miércoles, 14 de abril de 2021

UNA TEMPRANA OPINIÓN SOBRE HANS KÜNG

Hans Küng junto a un busto suyo 
en la ciudad alemana de Tubinga

El pasado martes 6 de abril fallecía a la edad de 93 años en su casa de Tubinga, Alemania, el teólogo suizo Hans Küng. En instancias católicas no han faltado los elogios fúnebres y los panegíricos póstumos para este pensador cuya doctrina la misma Iglesia ya no consideraba católica. ¡Paradojas de nuestro tiempo! Y en medio de esta atmósfera exultante no me parece ocioso recordar aquí la opinión que Henri de Lubac –teólogo de renombre– se había forjado sobre Hans Küng ya a fines de la década de los 50. Se trata de un texto recogido por Peter Seewald en su última y bien documentada biografía sobre Benedicto XVI. 

«En vísperas del Concilio, dice Seewald, Karl Rahner le escribió a Küng, quien iba a acudir a Roma como asesor del obispo de Rotemburgo: «Dado que según parece, Ratzinger y Semmelroth también vendrán, podremos formar una pandilla muy maja con Congar, Schillebeeckx, etc.». 

Y continúa: «Henri de Lubac había aconsejado más bien cautela. Conocía a Küng del tiempo que este había pasado en París estudiando. «Es un gran trabajador de claro intelecto, yo le tengo mucha simpatía», escribió el 31 de marzo de 1959 en una carta dirigida a su hermano de orden Heinrich Bacht. «Pero desde hace algún tiempo manifiesta una ambición, un arrivisme, como decimos en francés, que resulta un poco desagradable [...] Le deseo a Küng que, como había comenzado a hacer en París, trabaje seriamente; que, sin propaganda demasiado estruendosa ni comportamiento demasiado altivo, nos regale trabajos maduros»  (Peter Seewald, Benedicto XVI. Una vida. Ed. Mensajero, 2020, p. 436).

Desgraciadamente la ambición y el arribismo que de Lubac vislumbró en el joven estudioso se fueron agudizando con el paso del tiempo, hasta el punto de llegar a dudar de la infalibilidad papal para autoproclamase el teólogo infalible de los nuevos tiempos. Los «trabajos maduros» que de él se esperaban tampoco llegaron a ver la luz y permanecieron muy distantes de cualquier plenitud. Por otra parte, no sin pena se constata cierta frivolidad en estos jóvenes teólogos que muy pronto se apoderaron de las riendas del Concilio, a expensas de una extraña ingenuidad episcopal, para conducirlo por caminos que quizá Juan XXIII nunca sospechó.

No olvidemos la humilde valoración que hizo Tomás de Aquino de su propia obra, cuando se encontraba próximo a la muerte y herido por una singular gracia mística: «Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora me ha sido revelado». Los escritos de Küng seguirán descansando en estanterías y escaparates; finalmente terminarán, como suele suceder con buena parte de lo que se escribe en este mundo, en el basurero de la historia. Lo que nuestro amigo Hans necesita ahora no es la incensación de su pensamiento, sino la plegaria por su alma.

 

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