Con mucha razón los cristianos han invocado desde antiguo a la Madre de Dios con el título de Casa de Oro. Porque si bien
Belén y Nazaret fueron moradas pobres y humildes, Dios construyó para sí en María
una mansión espléndida de oro puro donde naciera y habitara su Verbo hecho
carne. Una casa hecha con el oro purísimo de la gracia, de la santidad y de la
virtud. Piadosa para este tiempo de Navidad me parece la siguiente reflexión de San John H. Newman sobre el título mariano de Domus Aurea.
* * *
«¿Por qué se le llama Casa? ¿Y
por qué dorada? El oro es el más hermoso y valioso de todos los metales.
La plata, el cobre, y el bronce pueden a su modo ser buenos a la vista, pero nada
es tan rico y espléndido como el oro. Tenemos pocas oportunidades de verlo en
cantidad, pero cualquiera que haya visto un gran número de brillantes monedas
de oro sabe qué magnífica es la visión del oro. Por eso en la Escritura a la Ciudad
Santa se le llama la Dorada, de modo figurado. Dice San Juan: «La Ciudad es
de oro puro, semejante al cristal puro» (Apoc 21, 18). Él quiere,
por supuesto, darnos una idea de la maravillosa belleza del cielo comparándolo
con la más bella de todas las sustancias que vemos en la tierra.
Por lo tanto, María es llamada
también dorada, porque su gracia, sus virtudes, su inocencia, su pureza
son de un brillo trascendente y de una deslumbrante perfección de tan alto
precio y tan exquisita, que los ángeles, por así decir, no pueden quitar sus
ojos de ella, más de lo que nosotros podemos evitar la contemplación de cualquier
gran objeto de oro.
Pero más aún, ella es una casa de oro, o
mejor aún, un palacio de oro. Imaginémonos delante de un conjunto palaciego o
una inmensa iglesia hechos de oro, desde los cimientos hasta el techo. Tal es
María en cuanto al número, variedad y extensión de sus excelencias
espirituales.
Pero obsérvese, además, que ella es casa dorada, o bien debería decir palacio dorado. Imaginemos que hemos visto un palacio entero o una gran iglesia hechos de oro desde los cimientos hasta el techo. Tal es María en cuanto al número, la variedad y la extensión de sus excelencias espirituales. Pero ¿por qué llamarla casa o palacio? ¿Y palacio de quién? Ella es la casa y el palacio del Gran Rey, de Dios mismo. Nuestro Señor, el Hijo de Dios igual al Padre, habitó en ella una vez. Fue su Huésped. Pero más que un huésped, pues éste entra y sale de una casa, pero nuestro Señor nació realmente en esta santa casa. Asumió su carne y su sangre de esta casa, de la carne y las venas de María. Por tanto, fue correcto que debiera ser hecha de oro puro, pues ella iba a dar ese oro para formar el cuerpo del Hijo de Dios. Fue dorada en su concepción y dorada en su nacimiento, y pasó por el fuego de sus sufrimientos como el oro en el crisol, y desde que fue asunta a los cielos está, como dice nuestro himno, por encima de todos los Ángeles en la gloria inefable, de pie junto al Rey y vestida de oro».
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