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abrás visto en la vera del bosque una planta
herbácea, la espuela de caballero, de hojas verdinegras caprichosamente
redondeadas, tallo erguido, flexible y consistente; flor como recortada en seda
y de un fúlgido azul perlino, que llena el ambiente. Pues si un transeúnte la
cortara y, cansado de ella, la arrojara al fuego..., en un abrir y cerrar de
ojos toda aquella gala refulgente se reduciría a un hilillo de ceniza gris.
Lo que el fuego hace aquí en
breves instantes, lo hace de continuo el tiempo con todos los seres vivientes:
con el gracioso helecho, y el altivo gordolobo, y el pujante y vigoroso roble.
Así con la leve mariposa, como con la rauda golondrina. Con la ágil ardilla y
el lento ganado. Siempre la misma cosa, ya de súbito, ya despacio; por herida,
enfermedad, fuego, hambre o cualquier otro medio, día ha de llegar en que se
vuelva ceniza toda esa vida floreciente.
Del cuerpo arrogante, un
tenue montoncito de ceniza. De los colores brillantes, polvo pardusco. De la
vida rebosante de calor y sensibilidad, tierra mísera e inerte; aun menos que
tierra: ¡ceniza!
Tal será también nuestra
suerte. ¡Cómo se estremece uno al fijar la vista en la fosa abierta y ver junto
a huesos descarnados una poca ceniza grisácea!
«¡Acuérdate, hombre:
Polvo eres,
Y en polvo te has de
convertir!»
Caducidad: eso viene a
significar la ceniza. Nuestra caducidad; no la de los demás. La nuestra; la
mía. Y que he de fenecer, me lo sugiere la ceniza cuando el sacerdote, al
comienzo de la Cuaresma, con la de los ramos un día verdeantes del último
Domingo de Palmas, dibuja en mi frente la señal de la Cruz, diciendo:
«Memento homo
Quia pulvis es
Et in pulverem reverteris»
Todo ha de parar en
ceniza. Mi casa, mis vestidos, mis muebles y mi dinero; campos, prados, bosques.
El perro que me acompaña, y el ganado del establo. La mano con que escribo
estas líneas, y los ojos que las leen, y el cuerpo entero. Las personas que
amé, y las que odié, y las que temí. Cuanto en la tierra tuve por grande, y por
pequeño, y por despreciable: todo acabará en ceniza, ¡todo!... (Romano
Guardini, Los signos sagrados, Barcelona
1965, P. 71-72).
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