Publico a continuación el discurso que Jaime
Guzmán, abogado, académico y político chileno de renombre, pronunció en el
Senado de la República mientras se debatía el proyecto de ley que abolía la
pena de muerte en el país (10-X-1990). Además de su claridad jurídica, la
intervención destaca por la honda visión cristiana que lo informa. En un
momento de la magistral intervención su autor señala: Sólo deseo exponer
mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la
rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no
proyecte su beneficio sobre la sociedad. Solo pocos meses después de
este discurso, ampliamente ovacionado en el parlamento, el Senador Guzmán fue
asesinado por un grupo terrorista. (Los destacados son nuestros).
* * *
Señor Presidente, Honorables colegas:
El proyecto de ley que hoy debate el
Honorable Senado, originado en una iniciativa del Presidente de la República,
tiende a la abolición total y absoluta de la pena de muerte en Chile. Tal
criterio ha prevalecido también en la Honorable Cámara de Diputados.
Divergiendo de ese parecer, he
concurrido al predicamento mayoritario dentro de la Comisión de Constitución,
Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, que propone mantener la pena de
muerte para ciertos delitos de extrema gravedad, en el carácter de pena máxima
que el tribunal competente pueda aplicar dentro de una escala, tal cual hoy la
contempla nuestro ordenamiento jurídico.
Conocida es la secular polémica en torno
a este tema. El mantenimiento o la abolición de la pena capital ha dividido
tradicionalmente las opiniones de juristas, moralistas y hasta teólogos. Se
trata de un problema conceptualmente complejo y humanitariamente muy delicado.
Intentar siquiera una reseña de esa
larga y elevada disputa doctrinaria excedería la naturaleza y las limitaciones
de tiempo propias de esta intervención parlamentaria. Sólo aspiro a consignar
los fundamentos básicos de mi enfoque personal al respecto.
Para situar adecuadamente el análisis en
cuestión, resulta fundamental tener presente que el delito viola el orden
jurídico, dañando con ello el orden social. Detrás de la tipificación legal de
una acción u omisión como delictiva debe encontrarse siempre algún bien
jurídico que la sociedad busca proteger. Ahora bien, la pena impuesta a quien
delinque tiende precisamente a restablecer ese orden jurídico y social
quebrantado, para defender los derechos y valores contenidos en los bienes
jurídicos que el delito atropella. En ese concepto general, caben las
finalidades específicas de las penas que, bajo múltiples formulaciones
distintas, se han desarrollado por la ciencia jurídica a lo largo de la
historia.
La defensa de la sociedad frente al
peligro que representa la conducta delictual de ciertos individuos; el efecto
intimidatorio o disuasivo para procurar que un delito no se cometa, no se
repita o no se imite; el propósito de favorecer la rehabilitación del
delincuente y otros objetivos propios de las penas, son finalidades que éstas
persiguen válida y copulativamente. Sin embargo, ellas adquieren toda su
legitimidad y su sentido en la perspectiva de que la pena implique un castigo
que sea proporcionado al mal que el delito ha inferido al orden jurídico y
social. La sanción emerge así como medio necesario para la reafirmación del
derecho, otorgando a esta dimensión retributiva el elemento más propio,
esencial y distintivo de las penas jurídicas. En efecto, nadie discute la
licitud de que la autoridad encierre a una persona demente cuyo libre
desplazamiento entrañe alta peligrosidad para sus semejantes. Todos concuerdan
en lo positivo de someter a quien padece locura o demencia, a formas de
tratamiento medicinal que le permitan rehabilitarse, superando su enfermedad en
la mayor medida posible.
Sin embargo, esas medidas privativas de
libertad y rehabilitadoras no son penas y no pueden confundirse con éstas. El
Derecho Penal no se aplica a los dementes, precisamente porque sus actos no les
son reprochables. Por consiguiente, lo que singulariza a la sanción penal no es
la protección física de la sociedad frente a un individuo peligroso, ni la
rehabilitación del que atenta contra los integrantes o bienes de la misma
sociedad, ya que tales objetivos son igualmente propios para afrontar la acción
de un demente. Formulo tal precisión porque pocas distorsiones pueden ser tan
graves como la tendencia de ciertos sectores del pensamiento contemporáneo que,
sutil o abiertamente, ponen en duda el libre albedrío del ser humano. En ello
advierto una de las mayores amenazas actuales para el orden moral, ya que, si
no se asume que, pese a las limitaciones o condicionantes que rodean la
existencia del hombre, somos libres para decidir nuestra conducta, se derrumba
toda la fuente de la responsabilidad humana y desaparecen los conceptos mismos
de derecho y de moral.
