martes, 9 de diciembre de 2025

EL «RITO» DEL ESPÍRITU SANTO


Breve extracto de la homilía pronunciada por Monseñor Athanasius Schneider el domingo de Pentecostés con ocasión de la Peregrinación de Chartres, en junio de este año. El perfil trazado aquí por Mons. Schneider es alentador; los miedos ancestrales a la liturgia tradicional hoy solo existen en la imaginación de unos cuantos liturgistas o jerarcas que padecen de miopía.

* * *

«El rito tradicional de la Santa Misa, que tenemos la alegría y la gracia de celebrar hoy aquí, puede llamarse, en cierta medida, el rito «pentecostal», porque es la verdadera expresión católica de la devoción al Espíritu Santo. El rito tradicional de la Santa Misa nos ofrece la atmósfera espiritual que nos permite tener un corazón ardiente, a la vez que nos mantenemos serenos y disciplinados, guiados por nuestra razón iluminada por la fe. Él también nos ofrece su belleza y dignidad externas. El rito tradicional de la Santa Misa refleja todo esto de la manera más extraordinaria. Es la razón por la que este rito atrae a los jóvenes. Es el rito amado y preservado por innumerables generaciones de católicos. Por eso, el rito tradicional de la Santa Misa es un rito siempre nuevo, siempre actual, nunca anticuado ni pasado de moda».

Fuente:  paixliturgique.com

lunes, 8 de diciembre de 2025

PARA CANTAR ANTE LA INMACULADA

Inmaculada de Rubens

«Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:

Dios te salve, María, hija de Dios Padre:

Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo:

Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo...

¡Más que tú, sólo Dios!»

(San Josemaría Escrivá, Camino 496)


domingo, 7 de diciembre de 2025

LA CONSIGNA DE AMBROSIO: «CRISTO LO ES TODO PARA NOSOTROS»

 

Catequesis que Benedicto XVI dedicó a San Ambrosio de Milán, uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia Latina.

Queridos hermanos y hermanas:

El santo obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama, con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. “Nosotros veíamos que se movían sus labios”, atestigua Paulino, el diácono fiel que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, “pero no escuchábamos su voz”. En un momento determinado pareció que llegaba su fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: “Levántate pronto. Ambrosio está a punto de morir”. Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— "y le ofreció al santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles" ( Vida 47).

En aquel Viernes santo del año 397 los brazos abiertos de san Ambrosio moribundo manifestaban su participación mística en la muerte y la resurrección del Señor. Esa era su última catequesis: en el silencio de las palabras seguía hablando con el testimonio de la vida.

San Ambrosio no era anciano cuando murió. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 en Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica. Hacia el año 370 fue enviado a gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí se libraba con gran ardor la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. San Ambrosio intervino para pacificar a las dos facciones enfrentadas, y actuó con tal autoridad que, a pesar de ser solamente un catecúmeno, fue aclamado por el pueblo obispo de Milán.

Hasta ese momento, san Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en el norte de Italia. Muy bien preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con empeño. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la “escuela de Alejandría”. De este modo, san Ambrosio introdujo en el ambiente latino la meditación de las Escrituras iniciada por Orígenes, impulsando en Occidente la práctica de la lectio divina. El método de la lectio llegó a guiar toda la predicación y los escritos de san Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la palabra de Dios.

Un célebre exordio de una catequesis ambrosiana muestra admirablemente la manera como el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: “Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral —dice el santo obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que vosotros, formados e instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos” (Los misterios 1, 1).

En otras palabras, según el Obispo, los neófitos y los catecúmenos, después de aprender el arte de vivir rectamente, ya podían considerarse preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de san Ambrosio, que representa el núcleo fundamental de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los Libros sagrados (“Los Patriarcas”, es decir, los Libros históricos; y “Los Proverbios”, o sea, los Libros sapienciales) para vivir de acuerdo con la Revelación divina.

Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano, escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión, no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta san Agustín, “el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su obispo”. Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual prosigue: “Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la ciudad” (Confesiones 9, 7).

De la vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum: “Todos los clérigos —dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la cita de san Agustín—predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan en su interior”. Precisamente de san Ambrosio había aprendido esta "escucha en su interior", esta asiduidad en la lectura de la sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el corazón y asimilar la palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de “icono patrístico” que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente “el corazón” de la doctrina de san Ambrosio. En el sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán, siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.

Aquí san Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (cf. Confesiones 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura “a flor de labios”, en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de la palabra de Dios —este es el “icono” del que hablamos—, se puede entrever el método de la catequesis de san Ambrosio: la Escritura misma, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a los corazones a la conversión.

