En un sermón
titulado Las ceremonias de la Iglesia* pronunciado el 1º de enero de
1831, fiesta de la Circuncisión del Señor, el cardenal Newman nos ha dejado una
valiosa argumentación sobre el sentido y la importancia que tienen los ritos y demás
formas externas de lo sagrado en la liturgia de la Iglesia. Como pastor
anglicano, Newman experimentó con mucha más antelación los vientos reformistas que
luego soplarían con fuerza en la Iglesia Católica, y fue enérgico en la defensa
de las tradiciones litúrgicas. De aquí el valor que tienen sus avisos acerca de los peligros que conlleva para el alma religiosa el afán
precipitado por cambiar los ritos y usos sagrados que durante siglos han
acompañado la piedad y el culto cristiano. Dice Newman al respecto: «Los
ritos que la Iglesia ha señalado y que se han venido usando durante siglos con
toda razón, porque la autoridad de la Iglesia procede de Cristo, no pueden caer
en desuso sin daño para las almas».
Ahora bien,
¿no fue algo por el estilo lo que ocurrió después del Concilio Vaticano II? ¿No
fue una avalancha impetuosa de cambios repentinos, en la casi totalidad de los ritos
y ceremonias de la Iglesia, la que sumergió a muchos en una profunda confusión
disciplinar y doctrinal? Y las mutaciones al rito de la misa, implementadas en
medio de un caos disciplinar sin precedentes, ¿acaso no llegaron a poner a
prueba hasta la identidad misma del sacerdocio católico? Ahora que asistimos a una
nueva embestida contra la liturgia tradicional por parte de quienes cabría
esperar una actitud más reverente y favorable, la lectura de éste y
otros sermones litúrgicos de Newman, a la vez que reconfortan el espíritu, ofrecen
luces nuevas para comprender el alcance de lo que formuló con fuerza el Papa
Benedicto: «Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también
para nosotros permanece sagrado y grande, y no puede ser repentinamente prohibido
del todo, o incluso juzgado como perjudicial. Nos hace bien a todos conservar
las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y darles el
justo puesto».
La cita que
encabeza e inspira este sermón son las palabras que Jesús dirige al Bautista para
convencerlo de que acceda a bautizarlo: «Déjame ahora, así es como debemos
cumplir nosotros toda justicia» (Mt 3, 15). El hecho de que Cristo y
sus discípulos –incluido san Pablo– no cortaran de manera drástica con las
prescripciones religiosas de Israel forma parte de una sabia y exquisita
prudencia. Nuestro Salvador, observa Newman, fue muy reverente y sumiso con el
sistema religioso en que nació. Y lo fue «cuando no solo los preceptos
eran de origen directamente divino sino también cuando se trataba de decretos
de hombres no inspirados, aunque piadosos, o cuando procedían de una autoridad
eclesiástica. Los apóstoles siguieron este modelo, lo cual es aún más notable
porque, tras la venida del Espíritu Santo, se diría que, en principio, todos
los preceptos judíos cesaban inmediatamente. Pero la doctrina de los apóstoles
no fue ésa en absoluto. Enseñaron, sí, que los rituales judíos ya no servían
para obtener el favor de Dios, que la muerte de Cristo se había constituido
como la expiación plena y suficiente del pecado mediante esa Misericordia
infinita que hasta entonces había señalado la sangre de los sacrificios como el
medio de propiciación, y además que todo converso que abandonara a Cristo para
volver a Moisés o que impusiera los rituales judíos como necesarios para la
salvación, erraba gravemente contra la Verdad. Pero ni ellos mismos abandonaron
los ritos judíos ni obligaron a hacerlo a quienes estaban acostumbrados a
ellos. La costumbre fue una razón más que suficiente para conservarlos».
Como
consecuencia de este proceder de Jesús y de los suyos, Newman extrae una
interesante lección: «De esta obediencia a la ley judía, urgida y
ejemplificada tanto por nuestro Señor como por sus apóstoles, aprendemos la
importancia grande de conservar las formas externas de lo religioso a que
estamos acostumbrados, aunque en sí mismas sean indiferentes o no tengan origen
divino». Estas formas externas de lo religioso juegan un papel fundamental
en la concepción litúrgica de Newman; según él, «se puede decir
que la Biblia nos proporciona el espíritu de la religión, pero la Iglesia tiene
que proporcionar el cuerpo en el que ese espíritu se ha de alojar... La
religión abstracta no existe. Cuando la gente pretende dar culto de esa manera
que ellos llaman “más espiritual”, terminan no dando ningún culto en absoluto».
Por lo mismo, defenderá con decisión la necesidad de conservar los
ritos y formas con que la Iglesia nos ha transmitido su culto, su piedad y sus
ceremonias. Las siguientes palabras del santo cardenal inglés cobran una
sorprendente actualidad:
«Nadie puede tener
verdadero respeto por la religión e insultar sus prácticas externas. Las formas
externas no proceden de Dios directamente, pero la costumbre las ha vuelto
divinas para nosotros porque el espíritu de la religión las ha penetrado y
animado de tal manera que destruirlas supone, para la mayoría de la gente,
dislocar y desmantelar el mismo principio religioso. En el alma de la mayoría
de las personas el uso las ha identificado hasta tal extremo con la noción de
religión que no se puede extirpar lo uno sin lo otro. Su fe no sobrevivirá a un
trasplante».
Newman también parece alertar a sus fieles de una posible ingenuidad en materia tan delicada. La
sospecha o el desprecio hacia los viejos ritos o formas del culto puede encerrar en el fondo un ataque a los cimientos mismos de lo religioso: «Por eso
se ataca a la Iglesia –dirá convencido–, porque es la forma visible, el
cuerpo visible de la religión; y la gente astuta sabe que cuando ella
desaparezca la religión desaparecerá también. Por eso despotrican contra tantas
costumbres llamándolas superstición, o proponen alteraciones y cambios, una
medida especialmente calculada para turbar la fe del pueblo. Recordad entonces
que cosas indiferentes en sí mismas se vuelven importantes cuando estamos
acostumbrados a ellas. Las ceremonias y los rituales de la Iglesia son la forma
exterior con que durante siglos se ha presentado la religión al mundo y nos ha
sido conocida».
En última
instancia, para John Henry Newman la naturaleza misma de
nuestro ser exige una cuidadosa y rica ritualidad si
queremos cumplir cabalmente nuestros deberes de religión. Y si esos signos
rituales, por nimios que sean, tienen además la garantía de los siglos,
sustituirlos arbitrariamente acaba por perjudicar a las almas fervorosas; «una
y otra vez se comprueba que una mejora teórica es una locura práctica. Los
sabios quedan atrapados en su misma sabiduría» señala Newman, evocando
en nosotros un hecho del que con demasiada frecuencia hemos sido testigos: no
siempre la reingeniería de expertos liturgistas ha resultado ser lo más
conveniente para el bien de las almas.
Newman concluye
con estas palabras su extraordinario sermón: «Cristo y los apóstoles no
dejaron que se les tratara con irreverencia (los ritos del judaísmo),
o que se prescindiera de ellos de un día para otro. Mucho menos lo vamos a
permitir nosotros con nuestra liturgia, no sea que al despojarnos de los
distintivos externos de nuestra fe, olvidemos que tenemos una fe que mantener y
un mundo de pecado del que mantenernos alejados».
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*Cf. Sermones
Parroquiales/2, Sermón 7 (n. 280), Ed. Encuentro 2007, pp. 81-89.