domingo, 19 de octubre de 2025

ORACIÓN Y COMBATE

Comentando la célebre narración de la batalla entre los israelitas y los amalecitas en el desierto (cf. Ex 17, 8-13), el Papa Benedicto XVI señalaba: «Fue precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.

Parece increíble, pero es así:  Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz:  brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo». (Benedicto XVI Homilía pronunciada en Nápoles el domingo 21 de octubre de 2007).


 

jueves, 16 de octubre de 2025

EL CONFITEOR EN EL RITO ANTIGUO. UNA REFLEXIÓN DE MARTIN MOSEBACH


La oración del Confiteor en el Rito Antiguo
Martín Mosebach

Fuente:  stughofcluny.org/2011/01/

La reforma litúrgica eliminó cuatro características de la antigua oración del Confiteor :


La profunda reverencia con la que se recitaba esta oración;
La estructura de la oración como un diálogo entre el sacerdote y la asamblea;
La invocación de varios santos por su nombre; 
Finalmente, el sacramental de la absolución.

La reverencia profunda es la parte más antigua de la oración. En los primeros tiempos del cristianismo, todas las misas comenzaban con la postración. Una persona se arrojaba al suelo para acercarse a los reyes orientales. Por esta razón, los primeros cristianos eligieron esta forma tan reverente de mostrar devoción y sumisión cuando tenían que presentarse ante el Dios-hombre y su sacrificio. Al principio no se decía nada. En el siglo VIII surgió la costumbre de decir en este momento, durante la postración (que había evolucionado gradualmente hasta convertirse en una reverencia profunda), la confesión de los pecados, tal como se había prescrito desde el principio para el inicio del rito sacrificial del Nuevo Testamento.

La forma de diálogo del Confiteor proviene del oficio divino de los monjes. Siempre se intercambiaba entre dos vecinos en los bancos del coro; un monje confesaba sus pecados al otro, y éste imploraba la misericordia de Dios para él. En la misa pontifical solemne del rito antiguo se conserva esta tradición; aquí el Confiteor es recitado por dos canónigos. Esta forma surgió de la idea de que la mayoría de los pecados contra Dios son al mismo tiempo pecados contra el prójimo, que el arrepentimiento debe conducir a la reconciliación y que todo hombre debe confiar en la oración de los demás. Para reconocer realmente la propia culpa es necesario un oyente; y para que, después de la confesión, la oración de intercesión del oyente pueda desarrollarse eficazmente, el confesor está obligado a guardar silencio. Luego se agregó otro elemento significativo cuando la relación entre vecinos en un banco se convirtió en una relación entre el sacerdote y la congregación. El sacerdote, que había sido llamado a realizar el sacrificio en la persona de Cristo, confesaba ahora ante toda la comunidad su imperfección e, inclinándose profundamente, esperaba su intercesión. Se podría decir que solo esto le daba el valor para subir al altar.

La fórmula del  «Indulgentiam» , que sigue a la confesión de los pecados y las peticiones de perdón, es una fórmula temprana de la absolución. La señal de la cruz que hace el sacerdote al recitar esta oración ha tomado el lugar de la imposición de manos. No se analizará aquí la relación entre esta absolución y la absolución en el sacramento de la penitencia. En cualquier caso, es evidente que la Iglesia consideraba el «Indulgentiam» como un sacramental que absuelve de los pecados veniales. Que la celebración del sacrificio comenzara con la absolución era lógico para un culto que tenía como objeto la renovación de la muerte sacrificial de Cristo, una muerte para la redención de los hombres del peso de sus pecados.

