Comparto un
breve texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (en el mundo Edith Stein) extraído
del primer capítulo de su obra La oración de la Iglesia, y que lleva por
título La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía. Teresa
Benedicta destaca aquí la dimensión cósmica e integradora de la liturgia que
Cristo inauguró con su Sacrifico Redentor.
* * *
«En lugar del templo salomónico, Cristo ha construido un templo de piedras vivas, la comunión de los santos. En medio está él como el eterno y sumo sacerdote; sobre el altar es él la víctima perpetua, Y de nuevo toda la creación toma parte en la Liturgia, en el solemne oficio divino: los frutos de la tierra y las ofrendas misteriosas, las flores y los candelabros, las alfombras y el velo, los sacerdotes consagrados y la unción y bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines. Creados por la mano del artista, velan las visibles formas junto al Santísimo. Como imágenes vivientes suyas, los «monjes angélicos» rodean el altar del sacrificio y cuidan de que no se interrumpa la alabanza de Dios, así en la tierra como en el cielo...
Nosotros, es decir, no solo los religiosos cuyo oficio es la solemne alabanza divina, sino todo el pueblo cristiano, cuando en las fiestas solemnes afluye a las catedrales y a las iglesias abaciales, cuando toma con alegría parte activa en el oficio divino y en las formas renovadas de la liturgia, muestra que es consciente de su vocación a la alabanza divina. La unidad litúrgica de la Iglesia del cielo y de la Iglesia de la tierra, que dan gracias a Dios «por Cristo», encuentra la expresión más vigorosa en el prefacio y en el Sanctus de la santa misa. En la liturgia no hay lugar a dudas de que nosotros no somos plenos ciudadanos de la Jerusalén celeste, sino peregrinos en camino hacia nuestra patria. Tenemos siempre necesidad de una preparación, antes que podamos atrevernos a elevar nuestros ojos a las luminosas alturas y unir nuestras voces al «Santo, santo, santo» de los coros celestiales. Todo lo creado que se destina al servicio divino, debe retirarse del uso profano, tiene que ser consagrado y santificado.
El sacerdote, antes de subir las gradas del altar, tiene que purificarse por la confesión de los pecados, y los fieles juntamente con él; antes de cada nuevo paso a lo largo del santo sacrificio, tiene que repetir la petición de perdón para sí mismo, para los circundantes y para todos aquellos a quienes han de alcanzar los frutos del sacrificio. El sacrifico mismo es sacrificio de expiación, que, juntamente con las ofrendas, transforma también a los fieles, les abre el cielo y los hace dignos de una acción de gracias agradable a Dios» (Edith Stein, Escritos espirituales, Madrid 2001, p. 10-11).
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