En los escritos autobiográficos de
Teresa de Lisieux abundan los pequeños combates que la santa libraba periódicamente
y que la condujeron en poco tiempo a la cima de una santidad sublime. A base de
hacerse pequeña Dios la engrandeció de tal manera que su vida, en extremo
sencilla, conmovió al mundo y consolidó en la Iglesia un camino luminoso de perfección,
el camino de la infancia espiritual. «Yo no he dado a Dios más que amor»
escribió Teresita, consciente de que es el amor lo que vuelve grande y trascendente
lo más pequeño y corriente.
«En otra ocasión, estaba en el lavadero
enfrente de una hermana que me salpicaba de agua sucia la cara cada vez que
golpeaba los pañuelos contra su banca.
Mi primer impulso fue echarme para atrás
y enjugarme el rostro, a fin de hacer ver a la hermana que me asperjaba que me
haría un gran favor obrando con más suavidad. Pero en seguida pensé que era
bien tonta rehusar unos tesoros que tan generosamente se me daban, y me guardé
de manifestar mi lucha interior.
Me esforcé por sentir el deseo de
recibir en la cara mucha agua sucia, de suerte que acabó por gustarme aquel
nuevo género de aspersión, y me prometí a mí misma volver otra vez a aquel
sitio afortunado en el que tantos tesoros se recibían.
Ya veis, Madre amadísima, que soy un
alma muy pequeña que solo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas. Y aún me
sucede muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrificios, que
tanta paz llevan al alma. Pero no me desanimo por eso: me resigno a tener un
poco menos de paz y procuro estar más alerta en otra ocasión». (Orar con Teresa
de Lisieux, Desclée De Brouwer 1997, p. 58. Selección de J. P. Manglano).
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