Estos son los que siguen al Cordero adondequiera que va. Estos fueron redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero. Y en sus bocas no fue hallado engaño, porque son inmaculados delante del trono de Dios (Ap 14, 4-5).
A este séquito que sigue a Cristo hasta el fin, adornado con la palma triunfante del martirio, pertenecen el papa San Sixto II y un grupo de diáconos martirizados en Roma durante el siglo III. Sixto fue elegido papa en el año 257 tras la muerte de Esteban I. San Cipriano, quien lo llama un «sacerdote bueno y pacífico», relata en una carta a un hermano obispo africano la persecución del año 258 tras el segundo Edicto de Valeriano. Éste dispuso la decapitación de obispos, sacerdotes y diáconos, y la confiscación de los bienes de la Iglesia, incluidos los cementerios. Por el Papa Dámaso sabemos que Sixto fue sorprendido en el cementerio, probablemente el de San Calixto donde está enterrado, mientras enseñaba la palabra divina y fue decapitado junto con seis de los siete diáconos de Roma (Genaro, Magno, Vicente, Esteban, Agapito y Felicísimo). El séptimo, el protodiácono Lorenzo, fue asesinado tres días después en la Vía Tiburtina.
San Cipriano, a la espera de que la persecución pronto se desatara en las iglesias del norte de África, alentaba a los fieles para el combate: «Os pido que comuniquéis estas noticias a los demás colegas nuestros, para que en todas partes las comunidades cristianas puedan ser fortalecidas por su exhortación y preparadas para la lucha espiritual, a fin de que todos y cada uno de los nuestros piensen más en la inmortalidad que en la muerte y se ofrezcan al Señor con fe plena y fortaleza de ánimo, con más alegría que temor por el martirio que se avecina, sabiendo que los soldados de Dios y de Cristo no son destruidos, sino coronados».
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