensión en el tiempo, sino también -y ante todo- por su intensidad o calidad moral. Así lo han entendido los héroes y los mártires. Así lo puede asumir también, aunque forzado con una pena impuesta por la autoridad, quien sublima su dolor en una expiación que purifica y redime.

Las consideraciones anteriores no presuponen necesariamente determinada fe religiosa del condenado. Poseen validez en el mero plano de la ética natural, como dan cuenta innumerables testimonios registrados al respecto a lo largo de toda la historia. Convengo, eso sí, que una actitud como la descrita se hace más fácil, a la vez que cobra su dimensión más plena, para quienes consideramos que la vida temporal es una peregrinación hacia la vida eterna. Para los creyentes, la muerte no es la destrucción de la existencia humana, sino su tránsito hacia una forma superior y diferente. Al despedir a un ser querido, los cristianos proclamamos con especial vigor que la muerte no es el término de la vida del hombre, sino su transformación. Afirmamos que "al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo".

Señor Presidente, aludo a este ángulo del problema porque creo que nos desliza hacia lo que estimo más fundamental en este debate, aun independientemente de las creencias religiosas específicas de cada cual. Nadie puede desconocer que la iniciativa legal que hoy analiza el Senado de la República se enmarca en un movimiento de carácter universal, que apunta a abolir la pena de muerte, en nombre del derecho a la vida. Así se ha reiterado, por lo demás, esta mañana, aquí, en este debate. Sin embargo, gran parte de los mismos países en que prospera dicho abolicionismo -y que al efecto se exhiben como ejemplo- simultáneamente legalizan el aborto. Y quienes impulsan lo uno y lo otro, suelen ser los mismos sectores políticos o de opinión. Aunque ésta no sea la realidad prevaleciente hoy en nuestra patria, el carácter mundialmente tan extendido de la coincidencia señalada debe movernos a una honda reflexión.

Naciones que aprueban la abolición de la pena de muerte que la autoridad judicial pueda imponer para delitos gravísimos legalizan el asesinato que simples particulares cometen contra millones de seres inocentes e indefensos. ¡Qué contradicción más flagrante! Pero, al mismo tiempo, ¡qué contradicción más reveladora! En el fondo, ella obedece a una de las crisis más graves de nuestra civilización occidental. Un materialismo práctico, cada vez más generalizado, enfoca toda la existencia humana desprovista de su trascendencia y reducida a su inmanencia. Se mira la vida humana como si fuese sólo una expresión psíquica y física, ajena a la dimensión espiritual y trascendente del alma. Por eso, mientras se rechaza con escándalo todo lo que implique horror sensible, se olvidan los principios morales más básicos, cuando se les puede violar sin ese impacto sobre los sentidos. El aborto mata sin que se vea o se sienta ese crimen, en todo lo que implica el asesinato de un ser cuya inocencia está fuera de toda duda posible. He ahí su especial cobardía. Pero he ahí también lo que explica su extendida -aunque monstruosa- aceptación en el mundo actual.

Respeto -aun cuando no lo comparto- el punto de vista de quienes postulan la abolición total de la pena de muerte fundados en sinceras apreciaciones éticas o prácticas. Pero resulta ostensible que la inspiración real del movimiento mundial organizado en favor de tal abolicionismo no responde a los principios morales que invoca, desde el momento en que muchos de sus adalides han favorecido la legalización del aborto, la eutanasia y otros atentados contra la vida cuya ilegitimidad -a diferencia de la pena capital- no admite controversia posible.

Lo anterior se vincula con un argumento en el plano filosófico -y aun teológico- invocado para pretender negar legitimidad a la pena de muerte. Se asevera que sólo Dios es dueño de la vida humana. Declaro mi plena concordancia con tal afirmación. Ningún hombre, en su simple carácter de ser humano igual a los demás, puede privar a otro de su vida, salvo que obre en legítima defensa, con la proyección pertinente de este concepto al caso de la guerra justa. Más aún, tampoco un hombre, en su mera condición de tal, podría imponerle a otro una pena privativa de libertad, ni sanción alguna.

Lo que ocurre es que cuando un hombre inviste una autoridad legítima, aplicándola de modo justo y dentro de su competencia, ejerce una potestad cuyo origen último proviene de Dios. Más allá de expresiones desfiguradas de ese concepto, con que algunos han pretendido históricamente justificar despotismos arbitrarios, el cristianismo siempre ha enseñado la doctrina luminosamente expuesta por la Biblia, a través de San Pablo, quien afirma que "no hay autoridad sino bajo Dios, y las que hay, han sido establecidas por Dios".

