La gloria de la Trinidad Beatísima es el
fin supremo de todo cuanto existe. Fue también el sumo afán que empapó el
alma y la vida entera de Cristo: Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar (Jn 17, 4). En un luminoso texto que
dejo a continuación, M. Philipon explana esta idea y nos señala cómo la Misa es el medio por excelencia para sumarnos a la corriente
glorificadora de la Trinidad que brota del Corazón de nuestro Salvador.
* * *
«Si
tuviésemos el sentido de Dios, querríamos pasar nuestra vida sobre la tierra,
como los bienaventurados en el cielo, en adoración de «Aquel que es». El
universo es nada en comparación con la Trinidad. No nos dejemos distraer de lo
esencial por la marcha alborotada de las causas segundas. ¿Qué es la creación
del mundo ante la silenciosa Generación del Verbo en el seno del Padre y de la
eterna Espiración del Amor en quien se consuma, en la Unidad, la vida íntima de
la Trinidad? Todo en el universo, del átomo a Cristo, está ordenado a cantar el
poder del Padre, la sabiduría del Hijo, el Amor que es el Espíritu Santo. La
Iglesia, asistida del Espíritu de Dios, no cesa de proclamar: «Gloria al Padre,
gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.» Más en su imposibilidad de alabar dignamente
a Dios, se refugia en el alma de su Cristo, para hacer subir «por El, con El y
en El todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu». «Per
Ipsum et cum Ipso, et in Ipso est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate
Spiritus Sancti, omnis honor et gloria» (Canon de la Misa).
Aquí nos encontramos en el centro
más vital del misterio cristiano. La Misa ocupa en la vida cotidiana de la
Iglesia militante el mismo lugar dominante que el Calvario de la historia del
mundo. Cristo, escondido en la hostia, vive presente en medio de los hombres,
en su Iglesia de la tierra, para continuar en ella su obra primordial de la
glorificación del Padre y su misión de Redentor del mundo. El Corazón
Eucarístico de Jesús es el verdadero centro del mundo desde donde se derrama la
vida divina a toda la Iglesia.
El Cristo de la Misa, el
Crucificado del Gólgota, está siempre allí, levantado entre el cielo y la
tierra para reconciliar a los hombres con Dios y unirlos a su alabanza
adoradora y reparadora de Verbo Encarnado. Hay que unirse a la oblación de la
Misa en las profundidades mismas de esta alma del Verbo Redentor y saber
penetrar más allá sus sentimientos de adoración, de acción de gracias, de
oración y de expiación reparadora, hasta el amor infinito del Corazón de
Cristo. Esos cuatro fines clásicos del sacrificio eucarístico, que dimanan de la
virtud de la religión, deben ser tomados como de su fuente, de la virtud
teologal del alma del Verbo Encarnado.
El Cristo de la gloria, contemplativo
del Padre, y que siempre vive en la claridad de su Faz, quiere abarcar en su mirada
beatífica todos los horizontes de la Trinidad. Su alma, iluminada por el Esplendor
del Verbo, contempla con asombro las infinitas perfecciones de Dios y todo el
universo. Esta visión esplendorosa viene a ser en El inspiradora del amor, de
la adoración, de la acción de gracias, de la plegaria y de la expiación
reparadora. Todo es luz en su alma de Verbo Encarnado, pero luz que se transforma
en amor. La contemplación cara a cara de los abismos de la Trinidad despierta
en El un amor irresistible que se concluye en una alabanza de un valor
infinito.
De este modo, el sentimiento que
domina su alma de Cristo, en la Eucaristía, como en otros tiempos en la tierra,
como hoy en los cielos, es el amor a su Padre, el afán primordial de su gloria.
Todo lo demás, incluso la redención del mundo, ocupa un lugar secundario ante
sus ojos y se orienta a este último fin. ¿No decía El, la víspera de su muerte:
El mundo ha de saber que Yo amo al Padre y que cumplo con lo que me ha
mandado, Levantaos, y vamos de aquí? (Jn 14 31). Esta era la señal
de partida de su Pasión para la gloria del Padre.
La Iglesia de la tierra, como la gotita
de agua del cáliz, no tiene más que perderse en la alabanza de amor que se
eleva del Cristo de la Misa hacia la adorable Trinidad. He aquí por qué cada
mañana, antes de enrolarse en sus duros combates, la Iglesia militante, elevando
el cáliz y la hostia, se recoge en el alma de su Cristo, susurrando con El, en el
silencio del amor: «Suscipe, Sancta Trinitas!», ¡Recibe, Trinidad Santa!»
(M. Philipon o.p., La Trinidad en mi vida, Ed Lumen 1993, pp. 44-47).
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