sábado, 11 de noviembre de 2017

¿RECUERDO O PRESAGIO? QUIZÁ AMBAS COSAS


Releo con emoción un pasaje del libro Dios o nada del Cardenal Sarah. Se trata del último párrafo con el que su Eminencia concluye los recuerdos de la visita de San Juan Pablo II a su tierra natal de Guinea, en febrero de 1992. La escena tiene lugar en los jardines del arzobispado de Conakri, la noche antes de la partida del Pontífice, junto a una gruta de Nuestra Señora de Lourdes.
«Después de coronar la imagen de la Santísima virgen, el Papa se arrodilló y permaneció recogido un buen rato. La profundidad y la duración de su oración, interminable, impactaron a los fieles allí reunidos. Después se levantó y, dirigiéndose lentamente hacia mí, depositó la hermosa estola que llevaba sobre mis hombros. Sentí una profunda emoción, sin entender el motivo de su gesto, que no estaba previsto. Al subir hacia la residencia, me abrazó y me dijo con rotundidad: ‘Ha sido un bonito final’» (Card. Robert Sarah, Dios o nada, Madrid 2015, p. 84).
Su lectura me evoca inmediatamente un suceso similar ocurrido entre Pablo VI y el entonces Patriarca de Venecia, Cardenal Albino Luciani, luego Juan Pablo I. El mismo Venerable Pontífice lo contó en su primer Angelus, cuando explicó a los fieles allí congregados el porqué de su nombre Juan Pablo: 

«Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Nunca habría imaginado lo que iba a suceder. Apenas comenzó el peligro para mí, los dos colegas que tenía al lado me susurraron palabras de ánimo. Uno me dijo: ‘ánimo, si el Señor da un peso, dará también las fuerzas para llevarlo’. Y el otro compañero: ‘no tenga miedo, en el mundo entero hay mucha gente que reza por el nuevo Papa’. Al llegar el momento, he aceptado.
Después vino la cuestión del nombre, porque preguntan también qué nombre se quiere tomar, y yo había pensado poco en ello. Hice este razonamiento: el Papa Juan quiso consagrarme él personalmente aquí, en la basílica de San Pedro. Después, aunque indignamente, en Venecia le he sucedido en la cátedra de San Marcos, en esa Venecia que todavía está completamente llena del Papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros, las religiosas, todos. Pero el Papa Pablo, no sólo me ha hecho cardenal, sino que algunos meses antes, sobre el estrado de la plaza de San Marcos, me hizo poner completamente colorado ante veinte mil personas, porque se quitó la estola y me la puso sobre los hombros. Jamás me he puesto tan rojo. Por otra parte, en quince años de pontificado, este Papa ha demostrado, no sólo a mí, sino a todo el mundo, cómo se ama, cómo se sirve y cómo se trabaja y se sufre por la Iglesia de Cristo. Por estas razones dije: me llamaré Juan Pablo. (Angelus, domingo 27 de agosto de 1978. Cf. vatican.va).

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