¡Qué riqueza de doctrina hay en este
simbolismo! dice Georges Chevrot al explicar
el antiguo rito de la mixtión del agua con el vino en el ofertorio de la Misa. Un
texto que arroja luz para una más profunda participación en esta parte del Sacrificio
Eucarístico.
«Desde muy pronto, en la Iglesia de
Occidente, la mezcla del agua con el vino que había de consagrarse fue
considerada como un símbolo de la divinización del cristiano por su unión a
Jesucristo. Pues del mismo modo que el agua y el vino ya no pueden ser separados
una vez que se mezclan, tampoco nada separará de Cristo a los fieles que a Él
se unan en el acto de su Sacrificio y se mantengan luego fieles en su amor. Más
aún: en vano trataréis de reconocer gotas de agua una vez que se hayan mezclado
con el vino: pues del mismo modo, una vez unidos a Jesús en el Ministerio de la
Redención que perpetua la Misa, nuestra indignidad desaparece a los ojos de Dios,
se sumerge en la santidad de su Hijo. Por el Sacramento de la Eucaristía
nuestra humanidad entrará en contacto con la Divinidad, pero en la ofrenda del
sacrificio, así como el agua confundida con el vino se convertirá también en la
Sangre de Jesús, así también nosotros no seremos ya con Cristo más que una sola
Hostia, la que el Padre contemplaba con amor infinito cuando se inmolaba en la
Cruz.
¡Qué riqueza de doctrina hay en este simbolismo! Está resumida en la oración que pronuncia el sacerdote, no cuando vierte el vino en el cáliz, sino cuando bendice luego el agua y le añade el vino, es decir, cuando realiza el rito que simboliza la unión del cristiano con Jesucristo.
Esta segunda oración es, con mucho, la más bella de las siete. Se reconoce en ella el cuño de las colectas romanas y es, efectivamente, la adaptación de una colecta para el día de Navidad usada en tiempo de San León:
¡Oh Dios, que maravillosamente criaste en dignidad la
naturaleza humana y con mayores maravillas la reformaste! Concédenos, por el misterio
de este agua y vino, que participemos de la divinidad de Aquel que se dignó participar
de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que contigo vive y
reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los
siglos. Amén.
Esta oración exhala su perfume de Navidad al evocar el “admirable intercambio que se realizó en la inolvidable noche de Belén entre el Hijo de Dios y el género humano”. O admirabile commercium!, cantamos entonces (¡Oh, qué ventajoso trueque! ¡Oh, qué buen negocio!) Para que el Hijo de Dios viniese a habitar entre nosotros, nosotros le cedimos nuestra naturaleza humana, pero cuando Él nos abandone para volver a Su Gloria nos dejará, en pago, Su Divinidad.
La Misa es la renovación de este prodigioso intercambio. Preparémonos a él desde el Ofertorio… Nosotros traemos al altar nuestros trabajos humanos y nuestros dolores humanos, y el Señor, al hacerlos suyos después de la Consagración, les confiere un valor divino. ¡Oh, qué maravilloso intercambio! Christo populus adunatur, escribe Santo Tomás a propósito de este rito. El pueblo fiel está unido a Cristo. Se comprende, señala a continuación el autor, «que el momento del Ofertorio, durante el cual un espectador poco sagaz podría suponer que tan sólo el sacerdote está ocupado en la preparación material del sacrificio, es para cada uno de los concurrentes el tiempo de una preparación necesaria» (G. Chevrot, Nuestra Misa, Madrid 1962, p. 157 y ss).
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