En
la primera lectura de la misa de ayer la liturgia nos presentaba el aleccionador pasaje del combate entre David y Goliat. Entre tantos detalles
con que el autor sagrado ha recreado este famoso episodio, sobresalen como dignas
de meditación las palabras que el joven David dirige al gigante Goliat antes de
entrar en batalla. Dice la Escritura:
“David replicó al
filisteo: Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina. Yo, en cambio, voy a ti
en el nombre del Señor de los ejércitos, del Dios de las huestes de Israel, a las
que has escarnecido. Hoy el Señor te va a entregar en mis manos, te venceré y
te arrancaré la cabeza; hoy mismo les daré tu cadáver y los cadáveres de los campamentos
filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra para que todo el mundo
sepa que hay un Dios en Israel. Y toda esta asamblea conocerá que el Señor obtiene
la salvación no con espada y lanza: que del Señor es esta guerra y Él os
entregará en nuestras manos”. (1 Samuel
17, 45-47)
No
obstante su condición de adolescente desconocido y de su impericia en la guerra,
David no duda en hacer frente al enemigo de Israel, depositando toda su confianza
en Dios. La fuerza de su fe -voy a ti en
el nombre del Señor de los ejércitos, porque del Señor es esta guerra- le da la certeza de la victoria. Como
dice San Agustín: “En el nombre del Señor omnipotente, así, y no de otra manera;
solo así se vence al enemigo del alma. Quien lucha con sus propias fuerzas,
antes de comenzar la batalla, ya está derrotado” (sermón 153, 9).
La
arrogancia y altanería de los enemigos del alma y de la Iglesia, tan bien
representada en la figura de Goliat, nunca nos debe hacer retroceder, sino como
dice el Apóstol, vestirnos de toda la
armadura de Dios (Efesios 6, 11),
conscientes de que nuestra fe es la
victoria que ha vencido al mundo (1 Juan
5, 4).
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