Estos tres elementos del Confiteor unían a la comunidad celebrante con el cristianismo primitivo y el monacato, concretaban la confesión general del pecado y la revelaban como la primera etapa del sacrificio. En contraste con su eliminación, la sustitución de los nombres de los santos individuales mediante la fórmula «y todos los santos» era la más fácil de aceptar. El Cielo aparece en estos nombres como una casa real jerárquicamente estructurada. En la cima se encuentra la «Reina de los ángeles, patriarcas y apóstoles», luego el «príncipe de las huestes celestiales», después el «primero de los nacidos de mujer» y finalmente los «príncipes de los apóstoles». Innumerables obras de arte han adoptado este lenguaje figurativo en formas constantemente nuevas. Su núcleo es la comprensión de que el orden es inherente a la creación de Dios; sí, que Dios mismo es orden. El hombre medieval aún podía imaginar que incluso entre los salvados existen diferentes grados de cercanía a Dios y diferentes tipos de relación con él. ¿Acaso los «reformadores» creyeron finalmente que debían adaptarse a las convenciones democráticas, especialmente al enfatizar la igualdad de todos los «santos» alcanzados por la redención? ¿O solo querrían eliminar un intrincado adorno gótico al desterrar del Confiteor la procesión jerárquica de los santos?

La belleza de los textos litúrgicos reside con frecuencia en el hecho de que revelan significados en diferentes niveles. Mueven a la meditación y se revelan a través de ella. La jerarquía de los santos aparece aquí como una metáfora del orden divino precisamente en una oración sobre la confesión de los pecados, es decir, del desorden. No es de extrañar que todos los representantes de este orden tengan algo especial que decir sobre el desorden del pecado que se les muestra en la oración.

La lista comienza con María. Ella representa la forma original del hombre: Dios quiso que el hombre fuera como María. Intacta del pecado original y con una virginidad inmaculada, se asemeja al hombre del sexto día de la creación: íntegra, imagen y semejanza de Dios, transparente a la incesante corriente de la gracia. Como es María, así debe ser el pecador. La restauración del pecador lleva los rasgos de María en una personalización icónica.

El Arcángel Miguel está vinculado al misterio de la génesis del mal. Luchó contra Satanás, la fuente del pecado y de todo pecado individual, que, como su modelo diabólico, consiste en la rebelión contra el orden divino. Pero el Arcángel Miguel también nos recuerda que el diablo ha sido derrotado. Puede tentar al pecador, pero nunca dominar la creación de Dios. Con una simple mirada al arcángel, el pecador reconoce el origen y la impotencia de su acto.

Juan el Bautista muestra el camino de la redención: la conversión. Se trata de un acto espiritual, pero debe expresarse en el actuar para comunicar al pecador la realidad de su decisión. El agua, que lava la suciedad corporal, también debe lavar el alma manchada. La oración debe distraer de sí mismo al espíritu atrapado en el amor propio. La privación corporal debe liberar el alma de la presión del hábito. Juan el Bautista encarna los pasos prácticos que el pecador puede dar si desea liberarse del pecado.

Pedro posee las llaves del reino de los cielos; representa el poder de absolución de la Iglesia. Comunica al pecador que desea convertirse la certeza de que el verdadero perdón responderá a su deseo, incluso que este deseo, con frecuencia, será aceptado en lugar del acto. Cristo, el que perdona los pecados, está presente en Pedro y en la Iglesia. Pedro mismo, más que todos los demás, experimentó su poder de perdonar. Pedro es el sacramento, el vaso indigno por el que fluye el poder de Dios.

Finalmente, Pablo enseña la condición bajo la cual se desarrolla el sacramento: la creencia del pecador en que Cristo puede sanarlo de sus enfermedades. Esta fe es un don de la gracia. Con este don comienza la obra de la restauración del pecador. El objetivo de esta restauración es que el hombre nazca de nuevo en la gracia. Con esto se cierra el círculo. El contemplativo procedió de María y regresa a ella.

