Extracto
de la catequesis que Benedicto XVI dedicó al Apóstol Andrés, el 14 de junio de 2006.
“Una
tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás,
donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel
momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta
de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con
los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama "cruz de san
Andrés".
Según
un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado "Pasión de
Andrés", en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes
palabras: "¡Salve, oh Cruz,
inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de
sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a
ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial,
te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos
regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti
para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de
ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los
miembros del Señor!... Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi
Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió.
¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!".
Como
se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de
considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio
incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en
tierra. Debemos aprender aquí una lección muy importante: nuestras cruces
adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de
Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también
nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.
Así
pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt
4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a aquellos con los que nos
encontremos, y sobre todo a cultivar con él una relación de auténtica
familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos encontrar el sentido último
de nuestra vida y de nuestra muerte”. (Benedicto XVI, Audiencia general, miércoles
14 de junio de 2006)
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