Traduzco al español una interesante reflexión sobre la belleza de la Misa como el ámbito más apropiado para experimentar la belleza de Dios.
Fuente: itresentieri.it
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La santa Misa es el sacrificio de Jesús, el mismo sacrificio de la cruz que se perpetúa en nuestros altares de modo incruento.
La belleza y el cuidado de la liturgia se dirigen del todo a Dios, al que nunca podremos honrar plenamente a causa de nuestra miseria, pero al que debemos dar siempre todo lo que esté de nuestra parte.
La pobreza se detiene a los pies del altar decía san Francisco de Asís; para Dios nada es demasiado.
Pero para penetrar más hondamente en el grandioso misterio del sacrificio de Jesús por nuestra salvación, acontecimiento humanamente tan grande y difícil de comprender si no es con los ojos de la fe, –también ella don de Dios–, la celebración de la santa Misa debe ser cuidada y debe invitar a los fieles a la adoración y al respeto.
En la Misa el centro de gravedad debe estar en Dios, no en el hombre.
Y esto es lo que lamentablemente no sucede en muchas celebraciones, hoy convertidas en un espectáculo, donde lo profano le roba espacio a lo sagrado.
Para acercarnos más a Dios, que es Bondad, Verdad y Belleza, debemos atesorar estas mismas perfecciones.
La celebración eucarística debe exaltar la belleza y majestad de Dios, debe invitar al corazón a participar plenamente en el sacrificio de Jesús, a inmolarse con Él, porque la Misa, además de prefigurar la alegría futura, es sacrificio y sufrimiento, y participar en ella significa revivir lo que Jesús vivió durante su pasión y muerte.
Concentración, adoración, silencio y respeto. Estos comportamientos deben caracterizar la celebración eucarística.
Precisamente por ello, la Misa en el antiguo rito romano es hoy más popular, ya que incluso los jóvenes y las nuevas generaciones han comprendido la necesidad y la importancia de estos aspectos que unen más íntimamente a Jesús y, por medio de un lenguaje universal propio de la universitas christianorum, unen también a todos los hermanos en Cristo del mundo.
El amor que Dios enciende en los corazones que se acercan a la santa Misa con devoción, adoración y respeto es tal, que ya no se apaga más y seguirá ardiendo por Él durante la eternidad.
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