Al predicar sus doctrinas, la Iglesia antigua eligió una y otra vez el camino de hacerlas visibles en forma humana.  El rostro humano les dio una vida carente de formulaciones teóricas. Las figuras de los santos, tal como las entendía la Iglesia antigua, no son un adorno piadoso ni una producción masiva de "cartón romano" (como escribió André Gide). Quien crea poder eliminarlas sin disminuir la enseñanza de Jesucristo malinterpreta la esencia de la Iglesia, que consiste sobre todo en estos mismos santos. En el caso de la oración del Confiteor, son estos mismos santos quienes enseñan al adorador a comprender correctamente su confesión. Pues la expresará de manera diferente cuando sepa que los ojos de ellos lo miran. 

lunes, 6 de octubre de 2025

UNA LECCIÓN MAGISTRAL SOBRE LA PENA DE MUERTE

Publico a continuación el discurso que Jaime Guzmán, abogado, académico y político chileno de renombre, pronunció en el Senado de la República mientras se debatía el proyecto de ley que abolía la pena de muerte en el país (10-X-1990). Además de su claridad jurídica, la intervención destaca por la honda visión cristiana que lo informa. En un momento de la magistral intervención su autor señala: Sólo deseo exponer mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio sobre la sociedad. Solo pocos meses después de este discurso, ampliamente ovacionado en el parlamento, el Senador Guzmán fue asesinado por un grupo terrorista. (Los destacados son nuestros).

 * * *

Señor Presidente, Honorables colegas:

El proyecto de ley que hoy debate el Honorable Senado, originado en una iniciativa del Presidente de la República, tiende a la abolición total y absoluta de la pena de muerte en Chile. Tal criterio ha prevalecido también en la Honorable Cámara de Diputados.

Divergiendo de ese parecer, he concurrido al predicamento mayoritario dentro de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, que propone mantener la pena de muerte para ciertos delitos de extrema gravedad, en el carácter de pena máxima que el tribunal competente pueda aplicar dentro de una escala, tal cual hoy la contempla nuestro ordenamiento jurídico.

Conocida es la secular polémica en torno a este tema. El mantenimiento o la abolición de la pena capital ha dividido tradicionalmente las opiniones de juristas, moralistas y hasta teólogos. Se trata de un problema conceptualmente complejo y humanitariamente muy delicado.

Intentar siquiera una reseña de esa larga y elevada disputa doctrinaria excedería la naturaleza y las limitaciones de tiempo propias de esta intervención parlamentaria. Sólo aspiro a consignar los fundamentos básicos de mi enfoque personal al respecto.

Para situar adecuadamente el análisis en cuestión, resulta fundamental tener presente que el delito viola el orden jurídico, dañando con ello el orden social. Detrás de la tipificación legal de una acción u omisión como delictiva debe encontrarse siempre algún bien jurídico que la sociedad busca proteger. Ahora bien, la pena impuesta a quien delinque tiende precisamente a restablecer ese orden jurídico y social quebrantado, para defender los derechos y valores contenidos en los bienes jurídicos que el delito atropella. En ese concepto general, caben las finalidades específicas de las penas que, bajo múltiples formulaciones distintas, se han desarrollado por la ciencia jurídica a lo largo de la historia.

La defensa de la sociedad frente al peligro que representa la conducta delictual de ciertos individuos; el efecto intimidatorio o disuasivo para procurar que un delito no se cometa, no se repita o no se imite; el propósito de favorecer la rehabilitación del delincuente y otros objetivos propios de las penas, son finalidades que éstas persiguen válida y copulativamente. Sin embargo, ellas adquieren toda su legitimidad y su sentido en la perspectiva de que la pena implique un castigo que sea proporcionado al mal que el delito ha inferido al orden jurídico y social. La sanción emerge así como medio necesario para la reafirmación del derecho, otorgando a esta dimensión retributiva el elemento más propio, esencial y distintivo de las penas jurídicas. En efecto, nadie discute la licitud de que la autoridad encierre a una persona demente cuyo libre desplazamiento entrañe alta peligrosidad para sus semejantes. Todos concuerdan en lo positivo de someter a quien padece locura o demencia, a formas de tratamiento medicinal que le permitan rehabilitarse, superando su enfermedad en la mayor medida posible.