La pena se distingue porque conlleva
un sufrimiento que la sociedad impone coercitivamente a quien delinque, a fin
de que expíe su falta. Ello es duro, pero ineludible. Nada lo ilustra en forma
más palpable que el natural remordimiento propio de quien se arrepiente de su
delito. Es frecuente que personas sobre cuya conciencia pesa un grave delito
decidan entregarse voluntariamente a la autoridad pudiendo eludirla. Ello pone de manifiesto que en lo más recóndito de la
conciencia humana late el convencimiento de la necesidad de un castigo que
purgue el acto ilícito cometido. De este modo, no sólo se restablece el orden
jurídico y social, sino que el delincuente que recapacita reencuentra muchas
veces su propia paz interior. Con todo, ese rasgo de sufrimiento obliga a
enfrentar la aplicación de toda pena como una dolorosa necesidad y jamás como
algo de suyo deseable.
No tiene sentido, por tanto, plantear
que alguien sea "partidario" de la pena de muerte o de cualquier otra
pena. Nadie puede ser "partidario" de que a otro ser humano se le
imponga un sufrimiento. Cosa muy diferente es aceptarlo como un penoso
imperativo social.
La afirmación de que la pena de
muerte es ilegítima porque ella viola el derecho a la vida envuelve un
equívoco. Resulta evidente que toda pena priva a quien la sufre de algún
derecho, o al menos le restringe su ejercicio. Así, las penas de prisión afectan
gravemente la libertad personal de los condenados. Pero eso no autoriza a
sostener que dichas sanciones violan la libertad personal. En cuanto la pena
sea justa, ella no vulnera ningún derecho, sino que afecta un derecho de modo
lícito y necesario, lo cual es esencialmente diferente.
La cuestión debe centrarse, por tanto,
en si el derecho a la vida puede o no ser afectado jurídicamente a través de la
pena de muerte. En otros términos, se trata de determinar la índole y los
límites que puede tener el sufrimiento impuesto por una pena. Ante todo, debe
descartarse cualquier elemento de dolor físico o moral que no sea estrictamente
necesario para el objetivo mismo de la pena. Eso implica excluir las sanciones
crueles, inhumanas o degradantes, como contrarias a la dignidad del hombre. A
mi juicio, caen en tal caracterización los castigos que impongan un dolor
físico o moral que exceda el propósito buscado por la pena o bien su adecuada
proporción con la gravedad del delito.
La determinación específica sobre si una
pena incurre o no en alguno de esos excesos presenta ciertamente un problema
difícil, que en parte depende de la forma en que evoluciona la sensibilidad de
los pueblos. Penas que en otro tiempo se consideraron procedentes, o que
incluso se mantienen en muchos países de cultura islámica u oriental, repugnan
a nuestra sensibilidad, como ocurre con las mutilaciones, los azotes u otras que
consideramos crueles, inhumanas y degradantes.
La evidencia empírica de que, en cambio,
tratándose de la pena de muerte no se produce igual consenso, sino que las
opiniones se dividen de modo significativo, refleja una realidad que no procede
atribuir a una supuesta contradicción caprichosa.
Es efectivo que la pena capital
resulta más grave que ninguna otra. Pero, respecto a la dignidad del hombre,
hay algo sustancialmente distinto en afrontar el término anticipado y conocido
de su existencia temporal, comparado con el escarnio de verse sometido a la
infamia pública o a seguir viviendo con daños psíquicos o físicos irreparables.
