Una
tara característica de la Iglesia postconciliar ha consistido en salir a buscar
fuera, como mendiga ingrata, lo que en ella ya se contenía de modo sublime y
eminente. Un ejemplo típico de este fenómeno es la extraña afición por las prácticas
religiosas asiáticas que se ha difundido en ámbitos católicos. Luminoso al
respecto es el siguiente texto del Cardenal Ratzinger:
«Quisiera
mencionar dos de las más ricas y profundas oraciones de la cristiandad, que
introducen de un modo siempre nuevo en la corriente de la oración eucarística:
el Via Crucis y el Santo Rosario. El
que hoy nos entreguemos tan rendidamente a las promesas de las prácticas
religiosas asiáticas ‒o aparentemente asiáticas‒
se debe a que las hemos olvidado. El Santo Rosario no exige una conciencia
esforzada, cuyas exigencias haga imposible practicarlo con frecuencia, sino
introducirse en el ritmo del silencio que nos tranquiliza sin violencia y da un
nombre al sosiego: Jesús, el fruto bendito de María. María, que ha escondido la
palabra viva en el silencio atesorado en su corazón, es el modelo permanente de
la verdadera vida religiosa: la estrella que alumbra incluso el cielo
caliginoso y nos indica el camino. ¡Ojalá que ella, la Madre de la Iglesia, nos
ayude a cumplir cada vez mejor la suprema misión de la Iglesia: la
glorificación del Dios vivo del que viene la salvación de los hombres!» (Joseph
Card. Ratzinger, Cooperadores de la
Verdad, Ed. Rialp, Madrid 1991, p. 386)
No hay comentarios:
Publicar un comentario