viernes, 20 de julio de 2018

EL CORAJE DE PREDICAR SOBRE LAS POSTRIMERÍAS


E
n el libro-entrevista Cruzando el umbral de la Esperanza, Vittorio Messori hacía notar al Papa Juan Pablo II, con el estilo respetuosamente «provocador» de un periodista católico que dialoga con el Sucesor de Pedro, un hecho paradójico: de una parte, la excesiva locuacidad de la Iglesia actual para hablar de los temas más variados; y por otra, la tendencia a callar sobre temas tan fundamentales como las verdades eternas o postrimerías.
En su larga respuesta, el Papa matiza y aclara el alcance de las observaciones de su entrevistador, sin dejar por ello de reconocer y lamentar la pérdida de aquellos predicadores que con tanta maestría sabían poner a las almas frente a su destino eterno:

«Recordemos –señalaba el Romano Pontífice– que, en tiempos aún no muy lejanos, en las predicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos –muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio– constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva, ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas!
Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: “Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no solo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos”. Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia. Le hacían caer de rodillas. Le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción salvífica». Y más adelante, tras considerar la perspectiva escatológica más universal y cósmica, centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, que desarrolló el Concilio, especialmente en el capítulo VII de la Lumen Gentium, se queja a su vez de que «se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de “amenazar con el infierno”. Y quizá hasta quien les escucha haya dejado de tenerle miedo» (Cf. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Plaza & Janes 1994,  p. 182 y ss).

A la luz de estas consideraciones, se podría decir que marginar las verdades eternas del contenido de la predicación no solo perjudica a los destinatarios de la palabra de Dios, al ver cercenado el mensaje evangélico en algo que le es esencial, sino también al propio evangelizador que, atenazado por el temor a contristar, incomodar o incluso de ahuyentar a su auditorio, ya no se siente capaz de enseñar con autoridad y convicción, de «amenazar con el infierno». No es raro que se presente entonces la tentación –hoy bastante extendida– de deslizarse por la pendiente de una fraseología insustancial y melosa en la exposición del Evangelio, que a la larga resulta inútil e infecunda. En cualquier caso, siempre será necesario volver a recordar la advertencia de la Escritura: «En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás» (Eclo 7, 40).

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