Esto último puede acarrear al afectado
un sufrimiento peor que la muerte. De ahí que muchas personas prefieran morir
con dignidad, que vivir sin ella. Estas reflexiones no constituyen el
fundamento de la pena capital, ya que ella se le impone al afectado al margen
de su voluntad. Simplemente apuntan a explicar la aparente paradoja de que
quienes creemos inconveniente abolir totalmente dicha pena, coincidamos en el
rechazo a otras que son o aparecen menos drásticas.
En cuanto a la justificación de mantener
la pena en debate, ésta deriva de que hay delitos cuya extrema gravedad hace
que la sanción proporcionada para ellos pueda llegar a ser la pena capital. Si
nos aproximamos al tema considerando sólo la eventual reincidencia de un
delincuente que aparezca especialmente peligroso, pienso que la pena de muerte
no se justificaría. Bastarían tal vez al efecto prisiones de alta seguridad.
Diferente es el juicio si enfocamos
la materia desde la perspectiva de la defensa y protección de la sociedad
frente a todos los potenciales delincuentes, que es la razón de ser
predominante de las penas y del carácter retributivo que les es esencial. Con
ese prisma, hay delitos que pueden merecer la pena capital. Deseo ser explícito para señalar que ése es el
argumento fundamental y por sí mismo suficiente que me lleva a propiciar que se
mantenga la pena de muerte respecto de los gravísimos delitos en que así lo
propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento de este
Honorable Senado.
Asimismo, debe tenerse presente que la
aplicación de la pena capital en Chile se encuentra acertada y cuidadosamente
regulada, especialmente para la justicia de tiempos de paz. En efecto, cuatro
son las principales exigencias que concurren a lo expuesto. En primer lugar, la
pena de muerte nunca está considerada como pena única para un determinado
delito. En los casos en que ella se contempla, reviste el carácter de pena
máxima dentro de una escala que incluye otras penas menos graves que el
tribunal puede aplicar al mismo delito. Así, sólo se llega a la condena a
muerte cuando, además de la comisión de un delito muy grave, éste se lleva a
cabo en circunstancias que confieren al acto delictivo correspondiente un signo
de especialísima maldad. Sobre tal base, el juez puede aplicar la pena de
muerte, pero sin estar nunca legalmente obligado a hacerlo, ya que está siempre
facultado para decretar una pena menor de las que establece la escala
respectiva para el delito de que se trate. En segundo término, no se puede
decretar la pena capital por presunciones. En tercer lugar, dicha pena requiere
el acuerdo unánime del tribunal colegiado que la decreta. Basta el voto en
contra de un magistrado para que se aplique la pena inmediatamente inferior,
esto es, el presidio perpetuo. Finalmente, en el evento de que se pronuncie la
condena a muerte por la unanimidad del tribunal correspondiente, sus miembros
proceden a deliberar en conciencia acerca de si -más allá de lo estrictamente
jurídico y considerando todos los factores éticos y humanitarios envueltos- el condenado
es o no digno de clemencia. El resultado de esa deliberación se envía al
Presidente de la República para que éste lo pondere al resolver sobre el
indulto correspondiente.
Tocante a la justicia militar de tiempo
de guerra, el proyecto de la Comisión pertinente de esta Honorable Corporación
sugiere que también se exija el requisito de la unanimidad del Consejo de
Guerra para dictar una condena a muerte. Asimismo, propone que dicha judicatura
sólo opere en caso de guerra externa y no en el de guerra interna, por la
peculiar naturaleza que caracteriza a esta última. El realismo indica que la
hipotética supresión de la pena de muerte en caso de guerra externa, aun para
los delitos más graves que atenten contra la patria o las operaciones bélicas,
como la traición, el espionaje o el sabotaje, sólo favorecería que se
procediese de hecho contra los culpables, más allá de toda juridicidad.
En el fragor de la guerra, la existencia
de juicios ante Consejos de Guerra, por excepcionales que sean sus
procedimientos, representa una instancia de resguardo jurídico, que precave
muchos abusos fácilmente acaecibles en semejantes circunstancias.
Sin perjuicio de lo antes expresado,
señor Presidente, deseo hacerme cargo de tres objeciones que se formulan a la
pena capital, desde la perspectiva de su efecto disuasivo, del error judicial y
de la rehabilitación del condenado.
