martes, 21 de junio de 2022

SAN LUIS GONZAGA, SERAFÍN DE LA EUCARISTÍA

No son pocos los santos que han vivido verdaderamente heridos por el amor de la Eucaristía hasta el punto de desfallecer ante un Sagrario.

Se cuenta del joven Luis Gonzaga que era inútil alejarlo del Tabernáculo; era inútil pedirle que se distrajera y no pensase tanto en su Amado. Cuanto más se aleja, más cerca está de Él; quiere pensar menos en Él, y lo recuerda más; quiere huir de Él y se lo topa en todas partes, lo abraza y se une con Él.

¡Pobre Luis!... Un día debe cumplir cierto encargo que le han hecho; debe realizarlo con urgencia y para ello debe pasar por la iglesia. Mas ¿qué hará para pasar con presteza y sin dilación? ¿qué hará para no detenerse un momento, al menos un momento solo, delante del Santísimo Sacramento? Y ¿si pasando, quedase allí? ¿si no pudiese ya levantarse? ¡Pobre Luis! pasar delante del Amado esta vez no le resulta delicioso, sino más bien penoso. Preocupado con estos pensamientos, confuso y temblando, entra en la iglesia y apresura el paso... ¡He ahí el Tabernáculo!... ¡Oh Dios!... cae de rodillas delante de su Amado; y diciéndole luego que ahora no puede detenerse, que debe marcharse, se despide: ¡adiós!, le dice, ¡adiós!... e intenta levantarse. Pero no puede: una mano invisible lo detiene; una fuerza oculta lo sujeta. Su corazón late fuertemente, sus sentidos se desvanecen y su espíritu entra en dulce éxtasis... No es ya él que no quiera marchar; es Jesús quien entonces lo encadena amorosamente. En aquel instante feliz, el hijo de Ignacio desaparece, y queda el hijo de Dios; queda el enamorado de Jesús, el ángel, el serafín de la Eucaristía. (Cf. A. De Castellammare, El alma eucarística, Barcelona, p. 98 y 99)


 

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