Así, según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de payaso, que recita un papel "por oficio". Más bien, con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

Al igual que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de repetir: “Omnia Christus est nobis” , “Cristo lo es todo para nosotros” —es un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra catequesis: "Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz (...) Gustad y ved qué bueno es el Señor Bienaventurado el hombre que espera en él” ( De virginitate 16, 99). También nosotros esperamos en Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.  (Benedicto XVI, Audiencia General , miércoles 24 de octubre de 2007).

Fuente:  vatican.va

jueves, 4 de diciembre de 2025

EL PELÍCANO COMO SÍMBOLO DE LA EUCARISTÍA

1. El pelícano como símbolo de la Eucaristía tiene su origen en una antigua leyenda presente en los bestiarios medievales. Se cuenta que el pelícano, cuando no tiene comida disponible, se hiere el pecho con el pico y alimenta a sus crías con su sangre. De ahí que el simbolismo sea claro: Cristo nos alimenta con su sangre, al igual que el pelícano alimenta a sus crías con su sangre.

2. San Jerónimo, a principios del siglo V, utilizó esta imagen al comentar el versículo 7 del salmo 101: «Estoy como un pelícano en el desierto, como un búho entre ruinas».

3. Más tarde, Santo Tomás de Aquino, en el Adoro te devote, dice: «Señor Jesús, bondadoso pelícano, lávame, a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero».

4. Este simbolismo se encuentra, obviamente, en muchos cuadros, frescos, esculturas e incluso en la Comedia de Dante.

Fuente: itresentieri.it 


domingo, 30 de noviembre de 2025

ADVIENTO Y ESPERANZA


«Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.

Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.

He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos.

Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En este sentido, la esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su apoyo y su término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él».

(De la homilía de Benedicto XVI en la Celebración de las primeras vísperas de Adviento, Basílica de San Pedro, 1 de diciembre de 2007)


 

sábado, 29 de noviembre de 2025

LA MIRADA DE CRISTO

Las negaciones de San Pedro. Carl H. Bloch

En un precioso libro titulado «Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario», San Manuel González –el obispo de los Sagrarios abandonados–, enseña que entre las tareas que Cristo no cesa de ejercer desde las profundidades ocultas de su Sagrario, está la de mirarnos atenta y amorosamente. Es lógico que el cristiano, que se sabe mirado por Dios a todas horas, quiera ser un objeto permanente de complacencia para los ojos de Jesús, tal como Él mismo lo era para los ojos de su Padre celestial.

 * * * 

«El Corazón de Jesús en el Sagrario me mira. 

Me mira siempre.

Me mira en todas partes...

Me mira como si no tuviera que mirar a nadie más que a mí.

¿Por qué?

Porque me quiere, y los que se quieren ansían mirarse…

Alma, detente un momento en saborear esta palabra: El Corazón de Jesús está siempre mirándome.

¿Cómo me mira a mí?

Hay miradas de espanto, de persecución, de vigilancia, de amor.

¿Cómo me mira a mí el Corazón de Jesús desde su Eucaristía?

Ante todo te prevengo que su mirada no es la del ojo justiciero que perseguía a Caín, el mal hermano.

No es aquella mirada de espanto, de remordimiento sin esperanza, de  justicia siempre amenazante. No, así no me mira ahora a mí.

¿Cómo? Vuelvo a preguntar.

El Evangelio me responde:

Las tres miradas del Corazón de Jesús

Una es la mirada que tiene para los amigos que aún no han caído, otra es para los amigos que están cayendo o acaban de caer, pero quieren levantarse, y la otra para los que cayeron y no se levantarán porque no quieren.

La primera mirada

Con ella regaló al joven aquel que de rodillas le preguntaba: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?

El Evangelista san Marcos (10, 21), a más de la respuesta que de palabra le da el Maestro bueno, pone en la cara de éste otra respuesta más expresiva:  Jesús, poniendo en él los ojos, le amó.

¡Mirada de complacencia, de descanso, de apacible posesión con que el Corazón de Jesús envuelve y baña a las almas inocentes y sencillas, que como la de aquel, «había guardado los mandamientos desde su juventud»!

La segunda mirada

Tiene por escena un cuadro triste: ¡El patio del sumo Pontífice!

Allá dentro, Jesús está sumergido en un mar de calumnias, ingratitudes, malos tratos...; fuera, Pedro, el amigo íntimo, el hombre de confianza, el confidente del perseguido Jesús, negándolo una, dos, tres veces con juramento y con escándalo...

¿Qué ha pasado? Pedro ha echado a correr aguantando con sus manos cerradas lágrimas que brotan de sus ojos.

Es que el Reo de allá dentro ha saltado por encima de todos sus dolores, ha vuelto la cara atrás y ha mirado al amigo que caía.

¡Mirada de recuerdos de beneficios recibidos, de reproches que duelen y parten el alma de pena, de invitación a llanto perenne, de  esperanza, de perdón...!

