sábado, 27 de septiembre de 2014

BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO, UN ALMA EUCARÍSTICA

Como homenaje al Beato Álvaro Del Portillo, nueva estrella que Dios se ha dignado encender en el firmamento de su Iglesia, transcribo algunos textos suyos que manifiestan la hondura de su amor por la Misa y el Sagrario.

“Toda nuestra vida, nuestros pensamientos y nuestras palabras, nuestras obras y nuestros deseos, han de ser para el Señor Sacramentado”.

“Un alma de fe reconoce en el Sacrificio del altar el portento más extraordinario que se lleva a cabo en este mundo nuestro. Asistir a la Misa –para los sacerdotes celebrarla-, significa tanto como desligarse de los lazos caducos de lugar y tiempo, propios de nuestra condición humana, para situarnos en la cima del Gólgota junto a la Cruz donde Jesús muere por nuestros pecados, participando activamente en su Sacrificio redentor”.

“Sólo de Jesucristo escondido en el Sagrario provienen los verdaderos frutos de apostolado”.

“Pidamos perdón a la Trinidad Beatísima por nuestras negligencias pasadas y, amparándonos en la intercesión de nuestro santo Fundador, y siguiendo su ejemplo, hagamos el propósito de vivir el Santo Sacrificio, como trabajo de Dios: un trabajo que absorbe, que encanta, que cuesta, que agota, porque requiere que pongamos en esa acción divina nuestros sentidos y potencias, todo nuestro ser”.

“No hay nada que se pueda comparar en esta tierra a la unión con Cristo en el Sacrificio del altar”.

“Mientras no se trate con más amor al Señor en este Sacramento adorable, la Iglesia no superará estos momentos de dura prueba”.

lunes, 22 de septiembre de 2014

PIEDRAS QUE CANTAN A DIOS

G. K. Chesterton veía en la maravillosa grandeza de las catedrales medievales un cumplimiento cabal de lo vaticinado por Jesucristo, cuando cabalgaba triunfante hacia Jerusalén: “Os digo que si éstos callan gritarán las piedras” (Lc 19, 40). En efecto, “Cristo -dice Chesterton- profetizó la arquitectura gótica aquél día en  que las gentes educadas y respetables protestaron contra la algazara de los haraganes que le aclamaron en Jerusalén… Y así se alzaron, como ecos clamorosos de aquellos vítores, las fachadas de las catedrales medievales, pobladas de caras chillonas y de bocas abiertas. Y así, gritando las piedras, se pudo cumplir la profecía”. (Cf Ciudadano Chesterton. Una antropología escandalosa, Ed. Palabra, Madrid 2111, p. 111). 
Un estudioso del arte gótico ha escrito: “Lancemos una mirada sobre una catedral gótica. Veremos, por decirlo así, un movimiento vertical petrificado, en el cual la ley de la gravedad parece anulada. Veremos un movimiento de inaudita fuerza, dirigido hacia arriba, opuesto a la natural dirección de la gravedad pétrea. No hay muros; no hay masas que nos den la impresión de realidad firme y material. Mil fuerzas particulares nos hablan, sin dejar que nos demos cuenta de su materialidad, actuando como heraldos de una expresión inmaterial, de un movimiento irreprimido de ascensión. En vano buscamos una indicación —necesaria para nuestro sentimiento— que aluda a la relación entre carga y fuerza. Dijérase que aquí no hay carga. Sólo percibimos fuerzas, fuerzas libres, irreprimidas, fuerzas que se lanzan a lo alto con indecible aliento. Es bien claro que aquí la piedra ha quedado despojada de su peso material, que aquí la piedra sustenta una expresión insensible, incorpórea, que aquí la piedra está como desmaterializada.” (W. Worringer, La esencia del estilo gótico, Buenos Aires 1973).  Dicho con otras palabras, en las catedrales góticas las piedras se hacen música, se vuelven canto gregoriano. El Papa Benedicto XVI también ha dicho que el templo gótico invita hacia lo alto porque “la unidad de una catedral gótica, como es sabido, no es la unidad estática de un templo clásico, sino una unidad nacida de la tensión dinámica de diferentes fuerzas que empujan la arquitectura hacia arriba, orientándola hacia el cielo” (Homilía en la Catedral de San Patricio, Nueva York 19 de abril de 2008). El templo contemporáneo, en cambio, muchas veces no eleva, simplemente ensancha.

