martes, 23 de julio de 2024

LA NOBLE SENCILLEZ DE LA LITURGIA

Iglesia Natividad de María de Ichuac
(Chiloé-Chile 1880) 
Patrimonio mundial de UNESCO

Publico en español el apartado IV del artículo de don Enrico Finotti In conspectu divinae maistatis tuae. Don Finotti, nos ofrece en estas líneas una recta comprensión del concepto de noble sencillez, aquella que el Concilio Vaticano II pidió que resplandeciera en los ritos litúrgicos (Ritus nobili simplicitate fulgeant). También se detiene a mostrar cómo una interpretación ideológicamente sesgada de esta expresión está a la base de un brutal empobrecimiento de la liturgia que ha opacado de modo considerable la idea de la Majestad de Dios en el culto.



El concepto de noble sencillez
Don Enrico Finotti

Fuente: liturgiaculmenetfons.it (p.6)

La Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium habla de noble sencillez:

 

Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez, deben ser breves, claros evitando las repeticiones inútiles; adaptados a la capacidad de los fieles, y, en general, no deben tener necesidad de muchas explicaciones (SC 34).

Esta afirmación recomienda, en realidad, una vuelta al Rito Romano antiguo y clásico que, según el genio romano, tiene características bastante singulares y admirables: oraciones breves, gestos solemnes y ritos majestuosos en su sencillez lineal. En este sentido, el Rito Romano es un modelo excelso que debe inspirar la liturgia de todo el Orbe. Roma, en efecto, conduce toda la Iglesia a lo esencial del dogma y a la forma más noble del culto.

Ahora bien, la simplificación de los ritos y su mayor inteligibilidad por parte de los fieles ha sido un objetivo constante de la Iglesia que, a lo largo de los siglos, siempre ha velado por su participatio actuosa (activa participación). La cuestión se trató explícitamente en el Concilio Tridentino, aunque debió resolverse en el contexto apologético de la herejía luterana.

Quienes, bien formados y dóciles a las indicaciones graduales de la Iglesia, se pusieron a trabajar en una aplicación inteligente de la reforma litúrgica obtuvieron los frutos esperados y los fieles se beneficiaron de la mesura de sus pastores. Sin embargo, muchos otros, obcecados por la ideología del progresismo indiscriminado, no respetaron los límites señalados y, en nombre de una noble simplicidad, socavaron el edificio litúrgico, alterando su estructura y alienando o modificando sus elementos internos. Y así, una creatividad temeraria despojó de inmediato toda sacralidad; abandonada la gravitas sacerdotal y el necesario protocolo de las rúbricas, se extinguió la percepción de la Majestad divina. En realidad, ni siquiera el novus Ordo Missae prescinde de la devoción interior y de la veneración exterior, de la gravedad del gesto, del andar solemne, de la genuflexión y de la profunda inclinación que corresponde coram Deo. Las manos juntas, el silencio, la pronunciación grave y el canto melódico son actitudes siempre necesarias para manifestar cómo se debe estar ante la Majestad de Dios. Abandonar todo esto en nombre de la sencillez o de una supuesta autenticidad está muy lejos del camino justo que introduce en la verdadera ars celebrandi.

Un ulterior pasaje de la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium debe ser considerado:

 

Los Ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada (SC 124).

 

En segundo lugar, el Concilio quiso también asegurar un mayor cuidado y calidad de los ritos sagrados para que nada impropio, inútil o mediocre empañara la pureza y nobleza de los santos misterios:

 

Procuren cuidadosamente los obispos que sean excluidas de los templos y demás lugares sagrados aquellas obras artísticas que repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte (SC 124).

 

Este oportuno llamamiento, allí donde se aplicó con competente equilibrio y sentido común, ha producido una auténtica reforma inspirada en una mayor belleza y calidad en el arte sagrado y en los ritos litúrgicos, alentada también por una sensibilidad paralela del Estado que ha colaborado con competencia en la restauración y conservación de los bienes artísticos de la Iglesia. Desgraciadamente, una visión ideológica desvió la justa medida, provocando un expolio sistemático de la tradición artística y ritual consagrada a lo largo de los siglos, como si el pasado, por ser pasado, debiera ser demolido y sustituido totalmente por la modernidad.

Sobre todo, con el recurso a expresiones conciliares como evitar la mera suntuosidad o buscar una noble belleza, se quitó todo aspecto de riqueza y solemnidad. El barroco fue especialmente incriminado y sus expresiones consideradas del todo anticonciliares. Se contrapusieron, en cambio, espacios, mobiliarios y ornamentos absolutamente de escaso valor, a veces hasta el disgusto. Las ricas vestiduras, preciosas y espléndidas, fueron abandonadas hasta el punto de incomodar su uso e incluso su conservación. Un inmenso patrimonio de fe y cultura se olvidó de repente; se causaron daños irreparables a las sacristías y se vaciaron los armarios. También causó un efecto problemático la decisión de la Capilla Papal (sobre todo en los primeros años de la reforma) de despedirse por completo y de inmediato de los ornamentos antiguos para adoptar el gusto moderno.

Todo esto fue percibido como una orden al despojo total de la solemnidad y de la excelencia ligadas a la trascendencia. Pero con esto se produjo el colapso total de la majestad de los ritos: en lugar de orientarse a la majestad del Todopoderoso ante quien había que comparecer con suprema dignidad, ahora debían ser funcionales, solo al servicio horizontal de la asamblea y a un mero carácter didáctico. Cayó el papel del sumo sacerdote y tomó el relevo el animador del culto. Las vestiduras sagradas se convirtieron en distintivos para el servicio y perdieron su carácter sagrado que volvía a los ministros dignos de acceder a la Majestad de Dios. La desaparición de las oraciones para revestirse quitó a los ornamentos su carácter sacramental, que debía significar el revestirse con las virtudes celestiales de los que se preparaban para asumir con piedad las vestiduras simbólicas. El ícono del espléndido vestido del sumo sacerdote Arón, que estaba siendo preparado con esmero para acceder a la majestad de Dios (cfr. Ex 39), se evadió por completo: el sacerdote se convirtió en un director de escena.

En este contexto, no es de extrañar que los sacerdotes se molesten en llevar ornamentos antiguos y preciosos, que se sientan incómodos de llevarlos con dignidad ante el pueblo, que se sientan casi humillados por un supuesto juicio de conservadurismo y de extrañeza frente a las exigencias pastorales del momento. Pero ante esta situación tan modesta, espontánea, libre y funcional, como se suele decir, ¿cómo podrá estar presente en el sacerdote y en el pueblo que lo observa, el sentido de la divina Majestad? ¿Tendrá que resignarse Dios mismo al bajo perfil de sus ministros y aprobar ese gris monótono de sus ritos para ser acogido y escuchado? Decididamente no. Dios permanece Majestad infinita y el Kyrios se sienta con majestad a la derecha del Padre, y su mirada no puede sino llamar a sus sacerdotes y al pueblo entero a la noble belleza de los padres que, al comprender correctamente su sentido, sabían que la pobreza se detiene a los pies del altar. En efecto, como dice el salmo: Delante de Él la majestad y la magnificencia, en su santuario la fortaleza y el esplendor (Sal 95, 6).

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