Copio a continuación el
número 84 de la Exhortación Apostólica Familiaris
Consortio, donde se contiene la doctrina y praxis secular de la Iglesia
sobre las condiciones para admitir a los sacramentos a los divorciados casados
de nuevo. Si solo 33 años después esta doctrina llegara a sufrir modificaciones,
me parece vislumbrar un único fruto a cosechar: el total descrédito de las asambleas
sinodales.
“La experiencia diaria
enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio tiene normalmente la
intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito religioso
católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez más
ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse con
atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La
Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los
hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes
—unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas
nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los
medios de salvación.
Los pastores, por amor a
la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay
diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer
matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa
grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los
que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a
veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente
matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo
exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que
ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren
separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados,
participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a
frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar
las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia,
a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de
penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia
rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los
sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante,
fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la
comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que
no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen
objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y
actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran
estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión
acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el
sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento
eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el
signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a
una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto
lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos
serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena
continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos» [Juan
Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, (25 de octubre
de 1980): AAS 72 (1980), 1082].
Del mismo modo el
respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus
familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor
—por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de
cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales
ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias
sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la
indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este modo,
la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo
se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia
aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está
firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del
Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la
conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en
la caridad.
(Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Familiaris
Consortio, n° 84. 22 de noviembre de 1981, Solemnidad de Jesucristo, Rey
del Universo).
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