domingo, 14 de septiembre de 2014

50 AÑOS DE UNA CONCELEBRACIÓN

El 14 de septiembre de 1964, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, se iniciaba en Roma la tercera sesión del Concilio Vaticano II. Una novedad de esta tercera etapa conciliar sería su misa de inicio: una solemne concelebración -la primera- en el altar de la Basílica vaticana presidida por el Papa Pablo VI, acompañado de 24 concelebrantes de las más variadas partes del mundo. Una ceremonia hasta entonces casi desconocida y que venía a representar como un primer estreno de la reforma litúrgica en marcha.
El joven sacerdote español, José Luis Martín Descalzo, entonces corresponsal de prensa en la asamblea conciliar, nos ha dejado un sorprendente relato de sus impresiones sobre tal acontecimiento. Con el entusiasmo tan propio del clero de aquella década, escribe: “¡Dios Santo, y que hubiéramos perdido esta maravilla! Cierro los ojos-ahora que es de noche- y veo aparecer en mi imaginación la blanca mesa cuadrada. En torno a ella tienden sus manos 25 hombres, dicen al unísono las mismas palabras, hacen un único milagro, son una única Iglesia. ¡Dios mío, y que hubiéramos perdido este prodigio!”. A juzgar por los testimonios gráficos hoy disponibles y cierta objetividad que suele dar el paso del tiempo, debo confesar que tal celebración está muy lejos de suscitar en mí las emociones vividas por el padre Martín Descalzo y narradas con candor casi infantil. En efecto, ese círculo que se cierra sobre sí mismo en torno al altar-mesa, ¿no era quizá la expresión litúrgica de una Iglesia que comenzaba a mirarse demasiado a sí misma? En todo caso, aun reconociendo el impacto emocional de quienes vivieron ese momento, la Eucaristía así celebrada –con la perspectiva de medio siglo transcurrido- me parece escasa en belleza litúrgica y pobre de sentido sagrado.
Entrada inspirada en www.germinansgerminabit.org. Capítulo 23: Olor a Jueves Santo (22/05/2010)

sábado, 13 de septiembre de 2014

SAN JUAN CRISÓSTOMO, CUANDO EL AMOR VENCE AL TEMOR

“Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede ahora exhortando vuestra caridad a la confianza.
¿No has oído aquella palabra del Señor: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos? Y, allí donde un pueblo numeroso esté reunido por los lazos de la caridad, ¿no estará presente el Señor? Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga.» Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también”. (De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo. Homilía antes de partir al exilio, 1-3: PG 52, 427*-430)

viernes, 12 de septiembre de 2014

UN ENCUENTRO CON LA MISA TRIDENTINA

En un simpático y sugerente artículo, La Misa no ha terminado, Deo gratias, publicado en La Nuova Bussola Quotidiana, el escritor italiano Rino Cammilleri nos cuenta, en medio de graciosos recuerdos, la impresión que le ha causado su reciente encuentro con la liturgia tradicional, en la pequeña iglesia de su pueblo veraniego. Un texto para disfrutar y pensar.

