El vuelo majestuoso de las grandes aves del cielo es una imagen
frecuente en la literatura espiritual. Ella sirve para ejemplificar las altas cimas y las alturas sublimes a las que toda alma cristiana debe remontarse por querer de Dios. Por contraposición,
el vuelo de las aves de corral, a ras de tierra y de corto alcance, se ha utilizado para ilustrar ese vivir cristiano chato y sin relieve,
incapaz de tomar altura por el peso y atracción de las cosas del mundo. He aquí
una hermosa consideración al respecto:
“Me veo como un pobre pajarillo que,
acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol o, a lo más, hasta el balcón de
un tercer piso..., un día, en su vida, tuvo bríos para llegar hasta el tejado
de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos...
Mas he
aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila —lo tomó equivocadamente por
una cría de su raza— y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy
alto, por encima de las montañas de la tierra y de los picos de nieve, por
encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aun, hasta mirar de
frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarillo, le dice: anda,
¡vuela!...
—¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol —Cristo— en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!” (San Josemaría Escrivá, Forja n° 39)
—¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol —Cristo— en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!” (San Josemaría Escrivá, Forja n° 39)
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