En un logrado artículo que lleva por
título Offerimus praeclarae divinae maiestati tuae (Ofrecemos a tu excelsa
Majestad divina), expresión inspirada en una de las oraciones del Canon Romano,
don Enrico Finotti expone algunas implicaciones luminosas que el concepto de Majestad divina irradia
necesariamente sobre la liturgia y el culto en general. Publico en español el primer apartado de este sugerente escrito, digno de una atenta
reflexión.
Offerimus praeclarae divinae maiestati tuae
Por don Enrico Finotti
Fuente: liturgiaculmenetfons.it
I
La majestad de la Trinidad divina
El Canon romano, la Anáfora eucarística príncipe y modelo originario de la regula sacrificalis Romanae Ecclesiae (regla sacrificial de la Iglesia romana), presenta de manera acabada la actitud justa que se debe adoptar en el culto sagrado: se trata de acceder ante la divina Majestad. El Prefacio establece sus protocolos con expresiones inequívocas: Per quem maiestatem tuam laudant Angeli, adorant Dominationes, tremunt Potestates. Caeli, caelorumque Virtutes, ac beata Seraphim, socia exultatione concelebrant. El Trisagio lleva a su máxima exaltación la gloria de la divina Majestad cuando proclama: Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis. Dos de los mayores embolismos del Canon guían los pasos del pontifex (sacerdos) en el acto del ejercicio cultual, especialmente en la ofrenda sacrificial, con locuciones precisas y nobles; en el Unde et memores dice: Offerimus praeclarae maiestati tuae (Ofrecemos a tu excelsa Majestad); en el Supplices se repite: In conspectu divinae maiestatis tuae (Ante la presencia de tu divina Majestad). Además, la tradición latina rodea con un silencio solemne toda la recitación del Canon, mientras que la griega cubre el cumplimiento de los santos Misterios a la mirada de los fieles con el iconostasio. Un clima de temor sagrado envuelve la hora tremenda en la que el cielo desciende a la tierra. La expresión también se hace eco en la piedad popular cuando en las letanías del Sagrado Corazón de Jesús se aclama: Cor Iesu, maiestatis infinitae.
Que Dios sea Majestad viene atestiguado igualmente por breves referencias en la doctrina cristiana. El Catecismo de San Pío X comienza diciendo que Dios es el ser perfectísimo, Creador y Señor del cielo y de la tierra. Él no solo es el origen de todas las cosas, sino que es su Señor y a todas las gobierna con su Providencia. En el Credo del Pueblo de Dios, pronunciado por Pablo VI (1968), se dice: Dios es absolutamente uno en su esencia infinitamente santa, así como en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. Por esta razón el Catecismo tridentino recomienda a los párrocos un celo ardiente, para que el pueblo fiel ascienda, temeroso y con máximo respeto, a contemplar la gloria de la majestad divina dentro de los límites establecidos por Dios (parte I art. I). Si ya la catequesis y la predicación nos ponen frente al concepto de la divina Majestad, cuanto más la liturgia en su más insigne monumento, el Canon Romano, deberá conducirnos a percibir el sentido de la Majestad a la que se ofrece la sagrada oblación. No es casualidad que la misma Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium declare que la liturgia es principalmente culto de la Divina Majestad (SC 33).
La Majestad divina se manifiesta por medio de acontecimientos absolutamente singulares, poderosos y tremendos en las teofanías bíblicas del Antiguo Testamento, y viene celebrada en las visiones del Apocalipsis donde ya se contempla en el misterio aquel culto del todo maravilloso, solemne y majestuoso que el Kyrios, inmolado y glorioso, recibe de las huestes angélicas y del número inmenso de los elegidos que se postran ante Él y por Él adoran al Padre Eterno y a la Trinidad Santa. El Apocalipsis describe entonces la liturgia vigente en la eternidad bienaventurada y nos comunica aquí en la tierra los acontecimientos del culto celestial hacia los que estamos orientados y que son objeto de nuestro vivo deseo. En este sentido, la liturgia realizada en el altar del cielo por los ángeles y los santos en el lumen gloriae (luz e la gloria) es para la Iglesia peregrinante modelo e inspiración sublime para el culto que celebra aquí en la tierra en el lumen fidei (luz de la fe).
Este es el motivo por el que la Iglesia católica, a lo largo de toda su historia, ha comprendido la naturaleza de la divina liturgia y la ha celebrado siempre bajo una modalidad de alto perfil espiritual, de indiscutible calidad artística, de generosa profusión de materiales preciosos, de grandiosas galas rituales, de solemnes himnos místicos y de excelentes sustancias perfumadas. Se trata de elevar con incansable ardor nuestro débil patrimonio espiritual y nuestra opaca visión sobrenatural para recibir de ese culto perfecto y eterno la irradiación mística que nos habilita, con tanta paciencia y misericordia, para la liturgia celestial que nos aguarda allá arriba ante el esplendor de la Majestad divina.
La Iglesia, instruida interiormente por la moción del Espíritu Santo, ha percibido que a la Majestad se accede con solemnidad; a la Belleza se accede mediante lo bello; al Orden se accede con protocolo; a lo Sobrenatural se accede con asombro místico; al Misterio se accede con gravedad.
De aquí procede el carácter breve, noble y solemne del Rito romano clásico y el carácter complejo, hierático y místico de los ritos orientales. Se trata de dos modalidades distintas, iguales en su origen y complementarias en su principio inspirador: acceder dignamente ante la divina Majestad y adorar con fe y amor a la Trinidad Santísima.
En realidad, todos los pueblos están de
acuerdo en que Dios es Majestad infinita. Forma parte de la ley natural, esa
ley inscrita en la naturaleza del hombre, percibir inmediatamente el carácter
apofático y trascendente que envuelve a la divinidad. A pesar del profundo daño
infligido por el pecado original a la dimensión religiosa intrínseca del ser
humano, todas las religiones manifiestan de algún modo el sentido de la
majestad en su relación con la divinidad, y emplean sus mejores energías en
elevar un culto lo más espléndido posible para obtener la complacencia del Todopoderoso.
El culto del Antiguo Testamento y luego el culto definitivo del Nuevo
Testamento no hacen sino purificar los cultos humanos y darles aquella plena
realización que es ese único culto grato a Dios que el Hijo Unigénito
ofrece eternamente a la Majestad divina sobre el altar de oro del cielo.
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