La existencia de autoridades que rijan toda comunidad humana está exigida por la naturaleza del hombre y, por ende, deriva de su Creador. Por ello, el poder legítimo de toda autoridad -cualquiera que sea el nivel o género de ella-en última instancia, proviene de Dios. Ello presupone que la autoridad respete la ley moral, inscrita en la naturaleza humana y susceptible de ser descubierta también, por quienes no tengan el don de la fe religiosa, a través de su razón, aplicada rectamente a desentrañar lo que constituye, perfecciona o degrada esa naturaleza del hombre.

Obviamente, tratándose de la imposición de penas, ello sólo incumbe a las autoridades estatales competentes, ya que los cuerpos intermedios únicamente persiguen finalidades parciales y específicas del ser humano. Pienso que quienes impugnan la legitimidad de la pena de muerte debieran sopesar el hecho de que el Magisterio de la Iglesia Católica jamás la haya condenado, dejando la resolución del problema a la prudencia de los hombres, según las circunstancias propias y evolutivas del bien común.

Señor Presidente, he centrado preferentemente esta intervención en aspectos conceptuales, porque pienso que el Mensaje gubernativo que acompaña a este proyecto, al igual que diversas apreciaciones vertidas en el debate parlamentario, han cuestionado la legitimidad de la pena de muerte, más allá de su mera conveniencia o inconveniencia práctica. Sin embargo, delineados los fundamentos que me mueven a considerar dicha pena como legítima y procedente, no quisiera terminar mis palabras sin exhortar a este Honorable Senado a que medite sobre los efectos prácticos que tendría una abolición total de la pena de muerte en las actuales circunstancias.

Asistimos en Chile a un dramático recrudecimiento de la violencia delictual, que también aflige a gran parte del mundo. El terrorismo se cierne como la amenaza más grave sobre las legítimas esperanzas de afianzar una convivencia civilizada. Y sabemos que los grupos terroristas poseen vasos comunicantes hacia la delincuencia común o hacia fenómenos como el narcotráfico. Se ha llegado incluso a acuñar el término "narcoterrorismo" que, ampliamente extendido en otras naciones hermanas, hoy intenta desplegar sus tentáculos sobre nuestra patria.

Soy el primero en admitir y enfatizar que no hay mejor antídoto contra la violencia delictual -sea ésta común o terrorista- que una sólida formación espiritual y moral. He consagrado a ello los principales afanes de mi vida, tanto a través de la docencia como de la actividad política. No obstante, mis convicciones de hombre de derecho me llevan a sostener que frente al delito es menester actuar con el suficiente rigor legislativo para impedirlo o dificultarlo.

¿Es acaso prudente y oportuno que, cuando el terrorismo y otras formas de violencia delictual nos estremecen casi a diario, se prescinda jurídicamente de una pena que reviste innegable valor disuasivo? Considerando que, conforme al proyecto que propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, la pena capital sólo llegaría a aplicarse en casos muy infrecuentes y de extrema gravedad, ¿no resulta mucho más sabio y realista acoger ese criterio? ¿Por qué y para qué lanzar la equívoca e inoportuna señal pública de aparecer aprobando ahora una abolición absoluta de la pena capital? Como razón suprema de esta iniciativa, se invoca el fortalecimiento del derecho a la vida. Temo que el resultado práctico de ella sería exactamente inverso y contraproducente para tan noble y compartido propósito.

Tras las argumentaciones éticas y jurídicas que he expuesto en esta intervención, me guía también un sentido humanitario lleno de sensibilidad para defender la vida y los derechos de las personas que sufren -o pueden sufrir- la agresión de la delincuencia común y terrorista. Estoy convencido de que abolir totalmente la pena de muerte en este momento incentivaría el atentado contra la vida y la seguridad personal de muchos inocentes.

Es en nombre de esos sagrados derechos de tantos hombres, mujeres y jóvenes de nuestra patria que llamo al Senado a preferir el camino que su Comisión pertinente le ha propuesto y a no dar un paso que juzgo inconveniente e inoportuno, del cual pronto habría que arrepentirse, ante el dolor de muchas víctimas inocentes.

Muchas gracias, señor Presidente. He dicho.

Fuente: archivojaimeguzman.cl/index.php/diario-de-sesiones-del-senado-intervencion-pena-de-muerte


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