Se ha argumentado profusamente que dicha
pena carecería de efecto disuasivo comprobado. No comparto tal punto de vista. No
hay ninguna estadística que pueda medir exacta ni cabalmente la eficacia disuasiva
de una pena. Saber cómo habría actuado una persona si en la misma época y
sociedad hubiese regido una legislación diferente a la que imperaba, trasciende
la previsibilidad humana. Toda estadística al respecto adolecerá
inevitablemente de esa falencia.
Por el contrario, el sentido común es
más contundente que cualquier alegato estadístico, para indicarnos la evidencia
de que el carácter sobrecogedor de la pena capital, necesariamente siempre
operará, por definición, como un elemento intimidatorio y disuasivo muy
importante.
El caso del terrorismo resulta
particularmente ilustrativo. Se afirma que a los terroristas no les preocupa la
gravedad de las penas, porque aspiran a presentarse como héroes. Admitiendo que
ello fuese válido para los exponentes más fanatizados y comprometidos de los
grupos terroristas, tal realidad dista de ser aplicable a quienes son
convocados a incorporarse -o a acrecentar su participación- en las vastas redes
que supone el terrorismo. De nuevo el sentido común nos hace nítido que para
estas personas no puede ser indiferente la mayor o menor gravedad de las penas
a que su acción terrorista pudiere exponerlas.
Por otro lado, la constatación empírica
de que los presidios perpetuos o muy prolongados se cumplen cada vez en menor
medida, invita a que los legisladores seamos especialmente cautos al resolver
sobre si prescindir o no del efecto disuasivo que posee la pena capital.
Otra argumentación muy repetida para
propiciar la abolición de la pena capital apunta a su carácter irreversible,
cuya especial delicadeza se hace patente ante la hipótesis del error judicial. Confieso
que dicha observación es la que me hace mayor fuerza frente a la disyuntiva de
mantener o no la pena de muerte. Sin embargo, la forma en que ésta se encuentra
regulada en nuestra legislación, ofrece suficientes garantías para que dicha
aprensión quede virtualmente superada.
Me he referido pormenorizadamente a tales resguardos. Pero excúseme, señor
Presidente, que sea reiterativo al respecto, para relacionarlos con la hipótesis
del error judicial.
No es verosímil que la pena de muerte
pudiere llegar a aplicarse en virtud de un error judicial, cuando ella no puede
decretarse por meras presunciones, cuando el juez nunca está obligado
legalmente a aplicarla para una determinada figura delictiva, con lo cual sólo
lo hará al no haber duda alguna sobre la autoría del delito y sobre las
circunstancias que ameriten la aplicación de la pena máxima de la escala en que
el tribunal puede moverse al resolver; cuando se requiere la unanimidad del
tribunal colegiado que coincida en estimar procedente la pena capital; cuando,
en fin, éste delibera en conciencia y humanitariamente sobre si el condenado es
o no digno de clemencia, como antecedente de innegable peso para el eventual
indulto presidencial.
En todo caso, analizado el tema en
profundidad, también son irreversibles las penas privativas de libertad, ya que
nadie puede restituir al afectado los años de prisión -que a veces pueden ser
muy numerosos y prolongados-, por mucho que ella fuere dejada sin efecto. Se
trata obviamente de una irreversibilidad de efectos menos graves que la de una
condena a muerte. Puntualizo sólo que la irreversibilidad de un error judicial
consumado no es una característica exclusiva de la pena capital.
Otro aspecto de sumo interés estriba
en la extendida creencia de que la pena de muerte no permitiría la
rehabilitación del condenado. ¿Es realmente correcta dicha afirmación? Una
respuesta superficial a esta pregunta conduce fácilmente a validarla. No
obstante, una reflexión más honda y meditada del tema lo muestra en su
verdadera dimensión, que permite desprender lo contrario. Son abundantes los testimonios de personas condenadas
a muerte que, antes de ser ejecutadas, experimentaron una profunda conversión
interior, acaso muy improbable si no hubiesen sido confrontadas al supremo
trance de pagar con su vida un grave delito cometido. Me impresionó fuertemente
la actitud de dos personas ejecutadas en Calama, en 1982. Gabriel Hernández y
Eduardo Villanueva cometieron un horrendo homicidio doble contra dos
funcionarios del Banco del Estado, crimen perpetrado con especial premeditación
y alevosía, para apropiarse del producto de un cuantioso robo.
