sábado, 20 de abril de 2024

LA MAJESTAD DEL KYRIOS

Publico traducida al español una nueva parte del artículo de don Enrico Finotti Offerimus praeclarae divinae maiestati tuae, "Ofrecemos a tu excelsa Majestad divina". (Las demás entradas pueden verse aquí y aquí). Ahora se trata del punto segundo que lleva por título La majestad del Kyrios, donde el autor ofrece una respuesta a quienes pretenden privar a la liturgia de todo esplendor y solemnidad basados en una concepción insuficiente (cierto arqueologismo litúrgico) en torno a la sencillez y humildad que acompañó la realización histórica de los misterios de la vida del Señor en su fase terrena y que la liturgia actualiza y celebra. 


La Majestad del Kyrios
Por don Enrico Finotti 

Una sensibilidad bastante extendida hoy en día parece querer oponerse al concepto de majestad divina y manifiesta incomodidad a la hora de realizar debidamente aquellos ritos litúrgicos que pretenden afirmar y adorar dicha majestad. Se recurre al tema de la humildad de la Encarnación, a la vida pobre y sobria del Señor descrita en los Evangelios y, sobre todo, al drama sangriento de la Pasión, tan lejana aparentemente del ámbito sagrado y del protocolo litúrgico del templo. Se piensa que el Señor superó completamente toda sacralidad y sustituyó las grandiosas celebraciones del templo por una liturgia doméstica, humilde y familiar, como fue, según se dice, la Eucaristía, un culto nuevo que debía sustituir y subvertir toda la estructura cultual, no solo de la Antigua Alianza, sino también de la experiencia religiosa anterior de todos los pueblos.

De esta interpretación deriva, sobre todo en los años postconciliares, una notable y amplia secularización de la liturgia, que se propone quitar del culto católico todo aspecto sagrado, conformándolo al modo ordinario de la vida cotidiana. Sobre todo, se tiende a despojar a la liturgia de todo vínculo protocolario, abandonándola al manejo sentimental del grupo informal que la celebra. De forma muy clara se priva al rito de todo elemento de calidad, considerando que el esplendor del arte, la elegancia de los ornamentos y del mobiliario, la sublimidad de la música, la nobleza de la forma literaria y de los ritos en general deben ser despojados de su carácter de excelencia para convertirse en un reflejo del nivel básico y efímero de lo contingente. En realidad, esta mentalidad es completamente engañosa y ha provocado el colapso de la auténtica liturgia en la práctica eclesial, dando paso a su mistificación carente de fe y cerrada al don de la gracia. Tal experiencia ha vaciado los corazones del pueblo cristiano y degradado la gran cultura cristiana.

Nos preguntamos: ¿Realmente el Señor comprendió de este modo el culto evangélico que Él mismo promulgó?

Ciertamente, desde su concepción en el seno purísimo de la Virgen Inmaculada, Él es el Sumo Sacerdote constituido por el Padre para nuestra salvación; toda su vida se ha desarrollado en un permanente ejercicio sacerdotal, pero es sobre todo en la pasión sangrienta y en la muerte de cruz, cuando realiza de modo perfecto aquel Sacrificio único del que todos los sacrificios rituales del Antiguo Testamento y de todos los pueblos no eran más que una lejana figura. Él ha querido ejercer su sacerdocio bajo el velo de la carne del viejo Adán y llevar sobre sí el peso del pecado de todos los hombres: de ahí el sufrimiento vicario y la dimensión sangrienta de su culto inmaculado. Sin embargo, la fase terrena de su vida, en permanente lucha contra el príncipe de este mundo, contra el poder del pecado y consumada en el Calvario, con todas las características históricas que la configuraron, permanece en el pasado sin posibilidad de ser repetida. Pero la virtud interior de aquella vida teándrica y de aquel Sacrificio cruento permanece para siempre, siempre perdura resplandeciente ante la presencia de la Majestad divina, que, mediante ese homenaje de amor infinito, dona perpetuamente la regeneración y la vida eterna a todos los hombres.

Hay que considerar entonces que después de su resurrección el Señor reina soberano sobre todos los tiempos y todas las gentes y su acción es la del Kyrios inmolado y glorioso, que se sienta a la diestra del Padre. Es en este estado de glorificación que nuestro Señor Jesucristo sigue estando presente en la liturgia de la Iglesia. La liturgia, por tanto, no puede ser una mera imitación histórica de lo que el Señor hizo, sino que debe ser el reflejo de su acción sobrenatural que actúa en el hoy de nuestro tiempo. No se trata de realizar una representación sagrada de lo que el Señor hizo, sino, aun siendo totalmente fieles a lo que entonces mandó, se trata de encontrarlo en el poder de su gloria incluso en el régimen de la fe.

En efecto, ya en la experiencia viva de los discípulos, el Señor después de su resurrección, suscita una profunda adoración y un sagrado temor reverencial hasta el punto de que todos se postran en actitud de adoración ante Él. De hecho, Santo Tomás exclama: Señor mío y Dios mío. La liturgia de la Iglesia se relaciona ahora con el Kyrios y se ajusta plenamente al modo de culto atestiguado en las visiones del Apocalipsis y prefigurado en las antiguas teofanías bíblicas.

Incluso la celebración de la Eucaristía no puede, por tanto, limitarse a repetir simplemente la forma histórica de su institución en el Cenáculo, toda vez que ha sido transfigurada por el mismo Resucitado cuando la celebró con los dos discípulos de Emaús en la tarde de Pascua, bajo la forma superior de su presencia en estado de gloria y con aquella oblación incruenta que en adelante será eterna. Es en esta nueva perspectiva que la Iglesia celebra el Sacrificio divino y accede a la majestad del Kyrios que ahora llena todas las cosas. Sin esta visión sobrenatural, nunca se podrá comprender el criterio sagrado y solemne que la Iglesia adoptó al establecer el culto cristiano.

Se trata entonces no sólo de acceder a la presencia de la majestad de la Santísima Trinidad, sino también de comparecer con veneración y temblor ante la majestad igualmente apofática del Kyrios glorioso, como bien se describe en el Apocalipsis. Pues el Apóstol declara: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así (2 Cor 5, 16).

Por eso, la liturgia de la Iglesia se encuentra en tensión entre dos polos indisolubles: el histórico que en el Cenáculo nos ofrece la sustancia indefectible del sacrificio sacramental, y el trascendente que, realizado en el Calvario de modo cruento, arde sin cesar ante el trono de la Majestad sobre el altar de oro del cielo. El mero retorno arqueológico a las coordenadas históricas del momento terreno de la acción salvífica de Cristo, sería insuficiente frente a la realidad que se realiza en el hoy imperturbable de la liturgia celestial y que se refleja sobre el altar de la tierra bajo el velo del sacramento.

Por tanto, están lejos del sentir de la Iglesia y de la naturaleza íntima del hecho sagrado los que, en nombre de una mayor fidelidad histórica a lo que hizo el Señor en el tiempo, quisieran despojar a la liturgia de esa vestidura resplandeciente y de aquellos gestos solemnes que el Apocalipsis revela en el santuario celestial. Es esta liturgia del cielo la que ahora está en acto, y es en esta sublime forma que encuentra salida y cumplimiento aquel Sacrificio cruento y aquella Pasión dolorosa que entonces, de una vez y para siempre (semel), redimió el mundo. Hacia este culto inmortal suspira la Iglesia y, con veneración y temor, ofrece aquí abajo los auxilios oportunos para preparar a sus hijos a la gloria.


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario