Ofrecemos
esta traducción al español de un interesante artículo de Peter Kwasniewsky sobre
el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional. Apareció
el 5 de enero de 2015 en la conocida página New
Liturgical Movement.
EL
SILENCIO DEL CANON HABLA MÁS FUERTE QUE LAS PALABRAS
PETER
KWASNIEWSKI
Dum medium silentium
tenerent omnia, et nox in suo cursu medium iter haberet, omnipotens Sermo tuus,
Domine, de caelis a regalibus sedibus venit. “Cuando un profundo silencio reinaba en
todo y la noche siguiendo su curso, se hallaba en la mitad de su camino, tu
omnipotente Palabra, Señor, vino del cielo desde el real trono” (Introito, Domingo
en la Infraoctava de Navidad, MR 1962)
En el artículo de la semana pasada hablé de por qué tiene
más sentido seguir la antigua costumbre de dividir la Misa en "Misa de los
Catecúmenos" y "Misa de los Fieles", en lugar de la nomenclatura
moderna "Liturgia de la Palabra" y "Liturgia de la
Eucaristía". Esta semana me gustaría reflexionar sobre la belleza peculiar
de la antiquísima costumbre del canon en silencio (1) y sobre cómo ella
confirma la intuición de que la Palabra viene a nosotros en la liturgia de un
modo personal, el cual trasciende la presencia nocional de la Palabra obtenida
mediante la lectura de palabras individuales de un libro. El Introito citado más arriba combina
notablemente estos dos puntos: la venida del Verbo mismo en medio de un
silencio total.
Como
firmemente mantuve en mi serie lectio
divina durante la cuaresma pasada(2), el Señor nos habla, sin duda, en y a través de
la Escritura Sagrada, y debemos acudir constantemente a esta fuente para oírlo;
pero Él viene a nosotros más íntimamente todavía en la Sagrada Comunión. La
práctica tradicional de que el sacerdote rece el Canon en silencio enfatiza que
Cristo no viene a nosotros en palabras, sino en la una y única Palabra
que ÉL ES, y que siendo inmanente, transcendente, e infinita, ninguna lengua
humana podrá jamás expresar. Una vez que hemos asimilado este hecho en nuestra
vida de oración, las palabras de la Sagrada Escritura pueden, paradójicamente, penetrar
nuestros corazones con más eficacia y tener un efecto más-que-protestante sobre nuestras mentes.
Lo
que quiero decir cuando hablo de un "efecto protestante" es la forma
en que los protestantes pueden escuchar o mirar las Escrituras una y otra vez –por
ejemplo, Juan 6 o Mateo 16 o 1 Corintios sobre la Eucaristía—y sin embargo sus
mentes permanecen cerradas a su significación católica evidente. Son como los
discípulos en el camino de Emaús, que están inmersos completamente en las Escrituras,
pero no han logrado captar el punto central, a saber, la victoria del Mesías
sobre el pecado y la muerte. Jesús en persona tiene que explicarles lo que ya
"saben", pero que nunca han interiorizad—y Jesús viene a nosotros en
persona en la Presencia Real y es interiorizado de la manera más radical cuando
se nos permite participar de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cuando
a la "Liturgia de la Palabra" se le otorga una existencia propia,
como una de las dos partes de la Misa, y en particular cuando este carácter propio
viene reforzado por un leccionario gigantesco con frecuentes largas lecturas que
habitualmente están desconectadas de las otras oraciones y antífonas de la
Misa, surge la impresión de un texto que está en el aire y que se autojustifica,
y cuya lectura y predicación pueden convertirse en el ámbito pastoralmente
central, dejando la esencia sacramental de la Misa en la sombra. ¿Cuántas veces
hemos experimentado que la Liturgia de la Palabra se hincha como un enorme globo,
perdiendo toda proporción con respecto al corazón palpitante de la liturgia, que
es la ofrenda del sacrificio y la comunión que le sigue? En muchas Misas a las que
he asistido a lo largo de los años, el tiempo que toman el saludo de entrada,
las lecturas y la homilía es de unos 45 minutos, mientras que todo lo demás, desde
la presentación de las ofrendas en adelante se comprimía en 15. En la prisa por
acabar (ahora que la actividad comunitaria e intelectualmente estimulante de
las lecturas y la prédica ha terminado), se escoge la Plegaria Eucarística II o
III, plegarias que quedan completamente eclipsadas por la cornucopia textual
anterior, asemejándose a una ocurrencia piadosa de último minuto. La anáfora
con su punto fijo, la consagración, se encogen y pierden su centralidad.