LA MISA NO HA TERMINADO, DEO GRATIAS 
por Rino Cammilleri

Declaro que en lo que voy a decir no hay ninguna intención de polemizar, porque las disputas intraeclesiales no me apasionan. Más bien me molestan. Son cosas de sacerdotes, en la que los laicos, en mi opinión, mientras menos abran la boca, mejor. Con demasiada frecuencia los sacerdotes se comportan como si la Iglesia fuera "cosa suya" y responden enojados cuando se les critica. Desde hace cincuenta años, es decir desde los tiempos del Concilio, que el clero se llena la boca con el famoso "papel de los laicos", pero luego, a fin de cuentas, el papel de los laicos lo querrían siempre así: de rodillas, obedientes y abiertas las carteras.
Tengo ahora una cierta edad y confieso que, cuando oigo hablar o leo sobre disputas acerca del Concilio cambio de canal o de página o hago clic en cualquier otra cosa. Dígase lo mismo para la Misa, si nuevo rito o rito antiguo, si rito extraordinario, si progresismo o tradicionalismo. Serán los años, pero estoy cansado desde hace tiempo. Cuando mi abuelo tenía la edad que yo tengo ahora y era un niño, solía decirme siempre: mantente lejos de los sacerdotes; hónralos, reveréncialos  y salúdalos por la calle, besa su mano (entonces se usaba) y asiste a Misa, pero no te mezcles con ellos. Con sorpresa, convertido en escritor, me di cuenta de que el Padre Pío era de la misma opinión. No soportaba a los laicos que zumbaban alrededor de las sotanas: entonces se llamaban "beatos", hoy "comprometidos en la pastoral." El santo decía, con su acostumbrada brusquedad: "o dentro o fuera." Es decir, si te gusta el ambiente, entra en el clero, si no, sal de la sacristía y sé de verdad un laico.
La experiencia es aquella cosa que cuando ya la has hecho, notas que es demasiado tarde. De hecho, hoy sé –por experiencia- que, tanto mi abuelo (hombre muy religioso) como el Padre Pío (santo, asceta y místico) tenían razón. Ambos pasaron sus apuros por culpa del clero: las vicisitudes del Padre Pío son conocidas (reléase mi libro La vida del Padre Pío, Ed. Piemme, reimpreso varias veces), y mi abuelo (que era comerciante) salió medio arruinado económicamente por haberse fiado de unos sacerdotes en un negocio. Dicho todo esto, voy  al grano.
Desde hace muchos años que en mi mente la Misa dominical está asociada a una hora de martirio que con gusto preferiría evitar. Tedio. Tristeza. Homilías banales e interminables. Cancioncillas pop con letra estúpida. Agotadoras y retóricas invocaciones al Padre eterno que terminan con un "escúchanos Señor". Sudorosos signos de paz. Ridícula mini procesión para llevar "los dones" al altar. Avisos parroquiales kilométricos para escuchar de pie antes de la bendición final (es decir, abusivamente incorporados en la liturgia). Un "Demos gracias a Dios", que es (para mí) un grito de alivio antes de salir -¡finalmente!- para ver las estrellas. Repito: ningún afán de polémica. Solo se trata de mis personales sensaciones.
Ahora, sin embargo, he descubierto que en la pequeña ciudad sobre el Lago Maggiore, donde suelo pasar el verano hay un sacerdote que dice la Misa antigua. Una sola, el sábado por la tarde. Fui allí por curiosidad. Sí, porque cuando regía el viejo rito no solía ir, así que para mí era una verdadera novedad. Asombro: el celebrante hacía casi todo el solo, los asistentes debían "responder" en raras ocasiones. Silencio. El centro de todo era el tabernáculo, no  el show del sacerdote. Uno, en un rincón, entonaba los antiguos himnos en latín y -sorpresa- alguna cosa me derretía por dentro. No me daba cuenta del paso del tiempo, me encontraba atento y concentrado como nunca, realmente estaba “participando”. Salí incluso traspasado por un sentido de lo sagrado que nunca antes había experimentado. Había a disposición unos libros para seguir la Misa, aquellos con cintas de color rojo para señalar las páginas. Yo no entendía mucho, pero -otra sorpresa- una bengalesa sentada a mi lado, captando mi dificultad, comenzó a indicarme los pasos correctos.
¡Una bengalesa! El 5 de agosto, una lectora romana me escribió contándome de la Misa a la que había asistido por la mañana en la Basílica de Santa María La Mayor. Cada año, en el aniversario de la fiesta, se celebra solemnemente en latín. Escribe la lectora: "Me encontré cantando y respondiendo junto a una pareja de jóvenes alemanes y dos negras americanas que conocían a la perfección las partes de la misa en latín, tanto rezadas como cantadas; lo mismo me sucedió hace años con unos japoneses; y este es un modo verdaderamente conmovedor de sentir y experimentar la catolicidad de la Iglesia". Desde luego: para «ponerse al día» con los años sesenta -del siglo pasado- la Iglesia renunció a su lengua sagrada (mientras que el judaísmo y el islamismo mantienen rigurosamente la suya). El resultado de lo que Vittorio Messori definió en una entrevista como "un golpe clerical" es que si recorro, que sé yo, España, tengo que asistir a Misas en catalán, castellano, euskera y así sucesivamente.
En el turista católico con dificultad advierto a un hermano y la "catolicidad" de la que hablaba la lectora se convierte en teoría, no en un sentimiento palpable. Perdón, pero nosotros también estamos hechos de cuerpo. En aquella pequeña iglesia en el Lago Maggiore he visto a un sacerdote que llevaba a Dios las oraciones del pueblo que estaba detrás de él en religioso (es el caso de decirlo) recogimiento. Naturalmente –me ha contado después- se ha enemistado con el obispo y con todos los colegas de la diócesis a causa de su obstinación –llamada de "lefebvriana"- de  querer celebrar una (¡solo una!) Misa a la semana según el motu proprio de Benedicto XVI. Pero tranquilos, cuando haya terminado el verano y esté de regreso en la ciudad no tengo ninguna intención de recorrer kilómetros para ir a buscar una Misa de rito "extraordinario" (sic!). Ofreceré, como siempre, mi pena dominical al Señor en la parroquia acostumbrada, en descargo de mis pecados.

