viernes, 12 de febrero de 2016

UN SILENCIO ELOCUENTE

Ofrecemos esta traducción al español de un interesante artículo de Peter Kwasniewsky sobre el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional. Apareció el 5 de enero de 2015 en la conocida página New Liturgical Movement.
EL SILENCIO DEL CANON HABLA MÁS FUERTE QUE LAS PALABRAS

PETER KWASNIEWSKI

Dum medium silentium tenerent omnia, et nox in suo cursu medium iter haberet, omnipotens Sermo tuus, Domine, de caelis a regalibus sedibus venit. “Cuando un profundo silencio reinaba en todo y la noche siguiendo su curso, se hallaba en la mitad de su camino, tu omnipotente Palabra, Señor, vino del cielo desde el real trono” (Introito, Domingo en la Infraoctava de Navidad, MR 1962)

En el artículo de la semana pasada hablé de por qué tiene más sentido seguir la antigua costumbre de dividir la Misa en "Misa de los Catecúmenos" y "Misa de los Fieles", en lugar de la nomenclatura moderna "Liturgia de la Palabra" y "Liturgia de la Eucaristía". Esta semana me gustaría reflexionar sobre la belleza peculiar de la antiquísima costumbre del canon en silencio (1) y sobre cómo ella confirma la intuición de que la Palabra viene a nosotros en la liturgia de un modo personal, el cual trasciende la presencia nocional de la Palabra obtenida mediante la lectura de palabras individuales de un libro. El Introito citado más arriba combina notablemente estos dos puntos: la venida del Verbo mismo en medio de un silencio total.  
Como firmemente mantuve en mi serie lectio divina durante la cuaresma pasada(2),  el Señor nos habla, sin duda, en y a través de la Escritura Sagrada, y debemos acudir constantemente a esta fuente para oírlo; pero Él viene a nosotros más íntimamente todavía en la Sagrada Comunión. La práctica tradicional de que el sacerdote rece el Canon en silencio enfatiza que Cristo no viene a nosotros en  palabras, sino en la una y única Palabra que ÉL ES, y que siendo inmanente, transcendente, e infinita, ninguna lengua humana podrá jamás expresar. Una vez que hemos asimilado este hecho en nuestra vida de oración, las palabras de la Sagrada Escritura pueden, paradójicamente, penetrar nuestros corazones con más eficacia y tener un efecto más-que-protestante sobre nuestras mentes.
Lo que quiero decir cuando hablo de un "efecto protestante" es la forma en que los protestantes pueden escuchar o mirar las Escrituras una y otra vez –por ejemplo, Juan 6 o Mateo 16 o 1 Corintios sobre la Eucaristía—y sin embargo sus mentes permanecen cerradas a su significación católica evidente. Son como los discípulos en el camino de Emaús, que están inmersos completamente en las Escrituras, pero no han logrado captar el punto central, a saber, la victoria del Mesías sobre el pecado y la muerte. Jesús en persona tiene que explicarles lo que ya "saben", pero que nunca han interiorizad—y Jesús viene a nosotros en persona en la Presencia Real y es interiorizado de la manera más radical cuando se nos permite participar de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cuando a la "Liturgia de la Palabra" se le otorga una existencia propia, como una de las dos partes de la Misa, y en particular cuando este carácter propio viene reforzado por un leccionario gigantesco con frecuentes largas lecturas que habitualmente están desconectadas de las otras oraciones y antífonas de la Misa, surge la impresión de un texto que está en el aire y que se autojustifica, y cuya lectura y predicación pueden convertirse en el ámbito pastoralmente central, dejando la esencia sacramental de la Misa en la sombra. ¿Cuántas veces hemos experimentado que la Liturgia de la Palabra se hincha como un enorme globo, perdiendo toda proporción con respecto al corazón palpitante de la liturgia, que es la ofrenda del sacrificio y la comunión que le sigue? En muchas Misas a las que he asistido a lo largo de los años, el tiempo que toman el saludo de entrada, las lecturas y la homilía es de unos 45 minutos, mientras que todo lo demás, desde la presentación de las ofrendas en adelante se comprimía en 15. En la prisa por acabar (ahora que la actividad comunitaria e intelectualmente estimulante de las lecturas y la prédica ha terminado), se escoge la Plegaria Eucarística II o III, plegarias que quedan completamente eclipsadas por la cornucopia textual anterior, asemejándose a una ocurrencia piadosa de último minuto. La anáfora con su punto fijo, la consagración, se encogen y pierden su centralidad.
