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ecía
el papa Benedicto XVI a un grupo de obispos de la región norte del Brasil en
visita ad limina: «Si en la liturgia
no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente
para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente
dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora» (Discurso, 15 de abril 2010).
Es
verdad que la figura de Cristo emerge y destaca en la liturgia principalmente
por la recta realización del signo sacramental; sin embargo, también incumbe al
celebrante la tarea de procurar y facilitar esa manifestación del Señor en los
ritos sagrados. Hablando del sacrifico de la Misa, John Senior ha utilizado
una expresión sorprendente para significar el medio de tal manifestación: «el
suicido voluntario de la propia personalidad del sacerdote». Expresión ciertamente fuerte,
pero muy sugestiva. En cierto modo, es a través de un «despojo de sí» como el
celebrante se vuelve idóneo para convertirse en «persona», en la persona de
Cristo (in persona Christi), la única
capaz de consagrar las especies sacramentales y renovar el Sacrifico del
Calvario. La conciencia de actuar «in persona Christi» impone al sacerdote la
tarea de evitar cualquier protagonismo indebido, cualquier asomo de
artificialidad gestual, cualquier intento por atraer hacia él la atención de
los fieles. Todo su actuar y decir debe asegurar que emerja como centro de la celebración litúrgica la figura amable de nuestro Redentor. En este sentido la antigua liturgia, al no dejar mayor
espacio a la creatividad del ministro, facilita que en ella se realice de
modo eminente el programa del Bautista: Conviene
que Él crezca y yo disminuya (Jn 3,
30).
Dice el propio Senior: «En el Santo Sacrificio de la Misa, Cristo mismo pronuncia las palabras
de la consagración a través del suicidio voluntario de la propia personalidad
del sacerdote. El sacerdote se convierte en «persona», el instrumento a través
del cual un sonido es pronunciado, y Cristo, no el sacerdote, dice: Hoc es Corpus meum. Y ese Cuerpo es
elevado en silencio. El sonido de las campanas acentúa el silencio y su tañir
apaga el ruido del mundo. Y luego dice: Hic
est Calix Sanguinem mei. En el Huerto de los Olivos oraba: «Si ese posible,
que este cáliz se aleje de mí sin que yo lo beba». Pero ahora dice: «Éste es el
Cáliz de mi Sangre». En la Consagración, la Sangre de Cristo se hace presente
en el altar, separada de su Cuerpo, lo cual es la reconstrucción del
derramamiento de la Sangre en la crucifixión. La Sangre es derramada bajo la
apariencia de vino, y las campanas proclaman solemnemente este acontecimiento
al mundo que a veces escucha. Éste es el Misterio de la Fe» (John Senior, La restauración de la cultura cristiana,
Ed. Vórtice, Buenos Aires 2016, p. 105).
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