San Bernardo
de Claraval (1090-1153) es conocido como el Doctor melifluo porque sus sermones suelen destilar con frecuencia la dulzura de la miel. Esta
dulzura, fruto de su inmenso amor a Cristo y María, se hace muy patente cuando
canta las excelencias de la Virgen Madre. A continuación dejo un texto bien
conocido en el que, con audacia y amor filial, Bernardo se encara con nuestra Señora para que no tarde en dar su consentimiento al arcángel Gabriel: nunca antes tantas cosas importantes han estado supeditadas a la humilde respuesta de la esclava
del Señor (Lc 1, 37).
* * *
«Oísteis, oh
Virgen, el hecho, oísteis el modo también: lo uno y lo otro es cosa
maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gozaos, hija de Sión, alegraos,
hija de Jerusalén (Zach 9, 9). Y pues a vuestros oídos ha dado el Señor
gozo y alegría, oigamos nosotros de vuestra boca la respuesta de alegría que
deseamos, para que con ella entre la alegría y gozo en nuestros huesos
afligidos y humillados. Oísteis, vuelvo a decir, el hecho, y lo creísteis;
creed lo que oísteis también acerca del modo. Oísteis, que concebiréis, y
daréis a luz un hijo; oísteis que no será por obra de varón, sino por obra del
Espíritu Santo. Mirad que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo
que se vuelva al Señor, que le envió. Esperamos también nosotros, Señora, esta
palabra de misericordia: a los cuales tiene condenados a muerte la divina
sentencia, de que seremos librados por vuestras palabras.
Ved que se pone entre vuestras manos el precio de nuestra salvación; al punto seremos librados si consentís. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos; mas por vuestra breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir.
Esto os
suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los otros santos padres
tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto
mismo os pide el mundo todo postrado a vuestros pies.
Y no sin
motivo aguarda con ansia vuestra respuesta, porque de vuestra palabra depende
el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los
condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro
linaje. Dad, oh Virgen, aprisa vuestra respuesta. ¡Ah¡ Señora, responded aquella
palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los
ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó vuestra
hermosura, tanto desea ahora la respuesta de vuestro consentimiento; en la cual
sin duda se ha propuesto salvar el mundo. A quien agradasteis por vuestro
silencio, agradaréis ahora mucho más por vuestras palabras, pues Él os habla desde
el cielo, diciendo: ¡Oh hermosa entre las mujeres, hazme que oiga tu voz! Si
vos le hiciereis oír vuestra voz, Él os hará ver el misterio de nuestra
salvación.
¿Por ventura
no es esto lo que buscabais, por lo que gemíais, por lo que orando días y
noches suspirabais? ¿Qué hacéis, pues? ¿Sois vos aquella, para quien se guardan
estas promesas, o esperamos a otra? No, no, vos misma sois, no es otra. Vos
sois, vuelvo a decir, aquella prometida, aquella esperada, aquella deseada, de
quien vuestro santo padre Jacob, estando para morir esperaba la vida eterna,
diciendo: Vuestra salud esperaré, Señor (Gen 49, 18). Vos, en
fin, sois aquella en quien y por la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes
de los siglos obrar la salvación en medio de la tierra. ¿Por qué esperaréis de
otra, lo que a vos misma os ofrecen? ¿Por qué aguardaréis de otra, lo que al
punto se hará por vos, como deis vuestro consentimiento, y respondáis una
palabra? Responded, pues, presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por
medio del ángel; responded una palabra y recibid otra Palabra; pronunciad la
vuestra, y concebid la divina; articulad la transitoria, y admitid en vos la
eterna.
¿Por qué tardáis?
¿Qué receláis? Creed, decid que sí, y recibid. Cobre ahora aliento vuestra
humildad, y vuestra vergüenza confianza. De ningún modo conviene, que vuestra
sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En solo este negocio no
temáis, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es agradable la vergüenza
en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abrid, Virgen
dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas
al Creador. Mirad, que el deseado de todas las gentes está llamando a vuestra
puerta. ¡Ay! si deteniéndoos en abrirle, pasa adelante, y después volvéis con
dolor a buscar al amado de vuestra alma. Levantaos, corred, abrid, Levantaos
por la fe, corred por la devoción, abrid por el consentimiento». (De las
homilías de San Bernardo sobre las excelencias de la Virgen Madre. Homilía 4,
8).
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