¡Qué
diferente es el movimiento de la liturgia tradicional! Se trata de una escalada
gradual que conduce lógicamente, incluso se podría decir en éxtasis, al Ofertorio,
al Prefacio, al Sanctus, al Canon, a las oraciones después del Canon, y a la
Comunión. Todo lo anterior—las oraciones al pie del altar, la confesión de los
pecados, el "Aufer a nobis", las colectas, la epístola y el
Evangelio, el Credo—es y se experimenta como preparación para algo mucho más
grande, que avanza hacia adelante con un deseo ardiente de alcanzar el
cumplimiento, la realización, de la palabra de Dios en la sola Palabra que es
Dios. El Credo sirve como un punto textual central, que es lo que debe ser, ya
que se trata de un resumen divinamente autorizado de toda la revelación.
Por
consiguiente, tiene sentido que todo lo que antecede al Credo, y especialmente
él, deba ser cantado o dicho en voz alta, mientras que una vez que llegamos al
Ofertorio y al Canon, se haga un cambio decisivo al silencio, a la contemplación
amorosa de la silente y eterna fuente de significado que está detrás de las
palabras de la Escritura y el Credo. Aún así con maravillosa claridad, el
Espíritu Santo llevó a la Iglesia a introducir la elevación de la hostia y del
cáliz, que capta sin decir palabra alguna todo lo que las palabras jamás
podrían decir acerca de la ofrenda de Cristo en la cruz por amor a los pecadores.
Esta hostia es elevada por nosotros, por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, para que la veamos y adoremos: "Cuando el Hijo del Hombre sea
elevado, atraerá todas las cosas hacia sí..." En medio del silencio del
Canon, de pronto suenan las campanas y el sacerdote eleva al Sumo Sacerdote a
la vista de todos, al Dios-Hombre Eucaristía suspendido entre el hombre y Dios,
a la víctima cuya muerte reconcilia al hombre con Dios (el significado de un
crucifijo sobre el centro del altar adquiere aquí su significado: el símbolo de
la muerte de Cristo se "confronta" con su Realidad viva, la imagen
visible es místicamente confrontada con su Ejemplar oculto). Esta elevación
habla con una plenitud que el silencio del Canon acentúa del modo más dramático
posible.
Este
profundo silencio en el centro mismo de la Misa es solo un motivo más entre mil
por el que los cristianos hambrientos de la comida y la bebida de Dios
encuentran el apetito de sus almas a la vez satisfecho y despertado por la Misa
latina tradicional. Tiene una palabra que decir a cada uno de nosotros en sus
magníficamente dispuestas antífonas, lecciones, y oraciones, evocadoras del
peso de los años, pero frescas por el vigor de su realismo humano y su sabor
sobrenatural; y más que esto, ella tiene la Palabra sin palabras que nos supera
y nos consuela. Toca y remueve profundidades ocultas en nosotros donde el
Evangelio aún ha de ser predicado, transformándonos con una seriedad dulce y
terrible. Gracias a Dios que este silencio está hablando cada vez a más y más
almas, hartas del flujo de verborrea y del ruido que son tan característicos de
la modernidad y, por desgracia, de muchas liturgias que le hacen eco.
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NOTAS
[1]
Véase mi artículo anterior "El silencio del Canon: ¿Debiese el culto ser tremendo?"
para una discusión de cuán antigua es realmente esta práctica—una señal más de
que los reformadores litúrgicos de los años 60 no estaban realmente empeñados
en la restauración de la práctica antigua, sino más bien en el deseo de introducir
la novedad.
[2]
Véase mi artículo "Lectio Divina: proclamación litúrgica y lectura personal",
así como las referencias a otras partes de la serie que allí se enumeran.
Fuente:
Traducción por un colaborador del blog.
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