Como consecuencia de este proceder de Jesús y de los suyos, Newman extrae una interesante lección: «De esta obediencia a la ley judía, urgida y ejemplificada tanto por nuestro Señor como por sus apóstoles, aprendemos la importancia grande de conservar las formas externas de lo religioso a que estamos acostumbrados, aunque en sí mismas sean indiferentes o no tengan origen divino». Estas formas externas de lo religioso juegan un papel fundamental en la concepción litúrgica de Newman; según él, «se puede decir que la Biblia nos proporciona el espíritu de la religión, pero la Iglesia tiene que proporcionar el cuerpo en el que ese espíritu se ha de alojar... La religión abstracta no existe. Cuando la gente pretende dar culto de esa manera que ellos llaman “más espiritual”, terminan no dando ningún culto en absoluto». Por lo mismo, defenderá con decisión la necesidad de conservar los ritos y formas con que la Iglesia nos ha transmitido su culto, su piedad y sus ceremonias. Las siguientes palabras del santo cardenal inglés cobran una sorprendente actualidad:
«Nadie puede tener
verdadero respeto por la religión e insultar sus prácticas externas. Las formas
externas no proceden de Dios directamente, pero la costumbre las ha vuelto
divinas para nosotros porque el espíritu de la religión las ha penetrado y
animado de tal manera que destruirlas supone, para la mayoría de la gente,
dislocar y desmantelar el mismo principio religioso. En el alma de la mayoría
de las personas el uso las ha identificado hasta tal extremo con la noción de
religión que no se puede extirpar lo uno sin lo otro. Su fe no sobrevivirá a un
trasplante».
Newman también parece alertar a sus fieles de una posible ingenuidad en materia tan delicada. La sospecha o el desprecio hacia los viejos ritos o formas del culto puede encerrar en el fondo un ataque a los cimientos mismos de lo religioso: «Por eso se ataca a la Iglesia –dirá convencido–, porque es la forma visible, el cuerpo visible de la religión; y la gente astuta sabe que cuando ella desaparezca la religión desaparecerá también. Por eso despotrican contra tantas costumbres llamándolas superstición, o proponen alteraciones y cambios, una medida especialmente calculada para turbar la fe del pueblo. Recordad entonces que cosas indiferentes en sí mismas se vuelven importantes cuando estamos acostumbrados a ellas. Las ceremonias y los rituales de la Iglesia son la forma exterior con que durante siglos se ha presentado la religión al mundo y nos ha sido conocida».
En última instancia, para John Henry Newman la naturaleza misma de nuestro ser exige una cuidadosa y rica ritualidad si queremos cumplir cabalmente nuestros deberes de religión. Y si esos signos rituales, por nimios que sean, tienen además la garantía de los siglos, sustituirlos arbitrariamente acaba por perjudicar a las almas fervorosas; «una y otra vez se comprueba que una mejora teórica es una locura práctica. Los sabios quedan atrapados en su misma sabiduría» señala Newman, evocando en nosotros un hecho del que con demasiada frecuencia hemos sido testigos: no siempre la reingeniería de expertos liturgistas ha resultado ser lo más conveniente para el bien de las almas.
Newman concluye con estas palabras su extraordinario sermón: «Cristo y los apóstoles no dejaron que se les tratara con irreverencia (los ritos del judaísmo), o que se prescindiera de ellos de un día para otro. Mucho menos lo vamos a permitir nosotros con nuestra liturgia, no sea que al despojarnos de los distintivos externos de nuestra fe, olvidemos que tenemos una fe que mantener y un mundo de pecado del que mantenernos alejados».
*Cf. Sermones Parroquiales/2, Sermón 7 (n. 280), Ed. Encuentro 2007, pp. 81-89.
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