En
su magnífico libro Dios o Nada, el
Cardenal Sarah recoge, a modo de ejemplo, un hecho que bien refleja la enrarecida
atmósfera –auténtica barbarie– que acompañó la reforma litúrgica casi desde sus
inicios. Ni siquiera espíritus tan selectos como el mismo obispo de Conakri,
monseñor Tchidimbo, que experimentó en carne propia lo que es sufrir por Cristo
y su Iglesia, pudo restarse a la furia iconoclasta del momento. Era predecible
que una reforma litúrgica llevada a cabo en un ambiente surcado de tensiones,
prisas y experimentaciones fuera de control, no alcanzara ni de lejos los
frutos que muchos anhelaban.
“En
la catedral de Conakri había un coro señorial muy trabajado, con una hermosa
réplica del baldaquino de Bernini, rodeado de tres hermosos ángeles. Cuando se
celebraron los primeros debates sobre la reforma litúrgica, monseñor Tchidimbo
regresó a Conakri y ordenó la destrucción del baldaquino y del altar mayor. Nos
pusimos furiosos, incapaces de entender una decisión tan precipitada. Con
cierta violencia y sin ninguna preparación, pasamos de una liturgia a otra. Soy
testigo de que la chapucera iniciación a la reforma litúrgica causó estragos
entre la población, especialmente entre los más humildes, que no comprendían la
rapidez de aquellos cambios ni su razón de ser.
Sin
duda, es lamentable que algunos sacerdotes se dejaran llevar por arrebatos
ideológicos personales. Pretendían democratizar la litúrgica y el pueblo fue la
primera víctima de sus maniobras. La liturgia no es algo político que se pueda
hacer más igualitario en función de las reivindicaciones sociales. ¿Acaso un
movimiento tan singular podía provocar en la vida de la Iglesia otra cosa que
no fuera un gran desconcierto entre los fieles?”
(Cardenal
Robert Sarah, Dios o nada, Ed.
Palabra, Madrid 2015 p. 100)
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