jueves, 28 de diciembre de 2017

«CAMBIO EN LA RELIGIÓN», UN ENSAYO CLARIFICADOR (1ª PARTE)


Transcribo a continuación un sugerente ensayo del destacado historiador chileno Mario Góngora (1915-1985). Este ensayo, junto a otros como «Historia y Aggiornamento» o «Sobre la descomposición de la conciencia histórica del catolicismo», constituyen un interesante análisis de los cambios ocurridos en la religión durante las tormentosas décadas que siguieron al Concilio Vaticano II. Consciente de estar viviendo un momento que define «como un inmenso tiempo de confusión», Góngora intenta determinar las causas filosóficas e históricas que subyacen al penoso proceso de descomposición que describe. Muchas de sus reflexiones resultan de evidente actualidad. Se trata de una crisis de imprevisible salida, «un drama histórico espiritual en el cual hay que vivir decidiéndose arriesgada y resueltamente».

CAMBIO EN LA RELIGIÓN*
Por Mario Góngora

            La noción de catolicismo como signo solemne de unidad e inmutabilidad (en oposición a las herejías, que eran «variaciones», según la concepción de Bossuet) ha entrado hoy día en una crisis de inconmensurable profundidad. Todos los esfuerzos por ocultarlo o paliarlo no pasan de ser convencionalismos. Tan sólo permanece inviolado el núcleo de la piedad: la doctrina y el culto han sido sometidos a tales embates que no se puede ya negar seriamente que el Concilio último y sus secuelas han cambiado la religión.
            El siglo se abre con un Papa visionario, Pío X, cuya encíclica de 4 de octubre de 1903 atestigua tan intensamente (y tan insólitamente, dada la tradicional parquedad de Roma en este género) un sentimiento apocalíptico: «Si se piensa en todo el mal que hay en el mundo, es posible preguntarse si el Hijo de Perdición no está ya entre nosotros». Pío X veía pues como posible que la Apostasía y el Hijo de Perdición de que habla San Pablo como signos escatológicos, estuviesen ya inminentes.
            Sesenta años después, en 1962, al inaugurar Juan XXIII el Concilio Vaticano II, dirá en cambio: «En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral, llegan a veces a nuestro oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida.
Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otras cosa que prevaricación y ruina…»
Mas, nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones de humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina, que a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en bien para la Iglesia».
La contraposición de ambas perspectivas históricas es el mejor indicio del antagonismo de constelaciones espirituales globales. Al texto de Pío X, transido de apocalipticismo, corresponde una Iglesia que se sabía atacada desde afuera y minada por dentro. En este último sentido, Pío X intentó con todas sus fuerzas atajar el Modernismo eclesiástico (fundamentalmente, un afán de introducir el método crítico de la historiografía y filología profanas en la exégesis bíblica, y un evolucionismo inmanentista en la Dogmática, aparte naturalmente de la actitud general denotada por el mismo nombre del movimiento). Pero tuvo un éxito muy breve: un observador laico como Bernanos anunciaba ya en 1926 la avanzada de «los furrieles del Modernismo» dentro del clero francés.
A la Iglesia concebida por Pío X que procuraba con todas sus fuerzas preservar su individualidad, ha sucedido, tras el Concilio, una Iglesia que, como reza el slogan, procura «abrirse al mundo», fundirse con el resto de las  comuniones cristianas; si fuere posible, con las no cristianas; y todavía con mayor anhelo, participar de las esperanzas de los grandes movimientos secularistas contemporáneos (pacifismo, democratismo, socialismo, comunismo, anarquismo, etc.). De otro lado, este progresismo católico quiere presentarse como un retorno arqueológico al Cristianismo primitivo, saltando por encima de las generaciones de la Historia eclesiástica. Sin embargo, «el Mundo» no era una dimensión valorada en forma precisamente positiva en el Nuevo Testamento: Juan, el discípulo que Jesús amaba, dedica todo un capítulo de su primera Epístola a la contraposición de Dios y del Mundo; Jesús mismo dice en un pasaje que no ruega Él por el Mundo. En cuanto a «los profetas de calamidades» desestimados por Juan XXIII convendría traer a la memoria, fuera del Apocalipsis mismo, los numerosos textos de contenido apocalíptico que se encuentran en los Evangelios y Epístolas. El cristianismo primitivo distaba mucho de corresponder a la imagen idílico-naturalista de la interpretación liberal: podría calificarse de «optimista» en vistas de la Parousia, pero no en absoluto de su propio tiempo. Los textos que lo confirmarían son innumerables.
Se podría decir que esta caracterización de la Iglesia «Postconciliar» es demasiado simplista, y está trazada a un nivel de masas, más que del pensamiento de teólogos o exégetas (al menos de los que rehúyen la popularidad). Naturalmente. Pero resultaría muy difícil negar que las tesis condenadas en los dos grandes documentos antimodernistas de Pío X se ven hoy muy difundidas en la literatura eclesiástica de todos los niveles. Y sobre todo, dado el predominio de la «Ilustración de Masas», los slogans son más fuertes que concepciones individuales de los teólogos. Particularmente notorio es el sello de esa «Ilustración de Masas» (tomando  aquí la palabra «Ilustración» en su sentido histórico-espiritual, Aufklärung) en el resentimiento de gran parte del clero contra la historia de la Iglesia, su demostrativo afán de renegar, por ejemplo, de las devociones, imágenes y formas diversas de lo sagrado. Aparte del resentimiento, comparece allí el afán de complacer a las masas, sin saber adivinar que en el fondo de la psicología colectiva hay arquetipos insondables, que resisten a toda esa tentativa racionalista. El llamado «espíritu del Concilio», a este nivel clerical, viene a ser como una resurrección de los Iconoclastas, es un odio a todo lo que «tenía forma» dentro de la vieja Iglesia. Sin embargo, la piedad cristiana ha sido más tenaz de lo que aquella mentalidad «ilustrada» presuponía.
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*Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista «Vigilia», año I, vol. I, n° 3, Santiago de Chile, VII-VIII, 1977. Más tarde apareció, junto a otros artículos del autor, en el volumen póstumo: Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza. Y otros ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, p. 135-141. Este último es el texto que ahora reproducimos.


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