La tercera mirada

¡Qué desoladora! ¡El Maestro, sobre lo alto de un monte, cruzados los brazos, mira a Jerusalén y llora...!

¡Qué triste, que desconsoladoramente triste debe ser la mirada de Jesús sobre un alma que ciertamente se condenará!

Cruza los brazos porque la obstinación y dureza de aquella alma frustra cuanto por ella se haga, y llora porque... eso es lo único que le queda que hacer a su Corazón.

Hermanos, ¿con cuál de estas tres miradas seremos mirados? ¡Que buen examen de conciencia y qué buena meditación para delante del  Sagrario!

Corazón de mi Jesús que vive en ese mi Sagrario, y que no deja de  mirarme, ya que no puedo aspirar a la mirada de complacencia con que regalas a los que nunca cayeron, déjame que te pida la mirada del patio de Caifás.

¡Me parezco tanto al Pedro de aquel patio! ¡Necesito tanto tu mirada para empezar y acabar de convertirme! 

Mírame mucho, mucho, no dejes de mirarme como lo miraste a él, hasta que las lágrimas que tu mirada arrancan, abran surcos si no en mis mejillas como en las de tu amigo, al menos en mi corazón destrozado de la pena del pecado. 

Mírame así: te lo repito, y que yo me dé cuenta de que me miras  siempre. ¡Que yo no quiero verte delante de mí llorando y con los brazos cruzados... que soy yo el que quiere y debe llorar! 

¡Tú, no!».



 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

SE LLAMABA ISABEL

Isabel la Católica dictando su testamento

En un día como hoy de 1504 dejaba este mundo una mujer digna de admiración: Isabel la Católica. “Rodeada de sollozos y oraciones” partía esta alma noble a la conquista de su último y más anhelado reino, el reino de los cielos. El destacado historiador e hispanista chileno Jaime Eysaguirre G. compuso un brevísimo ensayo –Se llamaba Isabel es su título–, donde a modo de semblanza canta con maestría y visión poética las hazañas de la reina de Castilla.

* * *

«E s una historia maravillosa que comienza y sigue como un cuento de hadas…

Había una vez una princesa que se llamaba Isabel. Era rubia como los trigales de Castilla y en sus ojos se reflejaba el azul trascendente que amparó las gestas de Ruy Díaz y que ha de bendecir con el tiempo las andanzas de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. Madrigal de las Altas Torres fue su cuna. Allí está la piedra bautismal, en la iglesia vetusta, junto a la plaza que hoy llena el corro alegre y bullicioso de muchos, de muchísimos niños y también de niñas que sueñan en ser Isabel. Madrigal de las Altas Torres la acuñó y ahora parece cansada de tanta gloria, vieja, con el rostro partido en sus almenas.

Castilla estaba enferma. Jorge Manrique lloraba sobre los despojos de la noble caballería: “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Y, sin embargo, la salud se hallaba próxima, envuelta en el suave velo de una mujer. Allí estaba Isabel, con templo de heroína bíblica, como nueva Judit para salvar a su pueblo; como ángel quebrantador de la injusticia; como querubín que aventa con sus alas poderosas la pestilencia del aire y hace triunfar la pureza y el bien.

Y junto a Isabel, Fernando, el caballero que el poeta Manrique buscara en vano, y que ahora con disfraz de mercader, como toca al actor de un cuento maravilloso, viene de Aragón en socorro de su dama y le ofrece el puño de su espada para confirmarla Reina de Castilla.

Pasa el tiempo. Bajo el cielo y sobre la piedra de la estepa mística galopa la última cruzada hasta detenerse junto a los pies de la Alhambra. La fe y la voluntad se estrechan con pasión el muro fuerte. Y al fin la voluntad y la fe romperán el misterio del palacio encantado y los surtidores alegres hablan de la gloria de Isabel.

De nuevo el agua e Isabel. Pero ya no la suave, dulce y circunscrita del patio de los arrayanes, sino la áspera, arremolinada e inmensa del mar océano. Por sobre la cresta del oleaje ella ha mandado tres palomas mensajeras de su fe. Y así como la fe traslada las montañas y demuele las fortalezas porfiadas, ahora le roba su secreto al abismo. Y así brotan tierras nuevas y habitantes exóticos y catecúmenos innumerables. La reina tiene más motivos para amar.

Y llega el fin. De marco, el castillo de la Mota de empinada cresta. La reina en un lecho rodeada de sollozos y oraciones. Y de sus labios secos, la exigencia postrera, la súplica entrañable: “Ordeno, pido, imploro piedad para mis nuevos súbditos, los indios”.

Arriba en las almenas, salmodian los grajos. Abajo la madre de todo un mundo se desgrana en el amor. Era el corazón de España y se llamaba Isabel». 

(Jaime Eysaguirre, Hispanoamérica del dolor, Santiago de Chile 1982, 2ª ed., pp. 93-95).