Ícono de San Juan Crisóstomo
«¿Queréis que os recuerde los diversos
caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos
ellos conducen al cielo.
El primer camino de penitencia
consiste en la acusación de los pecados:
Confiesa primero tus pecados, y serás justificado. Por eso dice el salmista:
Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
Condena, pues, tú mismo, aquello en lo que pecaste, y esta confesión te
obtendrá el perdón ante el Señor, pues, quien condena aquello en lo que faltó,
con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre
despierta y sea como tu acusador doméstico, y así no tendrás quien te acuse
ante el tribunal de Dios.
Éste es un primer y óptimo camino de
penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar
las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira,
olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios
perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo
modo de expiar nuestras culpas. Porque si perdonáis a los demás sus culpas
–dice el Señor–, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.
¿Quieres conocer un tercer camino de
penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo
íntimo del corazón.
Si deseas que te hable aún de un
cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y extraordinaria virtualidad.
También, si eres humilde y obras con
modestia, en este proceder encontrarás, no menos que en cuanto hemos dicho
hasta aquí, un modo de destruir el pecado: De ello tienes un ejemplo en aquel publicano, que, si bien no pudo
recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su
humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.
Te he recordado, pues, cinco caminos
de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las
ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; y quinto,
la humildad.
No te quedes, por tanto, ocioso,
antes procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes
excusar aduciendo tu pobreza, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías
deponer tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus
pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero ¿qué
estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel
camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo
los propios bienes —hablo de la limosna—, pues esto lo realizó incluso aquella
viuda pobre que dio sus dos pequeñas monedas.
Ya que has aprendido con estas
palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas, y así, recuperada ya tu salud, podrás acercarte
confiado a la mesa santa y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de
la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la misericordia y la
benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
(San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre
el Diablo tentador, n. 6. PG 49, 263-264. Officium lectionis; Feria III, Hebd. XXI)