Esas dos personas, horas antes de su
fusilamiento, entregaron una carta al Obispo de Calama, para que la difundiese
después de la ejecución. Me permito leer textualmente ese documento ante este
Honorable Senado, porque ninguna síntesis trasuntaría adecuadamente su
contenido. Dice así -abro comillas-:
Querido Monseñor Herrada:
Queremos dar testimonio a usted y
a la Santa Iglesia de la felicidad que nos ha brindado la gracia divina, y que
estas teas encendidas en el fuego del Dios del amor, sirvan para encender
muchas más, por este mundo oscuro y en desamor. "Dad testimonio de este
milagro y manifestad que Dios espera con sus brazos abiertos para sumergirnos a
todos en una inmensa misericordia divina. "Alegraos con nosotros y
fortaleced vuestro espíritu. Comprended que no hemos muerto. En verdad, hemos
nacido a la verdad y a la eternidad donde la Santa Trinidad, con María Virgen,
nos salen al encuentro. Sed fuertes, comprended el milagro y sepan comprender
la divina voluntad. Asumid nuestras obligaciones terrenas y tened siempre
presente que velaremos por ustedes, como vosotros lo hacéis con oraciones para
con nuestras almas. Alegraos en nuestra fe y comunicad la buena nueva. Que Dios
les bendiga. Hasta siempre.
Frente al testimonio transcrito, yo
pregunto ante este Honorable Senado: ¿Es válido sostener que la pena capital
hace imposible la rehabilitación del condenado? Tan impresionante conversión
del alma, que la experiencia demuestra que no es excepcional frente a la
inminencia de la muerte, ¿no produjo acaso también un bien moral en la sociedad
sobre la cual aquel testimonio se irradió? Esa rehabilitación de los condenados
y ese beneficio social de su testimonio, ¿no entrañaron un bien de envergadura
muy superior a la que se busca como ideal a través de las penas privativas de
libertad y de la más exitosa reeducación carcelaria imaginable? No faltará
quien arguya que, en presencia de una rehabilitación semejante, carece de
lógica haber privado a esos condenados de su vida. Pero es obvio que tal
argumentación no es válida, porque aquella conversión probabilísimamente no
habría ocurrido sin el impacto y el recogimiento inherentes a ese momento de
suprema verdad interior que supone afrontar la muerte.
Quede bien en claro -una vez más- que el
fundamento básico de la procedencia de una pena es que ella constituya el
castigo proporcionado al delito cometido. No se podría colegir de mis
observaciones que la pena capital pudiera ser legítima o procedente para
delitos cuya gravedad no la merezca. Sólo deseo exponer mi convencimiento de
que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del
condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio
sobre la sociedad.
Un alto ejemplo moral que se verifique
en un solo día puede tener un significado social muy superior al aporte
rutinario o habitual que un preso reeducado realice durante largos años. Lo que
un ser humano entrega a la sociedad no se mide sólo por su extensión en el
tiempo, sino también -y ante todo- por su intensidad o calidad moral. Así lo
han entendido los héroes y los mártires. Así lo puede asumir también, aunque
forzado con una pena impuesta por la autoridad, quien sublima su dolor en una
expiación que purifica y redime.
Las consideraciones anteriores no
presuponen necesariamente determinada fe religiosa del condenado. Poseen
validez en el mero plano de la ética natural, como dan cuenta innumerables
testimonios registrados al respecto a lo largo de toda la historia. Convengo,
eso sí, que una actitud como la descrita se hace más fácil, a la vez que cobra
su dimensión más plena, para quienes consideramos que la vida temporal es una
peregrinación hacia la vida eterna. Para los creyentes, la muerte no es la
destrucción de la existencia humana, sino su tránsito hacia una forma superior
y diferente. Al despedir a un ser querido, los cristianos proclamamos con
especial vigor que la muerte no es el término de la vida del hombre, sino su
transformación. Afirmamos que "al deshacerse nuestra morada terrenal
adquirimos una mansión eterna en el cielo".
