Párrafos de
una homilía de Santiago de Sarug, Padre de la Iglesia siria en el siglo V, donde
canta las hermosuras con que adornó Dios a su Madre Santísima.
«Tal es mi amor, que me siento impelido a hablar de aquélla que es hermosa; pero tan sobre mis fuerzas juzgo el argumento, que no se me antoja fácil exponerlo.
¿Qué haré, pues? A los cuatro vientos gritaré que no fui ni soy idóneo para ello y, con amor, osaré proclamar el misterio de la criatura excelsa. Sólo el amor no yerra cuando habla, porque el amor tiene por objeto la perfección, y llena de dádivas a quien sigue sus dictados. Tiemblo de emoción cuando hablo de María y me maravillo, porque la hija de los hombres alcanzó la suma medida de toda grandeza. ¿Qué ocurrió, por ventura? ¿Volcó el Hijo la gracia misma sobre Ella? ¿O le agradó hasta el extremo de convertirse en Madre del Hijo de Dios? Que bajó a la tierra por don suyo, es manifiesto; y como María fue toda pura, le acogió.
Vio su humildad, su mansedumbre y su pureza, y habitó en Ella, porque para Dios es fácil morar entre los humildes. ¿A quién, por virtud de su gracia, miró siempre, sino a los mansos y humildes? Puso sus ojos sobre Ella, y en Ella habitó, pues entre los de humilde condición se contaba. Ella misma dijo: ha puesto los ojos en la bajeza (cfr. Lc 1, 48), y habitó en Ella. Por eso fue ensalzada, porque agradó mucho.
Suma perfección ha de ser la humildad, cuando mira Dios al hombre que se humilla. Humilde fue Moisés, preclaro entre los hombres, y el Señor se le reveló en el monte. También la humildad se manifestó en Abraham, porque siendo justo, se llamó a sí mismo polvo y tierra (cfr. Gn 18 27). En su humildad, Juan se proclamaba indigno de desatar siquiera las sandalias del Esposo, su Señor. Agradaron por humildad, en todas las generaciones, varones ilustrísimos, porque ésta es la vía maestra por la que el hombre se acerca a Dios.
Pero ninguno en el mundo se humilló como María, y así se deduce del hecho que ninguno ha sido exaltado como Ella. En la medida de la humildad concede Dios la gloria: Madre suya la hizo, y ¿quién podrá parangonarse a Ella en humildad? (...). Nuestro Señor, queriendo descender a la tierra, buscó entre todas las mujeres, y sólo a una escogió: la que sin par era bella. A Ella la escrutó y sólo encontró humildad y santidad, buenos pensamientos y un alma enamorada de la divinidad; un corazón puro y deseos de perfección; por eso Dios escogió a la pura y a la llena de belleza. Descendió de su lugar y moró en la bienaventurada entre las mujeres, porque no había en el mundo quien comparársele pueda. Sólo existía una doncella humilde, pura, bella e inmaculada, que fuera digna de ser Madre suya.
En Ella
observó una condición sublime, su limpieza de todo pecado, que no cabía en Ella
pasión que la inclinara a la concupiscencia, ni pensamiento que instigara a la
flaqueza, ni conversación mundana que condujera a males irreparables. Tampoco halló agitación por las vanidades del
mundo, ni un comportamiento a guisa de niña. Y vio que no había en el mundo nada
igual o similar, y la tomó por Madre, de la que se amamantaría con leche pura.
Era prudente y llena del amor de Dios, porque el Señor nuestro no mora en donde el amor no reina. Apenas el Gran Rey decidió descender a nuestro lugar, porque fue su beneplácito, se hospedó en el más puro templo del mundo, en un seno limpio, adornado de virginidad y de pensamientos dignos de santidad.
Era también hermosísima en su naturaleza y en la voluntad, porque no fue contaminada con deshonestos pensamientos. Desde la infancia, ninguna mancha afeó su integridad; sin mancha, caminó por su senda sin pecados. Fue su naturaleza custodiada con el albedrío fijo en las cosas más altas, portó en su cuerpo las señales de la virginidad y las de la santidad en el alma.
Aquél que en
Ella se manifestó, me ha dado aliento para decir todas estas cosas sobre su
belleza inenarrable...» (Santiago de Sarug, Homilía sobre la Bienaventurada
Virgen María, Madre de Dios. En José Antonio Loarte, El tesoro de los
padres, Madrid 1998, p. 333).
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