lunes, 28 de febrero de 2022

NEWMAN Y EL PELIGRO DE LOS CAMBIOS LITÚRGICOS


En un sermón titulado Las ceremonias de la Iglesia* pronunciado el 1º de enero de 1831, fiesta de la Circuncisión del Señor, el cardenal Newman nos ha dejado una valiosa argumentación sobre el sentido y la importancia que tienen los ritos y demás formas externas de lo sagrado en la liturgia de la Iglesia. Como pastor anglicano, Newman experimentó con mucha más antelación los vientos reformistas que luego soplarían con fuerza en la Iglesia Católica, y fue enérgico en la defensa de las tradiciones litúrgicas. De aquí el valor que tienen sus avisos acerca de los peligros que conlleva para el alma religiosa el afán precipitado por cambiar los ritos y usos sagrados que durante siglos han acompañado la piedad y el culto cristiano. Dice Newman al respecto: «Los ritos que la Iglesia ha señalado y que se han venido usando durante siglos con toda razón, porque la autoridad de la Iglesia procede de Cristo, no pueden caer en desuso sin daño para las almas».

Ahora bien, ¿no fue algo por el estilo lo que ocurrió después del Concilio Vaticano II? ¿No fue una avalancha impetuosa de cambios repentinos, en la casi totalidad de los ritos y ceremonias de la Iglesia, la que sumergió a muchos en una profunda confusión disciplinar y doctrinal? Y las mutaciones al rito de la misa, implementadas en medio de un caos disciplinar sin precedentes, ¿acaso no llegaron a poner a prueba hasta la identidad misma del sacerdocio católico? Ahora que asistimos a una nueva embestida contra la liturgia tradicional por parte de quienes cabría esperar una actitud más reverente y favorable, la lectura de éste y otros sermones litúrgicos de Newman, a la vez que reconfortan el espíritu, ofrecen luces nuevas para comprender el alcance de lo que formuló con fuerza el Papa Benedicto: «Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande, y no puede ser repentinamente prohibido del todo, o incluso juzgado como perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y darles el justo puesto».

La cita que encabeza e inspira este sermón son las palabras que Jesús dirige al Bautista para convencerlo de que acceda a bautizarlo: «Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia» (Mt 3, 15). El hecho de que Cristo y sus discípulos –incluido san Pablo– no cortaran de manera drástica con las prescripciones religiosas de Israel forma parte de una sabia y exquisita prudencia. Nuestro Salvador, observa Newman, fue muy reverente y sumiso con el sistema religioso en que nació. Y lo fue «cuando no solo los preceptos eran de origen directamente divino sino también cuando se trataba de decretos de hombres no inspirados, aunque piadosos, o cuando procedían de una autoridad eclesiástica. Los apóstoles siguieron este modelo, lo cual es aún más notable porque, tras la venida del Espíritu Santo, se diría que, en principio, todos los preceptos judíos cesaban inmediatamente. Pero la doctrina de los apóstoles no fue ésa en absoluto. Enseñaron, sí, que los rituales judíos ya no servían para obtener el favor de Dios, que la muerte de Cristo se había constituido como la expiación plena y suficiente del pecado mediante esa Misericordia infinita que hasta entonces había señalado la sangre de los sacrificios como el medio de propiciación, y además que todo converso que abandonara a Cristo para volver a Moisés o que impusiera los rituales judíos como necesarios para la salvación, erraba gravemente contra la Verdad. Pero ni ellos mismos abandonaron los ritos judíos ni obligaron a hacerlo a quienes estaban acostumbrados a ellos. La costumbre fue una razón más que suficiente para conservarlos».

Como consecuencia de este proceder de Jesús y de los suyos, Newman extrae una interesante lección: «De esta obediencia a la ley judía, urgida y ejemplificada tanto por nuestro Señor como por sus apóstoles, aprendemos la importancia grande de conservar las formas externas de lo religioso a que estamos acostumbrados, aunque en sí mismas sean indiferentes o no tengan origen divino». Estas formas externas de lo religioso juegan un papel fundamental en la concepción litúrgica de Newman; según él, «se puede decir que la Biblia nos proporciona el espíritu de la religión, pero la Iglesia tiene que proporcionar el cuerpo en el que ese espíritu se ha de alojar... La religión abstracta no existe. Cuando la gente pretende dar culto de esa manera que ellos llaman “más espiritual”, terminan no dando ningún culto en absoluto». Por lo mismo, defenderá con decisión la necesidad de conservar los ritos y formas con que la Iglesia nos ha transmitido su culto, su piedad y sus ceremonias. Las siguientes palabras del santo cardenal inglés cobran una sorprendente actualidad:


«Nadie puede tener verdadero respeto por la religión e insultar sus prácticas externas. Las formas externas no proceden de Dios directamente, pero la costumbre las ha vuelto divinas para nosotros porque el espíritu de la religión las ha penetrado y animado de tal manera que destruirlas supone, para la mayoría de la gente, dislocar y desmantelar el mismo principio religioso. En el alma de la mayoría de las personas el uso las ha identificado hasta tal extremo con la noción de religión que no se puede extirpar lo uno sin lo otro. Su fe no sobrevivirá a un trasplante».

Newman también parece alertar a sus fieles de una posible ingenuidad en materia tan delicada. La sospecha o el desprecio hacia los viejos ritos o formas del culto puede encerrar en el fondo un ataque a los cimientos mismos de lo religioso: «Por eso se ataca a la Iglesia –dirá convencido–, porque es la forma visible, el cuerpo visible de la religión; y la gente astuta sabe que cuando ella desaparezca la religión desaparecerá también. Por eso despotrican contra tantas costumbres llamándolas superstición, o proponen alteraciones y cambios, una medida especialmente calculada para turbar la fe del pueblo. Recordad entonces que cosas indiferentes en sí mismas se vuelven importantes cuando estamos acostumbrados a ellas. Las ceremonias y los rituales de la Iglesia son la forma exterior con que durante siglos se ha presentado la religión al mundo y nos ha sido conocida».

En última instancia, para John Henry Newman la naturaleza misma de nuestro ser exige una cuidadosa y rica ritualidad si queremos cumplir cabalmente nuestros deberes de religión. Y si esos signos rituales, por nimios que sean, tienen además la garantía de los siglos, sustituirlos arbitrariamente acaba por perjudicar a las almas fervorosas; «una y otra vez se comprueba que una mejora teórica es una locura práctica. Los sabios quedan atrapados en su misma sabiduría» señala Newman, evocando en nosotros un hecho del que con demasiada frecuencia hemos sido testigos: no siempre la reingeniería de expertos liturgistas ha resultado ser lo más conveniente para el bien de las almas.

Newman concluye con estas palabras su extraordinario sermón: «Cristo y los apóstoles no dejaron que se les tratara con irreverencia (los ritos del judaísmo), o que se prescindiera de ellos de un día para otro. Mucho menos lo vamos a permitir nosotros con nuestra liturgia, no sea que al despojarnos de los distintivos externos de nuestra fe, olvidemos que tenemos una fe que mantener y un mundo de pecado del que mantenernos alejados».

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*Cf. Sermones Parroquiales/2, Sermón 7 (n. 280), Ed. Encuentro 2007, pp. 81-89.

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