Señor Presidente, aludo a este ángulo
del problema porque creo que nos desliza hacia lo que estimo más fundamental en
este debate, aun independientemente de las creencias religiosas específicas de
cada cual. Nadie puede desconocer que la iniciativa legal que hoy analiza el
Senado de la República se enmarca en un movimiento de carácter universal, que apunta
a abolir la pena de muerte, en nombre del derecho a la vida. Así se ha
reiterado, por lo demás, esta mañana, aquí, en este debate. Sin embargo, gran
parte de los mismos países en que prospera dicho abolicionismo -y que al efecto
se exhiben como ejemplo- simultáneamente legalizan el aborto. Y quienes
impulsan lo uno y lo otro, suelen ser los mismos sectores políticos o de
opinión. Aunque ésta no sea la realidad prevaleciente hoy en nuestra patria, el
carácter mundialmente tan extendido de la coincidencia señalada debe movernos a
una honda reflexión.
Naciones que aprueban la abolición de
la pena de muerte que la autoridad judicial pueda imponer para delitos
gravísimos legalizan el asesinato que simples particulares cometen contra
millones de seres inocentes e indefensos. ¡Qué contradicción más flagrante!
Pero, al mismo tiempo, ¡qué contradicción más reveladora! En el fondo, ella
obedece a una de las crisis más graves de nuestra civilización occidental. Un
materialismo práctico, cada vez más generalizado, enfoca toda la existencia
humana desprovista de su trascendencia y reducida a su inmanencia. Se mira la
vida humana como si fuese sólo una expresión psíquica y física, ajena a la
dimensión espiritual y trascendente del alma. Por eso, mientras se rechaza con
escándalo todo lo que implique horror sensible, se olvidan los principios
morales más básicos, cuando se les puede violar sin ese impacto sobre los
sentidos. El aborto mata sin que se
vea o se sienta ese crimen, en todo lo que implica el asesinato de un ser cuya inocencia
está fuera de toda duda posible. He ahí su especial cobardía. Pero he ahí
también lo que explica su extendida -aunque monstruosa- aceptación en el mundo
actual.
Respeto -aun cuando no lo comparto- el
punto de vista de quienes postulan la abolición total de la pena de muerte
fundados en sinceras apreciaciones éticas o prácticas. Pero resulta
ostensible que la inspiración real del movimiento mundial organizado en favor
de tal abolicionismo no responde a los principios morales que invoca, desde el
momento en que muchos de sus adalides han favorecido la legalización del
aborto, la eutanasia y otros atentados contra la vida cuya ilegitimidad -a
diferencia de la pena capital- no admite controversia posible.
Lo anterior se vincula con un argumento
en el plano filosófico -y aun teológico- invocado para pretender negar
legitimidad a la pena de muerte. Se asevera que sólo Dios es dueño de la vida
humana. Declaro mi plena concordancia con tal afirmación. Ningún hombre, en su
simple carácter de ser humano igual a los demás, puede privar a otro de su
vida, salvo que obre en legítima defensa, con la proyección pertinente de este
concepto al caso de la guerra justa. Más aún, tampoco un hombre, en su mera
condición de tal, podría imponerle a otro una pena privativa de libertad, ni
sanción alguna.
Lo que ocurre es que cuando un hombre
inviste una autoridad legítima, aplicándola de modo justo y dentro de su
competencia, ejerce una potestad cuyo origen último proviene de Dios. Más allá de expresiones desfiguradas de ese
concepto, con que algunos han pretendido históricamente justificar despotismos
arbitrarios, el cristianismo siempre ha enseñado la doctrina luminosamente
expuesta por la Biblia, a través de San Pablo, quien afirma que "no hay
autoridad sino bajo Dios, y las que hay, han sido establecidas por Dios".
La existencia de autoridades que rijan
toda comunidad humana está exigida por la naturaleza del hombre y, por ende,
deriva de su Creador. Por ello, el poder legítimo de toda autoridad -cualquiera
que sea el nivel o género de ella-en última instancia, proviene de Dios. Ello
presupone que la autoridad respete la ley moral, inscrita en la naturaleza humana
y susceptible de ser descubierta también, por quienes no tengan el don de la fe
religiosa, a través de su razón, aplicada rectamente a desentrañar lo que constituye,
perfecciona o degrada esa naturaleza del hombre.