¡Qué diferente es el movimiento de la liturgia tradicional! Se trata de una escalada gradual que conduce lógicamente, incluso se podría decir en éxtasis, al Ofertorio, al Prefacio, al Sanctus, al Canon, a las oraciones después del Canon, y a la Comunión. Todo lo anterior—las oraciones al pie del altar, la confesión de los pecados, el "Aufer a nobis", las colectas, la epístola y el Evangelio, el Credo—es y se experimenta como preparación para algo mucho más grande, que avanza hacia adelante con un deseo ardiente de alcanzar el cumplimiento, la realización, de la palabra de Dios en la sola Palabra que es Dios. El Credo sirve como un punto textual central, que es lo que debe ser, ya que se trata de un resumen divinamente autorizado de toda la revelación.
Por consiguiente, tiene sentido que todo lo que antecede al Credo, y especialmente él, deba ser cantado o dicho en voz alta, mientras que una vez que llegamos al Ofertorio y al Canon, se haga un cambio decisivo al silencio, a la contemplación amorosa de la silente y eterna fuente de significado que está detrás de las palabras de la Escritura y el Credo. Aún así con maravillosa claridad, el Espíritu Santo llevó a la Iglesia a introducir la elevación de la hostia y del cáliz, que capta sin decir palabra alguna todo lo que las palabras jamás podrían decir acerca de la ofrenda de Cristo en la cruz por amor a los pecadores. Esta hostia es elevada por nosotros, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, para que la veamos y adoremos: "Cuando el Hijo del Hombre sea elevado, atraerá todas las cosas hacia sí..." En medio del silencio del Canon, de pronto suenan las campanas y el sacerdote eleva al Sumo Sacerdote a la vista de todos, al Dios-Hombre Eucaristía suspendido entre el hombre y Dios, a la víctima cuya muerte reconcilia al hombre con Dios (el significado de un crucifijo sobre el centro del altar adquiere aquí su significado: el símbolo de la muerte de Cristo se "confronta" con su Realidad viva, la imagen visible es místicamente confrontada con su Ejemplar oculto). Esta elevación habla con una plenitud que el silencio del Canon acentúa del modo más dramático posible.
Este profundo silencio en el centro mismo de la Misa es solo un motivo más entre mil por el que los cristianos hambrientos de la comida y la bebida de Dios encuentran el apetito de sus almas a la vez satisfecho y despertado por la Misa latina tradicional. Tiene una palabra que decir a cada uno de nosotros en sus magníficamente dispuestas antífonas, lecciones, y oraciones, evocadoras del peso de los años, pero frescas por el vigor de su realismo humano y su sabor sobrenatural; y más que esto, ella tiene la Palabra sin palabras que nos supera y nos consuela. Toca y remueve profundidades ocultas en nosotros donde el Evangelio aún ha de ser predicado, transformándonos con una seriedad dulce y terrible. Gracias a Dios que este silencio está hablando cada vez a más y más almas, hartas del flujo de verborrea y del ruido que son tan característicos de la modernidad y, por desgracia, de muchas liturgias que le hacen eco.
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NOTAS
[1] Véase mi artículo anterior "El silencio del Canon: ¿Debiese el culto ser tremendo?" para una discusión de cuán antigua es realmente esta práctica—una señal más de que los reformadores litúrgicos de los años 60 no estaban realmente empeñados en la restauración de la práctica antigua, sino más bien en el deseo de introducir la novedad.
[2] Véase mi artículo "Lectio Divina: proclamación litúrgica y lectura personal", así como las referencias a otras partes de la serie que allí se enumeran.
Fuente: 
Traducción por un colaborador del blog.

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