Traducción: El Búho Escrutador
Versión original en italiano: La Nuova Bussola Quotidiana
Otra versión en español: Religión en Libertad

lunes, 8 de septiembre de 2014

QUE TODA LA CREACIÓN REBOSE DE CONTENTO

“O sancta mundi dómina!, ¡Oh Señora santa del mundo!... ¡muéstrate, dulce Hija, resplandece ya, renuevo del que brotará la flor nobilísima de Cristo, Dios y Hombre!” (Himno de laudes, 8 de septiembre). Con estas alegres expresiones saluda hoy la liturgia de la Iglesia a María en la fiesta de su Natividad. Su nacimiento, como señalaron muchos padres de la Iglesia, se compara a la aurora que disipa las tinieblas de una larga noche y anuncia la llegada del Sol naciente, Jesucristo Salvador nuestro. El oficio de hoy también nos ofrece este hermoso texto de San Andrés de Creta:

“…Convenía, pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego; amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos.
Un doble beneficio nos aporta este hecho: nos conduce a la verdad y nos libera de una manera de vivir sujeta a la esclavitud de la letra de la ley. ¿De qué modo tiene lugar esto? Por el hecho de que la sombra se retira ante la llegada de la luz, y la gracia sustituye a la letra de la ley por la libertad del espíritu. Precisamente la solemnidad de hoy representa el tránsito de un régimen al otro en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo.
Que toda la creación, pues, rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día. Cielo y tierra se unen en esta celebración, y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por enésima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor”. (De los sermones de san Andrés de Creta. Sermón 1: PG 97, 806-810).

miércoles, 3 de septiembre de 2014

GREGORIO MAGNO, PASTOR EXIMIO

Dos audiencias dedicó en 2008 el Papa Benedicto XVI a presentar la figura de San Gregorio Magno, uno de los más notables pontífices de la Iglesia. Y si es cierto que en la historia de la Iglesia hay hombres que señalan una época, infunden un renovado impulso y marcan un rumbo determinado, san Gregorio Magno es sin duda uno de ellos. Entre sus obras más conocidas está la Regla Pastoral, verdadero manual para un desempeño ejemplar del ministerio episcopal. Así presentaba Benedicto XVI, en una de sus catequesis, esta maravillosa obra:

“Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica: por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el "predicador" por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.
Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad: Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse: en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo. Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define "ars artium", el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro”. (Benedicto XVI, Audiencia general, 4 de junio de 2008)