Obviamente, tratándose de la imposición
de penas, ello sólo incumbe a las autoridades estatales competentes, ya que los
cuerpos intermedios únicamente persiguen finalidades parciales y específicas
del ser humano. Pienso que quienes impugnan la legitimidad de la pena de muerte
debieran sopesar el hecho de que el Magisterio de la Iglesia Católica jamás la haya
condenado, dejando la resolución del problema a la prudencia de los hombres,
según las circunstancias propias y evolutivas del bien común.
Señor Presidente, he centrado
preferentemente esta intervención en aspectos conceptuales, porque pienso que
el Mensaje gubernativo que acompaña a este proyecto, al igual que diversas
apreciaciones vertidas en el debate parlamentario, han cuestionado la
legitimidad de la pena de muerte, más allá de su mera conveniencia o
inconveniencia práctica. Sin embargo,
delineados los fundamentos que me mueven a considerar dicha pena como legítima
y procedente, no quisiera terminar mis palabras sin exhortar a este Honorable
Senado a que medite sobre los efectos prácticos que tendría una abolición total
de la pena de muerte en las actuales circunstancias.
Asistimos en Chile a un dramático
recrudecimiento de la violencia delictual, que también aflige a gran parte del
mundo. El terrorismo se cierne como la amenaza más grave sobre las legítimas
esperanzas de afianzar una convivencia civilizada. Y sabemos que los grupos
terroristas poseen vasos comunicantes hacia la delincuencia común o hacia
fenómenos como el narcotráfico. Se ha llegado incluso a acuñar el término
"narcoterrorismo" que, ampliamente extendido en otras naciones
hermanas, hoy intenta desplegar sus tentáculos sobre nuestra patria.
Soy el primero en admitir y enfatizar
que no hay mejor antídoto contra la violencia delictual -sea ésta común o
terrorista- que una sólida formación espiritual y moral. He consagrado a ello
los principales afanes de mi vida, tanto a través de la docencia como de la
actividad política. No obstante, mis convicciones de hombre de derecho me
llevan a sostener que frente al delito es menester actuar con el suficiente
rigor legislativo para impedirlo o dificultarlo.
¿Es acaso prudente y oportuno que,
cuando el terrorismo y otras formas de violencia delictual nos estremecen casi
a diario, se prescinda jurídicamente de una pena que reviste innegable valor
disuasivo? Considerando que, conforme al proyecto que propone la Comisión de Constitución,
Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, la pena capital sólo llegaría a
aplicarse en casos muy infrecuentes y de extrema gravedad, ¿no resulta mucho
más sabio y realista acoger ese criterio? ¿Por qué y para qué lanzar la equívoca
e inoportuna señal pública de aparecer aprobando ahora una abolición absoluta
de la pena capital? Como razón suprema de esta iniciativa, se invoca el
fortalecimiento del derecho a la vida. Temo que el resultado práctico de ella
sería exactamente inverso y contraproducente para tan noble y compartido
propósito.
Tras las argumentaciones éticas y
jurídicas que he expuesto en esta intervención, me guía también un sentido
humanitario lleno de sensibilidad para defender la vida y los derechos de las
personas que sufren -o pueden sufrir- la agresión de la delincuencia común y
terrorista. Estoy convencido de que abolir totalmente la pena de muerte en este
momento incentivaría el atentado contra la vida y la seguridad personal de muchos
inocentes.
Es en nombre de esos sagrados derechos
de tantos hombres, mujeres y jóvenes de nuestra patria que llamo al Senado a
preferir el camino que su Comisión pertinente le ha propuesto y a no dar un
paso que juzgo inconveniente e inoportuno, del cual pronto habría que
arrepentirse, ante el dolor de muchas víctimas inocentes.
Muchas gracias, señor Presidente. He dicho.
Fuente: archivojaimeguzman.cl/index.php/diario-de-sesiones-del-senado-intervencion-pena-de-muerte