“Entre
los cuatro evangelios, o mejor, entre los cuatro libros del único Evangelio, el
apóstol san Juan, no inmerecidamente comparado con el águila en atención a la
comprensión espiritual, ha erguido su predicación más altamente y de modo mucho
más sublime que los otros tres, y con su erguimiento ha querido también erguir
nuestros corazones. De hecho, los otros tres evangelistas caminaban en la
tierra, digamos, con el Señor en cuanto hombre, de su divinidad hablaron poco;
en cambio, cual si a éste le diera pereza caminar en la tierra, se ha erguido
no sólo sobre la tierra, y sobre todo el ámbito del aire y del cielo, sino
también sobre todo el ejército de los ángeles y sobre todo el mundo de las
potestades invisibles y ha llegado hasta Aquel mediante quien todo se hizo,
diciendo, como en el exordio mismo de su escrito ha dejado oír: En el principio existía el Verbo, y el Verbo
estaba en Dios, y el Verbo era Dios; Él estaba al principio en Dios. Todas las
cosas fueron hechas por El… En efecto, no sin causa se narra de él en este mismo
evangelio que durante la cena se recostaba sobre el pecho del Señor. De ese
pecho, pues, bebía en secreto; pero eructaba manifiestamente lo que bebía en
secreto, para que a todas las gentes llegara no sólo la encarnación, pasión y
resurrección del Hijo de Dios, sino también qué era antes de la encarnación el Único del Padre, el Verbo del Padre, coeterno
con el que lo engendra, igual a quien lo ha enviado.” (San Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan,
Trac. XXXVI, 1)
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