"Cristo
Jesús es nuestro Sumo Sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de
la cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre
que se derramó para nuestra redención no fue la de los becerros y los machos
cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo Cordero, Cristo
Jesús, nuestro salvador.
El
templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era hecho por
manos de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios— pues
Cristo derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado
por la sola mano de Dios.
Y
este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos;
la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.
Así,
primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba
muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad entró
por su propia sangre en el santuario, o sea, en el cielo, presentó ante el
trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor, que había derramado
una vez para siempre en favor de todos los hombres, pecadores.
Este
sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto,
compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a
todos los verdaderos penitentes.
Es
además un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los
judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante,
sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda
más imprescindible". (San Juan Fisher,
comentario al Salmo 129)
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