Responde un santo, un filósofo y un escritor:
«La Sede
Apostólica ha procurado siempre conservar con celo y amor la lengua latina, y
la ha juzgado digna de usarla como espléndido ropaje de la doctrina celestial y
de las leyes Santísimas, en el ejercicio de su sagrado magisterio, y de hacerla
usar a sus ministros... Por tanto, el pleno conocimiento y el conveniente uso
de esta lengua, tan íntimamente unida a la vida de la Iglesia, interesa más a
la religión que a la cultura y a las letras, como dijo nuestro predecesor de
inmortal memoria Pío XI, el cual, estudiando sus fundamentos científicos,
indicó tres dotes de esta lengua admirablemente adaptadas a la naturaleza misma
de la Iglesia: De hecho la Iglesia, al abrazar en su seno a todas las
naciones, y estando destinada a durar hasta el fin de los siglos, exige por su
misma naturaleza una lengua universal, inmutable y no popular” (San
Juan XXIII, CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA VETERUM SAPIENTIA, 22 de febrero de 1962).
* * *
«El latín es
la lengua de la Iglesia; el doloroso envilecimiento de la liturgia cristiana
por obra de traducciones en lengua vulgar que sin cesar se vulgariza más,
permite ver la necesidad de una lengua sagrada cuya misma inmovilidad proteja
contra las depravaciones del gusto» (Étienne Gilson, El filósofo y la
teología, Madrid 1962, p.22).
* * *
«La Iglesia
hizo suyo el latín, lo preservó y defendió, con tanto mayor celo y cuidado,
cuanto más se multiplicaban sus hijos y se extendían por toda la haz de la
tierra; porque al universalizarse ellos, por así decirlo, en el espacio y en el
tiempo, corrían peligro, si no tenían un vínculo externo de unión, de
convertirse en extraños a Ella y entre ellos mismos.
No solo
preservó la Iglesia el latín; lo hizo amar. Ella lo enriqueció con la belleza
incomparable de su altísima poesía e inspiradora música... ; y así la Iglesia,
imagen viva de la corte celestial, ha siempre cantado, con una sola voz, las
eternas alabanzas –“una voce”– “quam laudant Angeli atque
Archangeli, Cherubim quoque ac Seraphim, qui non cessant clamare quotidie, una
voce dicentes”, como nos lo dice el maravilloso Prefacio de la Santísima
Trinidad, propio de los domingos.
La idea de
un lenguaje universal, el latín, para la Iglesia universal, fue también enaltecida
por aquel gran campeón de la unidad de la Iglesia, laico, digno de ser comparado
con Dante en este aspecto, José De Maistre, que en su libro sobre el papa
escribió: “De polo a polo, cualquier católico, que entre en una iglesia de su
propio rito, se siente luego como en casa, como en familia, Nada le es extraño
allí, ni a su mente ni a su corazón: El oye allí lo mismo que desde niño ha oído en su iglesia parroquial
de su ciudad natal, y, por lo mismo,
puede unir su oración y sus cánticos, a las personas que ahora le rodean y que
él considera como hermanos; él puede entender y ser entendido...”. Y, mirando
las cosas desde un punto de vista histórico y filosófico, añade De Maistre: “La
hermandad, que resulta de un lenguaje común, es un vínculo misterioso de un
poder indecible”. (Tito Casini, La túnica rasgada, Hawthorne 1967, pp.
30 y 31).
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