Sin embargo, esas medidas privativas de libertad y rehabilitadoras no son penas y no pueden confundirse con éstas. El Derecho Penal no se aplica a los dementes, precisamente porque sus actos no les son reprochables. Por consiguiente, lo que singulariza a la sanción penal no es la protección física de la sociedad frente a un individuo peligroso, ni la rehabilitación del que atenta contra los integrantes o bienes de la misma sociedad, ya que tales objetivos son igualmente propios para afrontar la acción de un demente. Formulo tal precisión porque pocas distorsiones pueden ser tan graves como la tendencia de ciertos sectores del pensamiento contemporáneo que, sutil o abiertamente, ponen en duda el libre albedrío del ser humano. En ello advierto una de las mayores amenazas actuales para el orden moral, ya que, si no se asume que, pese a las limitaciones o condicionantes que rodean la existencia del hombre, somos libres para decidir nuestra conducta, se derrumba toda la fuente de la responsabilidad humana y desaparecen los conceptos mismos de derecho y de moral.

La pena se distingue porque conlleva un sufrimiento que la sociedad impone coercitivamente a quien delinque, a fin de que expíe su falta. Ello es duro, pero ineludible. Nada lo ilustra en forma más palpable que el natural remordimiento propio de quien se arrepiente de su delito. Es frecuente que personas sobre cuya conciencia pesa un grave delito decidan entregarse voluntariamente a la autoridad pudiendo eludirla. Ello pone de manifiesto que en lo más recóndito de la conciencia humana late el convencimiento de la necesidad de un castigo que purgue el acto ilícito cometido. De este modo, no sólo se restablece el orden jurídico y social, sino que el delincuente que recapacita reencuentra muchas veces su propia paz interior. Con todo, ese rasgo de sufrimiento obliga a enfrentar la aplicación de toda pena como una dolorosa necesidad y jamás como algo de suyo deseable.

No tiene sentido, por tanto, plantear que alguien sea "partidario" de la pena de muerte o de cualquier otra pena. Nadie puede ser "partidario" de que a otro ser humano se le imponga un sufrimiento. Cosa muy diferente es aceptarlo como un penoso imperativo social.

La afirmación de que la pena de muerte es ilegítima porque ella viola el derecho a la vida envuelve un equívoco. Resulta evidente que toda pena priva a quien la sufre de algún derecho, o al menos le restringe su ejercicio. Así, las penas de prisión afectan gravemente la libertad personal de los condenados. Pero eso no autoriza a sostener que dichas sanciones violan la libertad personal. En cuanto la pena sea justa, ella no vulnera ningún derecho, sino que afecta un derecho de modo lícito y necesario, lo cual es esencialmente diferente.

La cuestión debe centrarse, por tanto, en si el derecho a la vida puede o no ser afectado jurídicamente a través de la pena de muerte. En otros términos, se trata de determinar la índole y los límites que puede tener el sufrimiento impuesto por una pena. Ante todo, debe descartarse cualquier elemento de dolor físico o moral que no sea estrictamente necesario para el objetivo mismo de la pena. Eso implica excluir las sanciones crueles, inhumanas o degradantes, como contrarias a la dignidad del hombre. A mi juicio, caen en tal caracterización los castigos que impongan un dolor físico o moral que exceda el propósito buscado por la pena o bien su adecuada proporción con la gravedad del delito.

La determinación específica sobre si una pena incurre o no en alguno de esos excesos presenta ciertamente un problema difícil, que en parte depende de la forma en que evoluciona la sensibilidad de los pueblos. Penas que en otro tiempo se consideraron procedentes, o que incluso se mantienen en muchos países de cultura islámica u oriental, repugnan a nuestra sensibilidad, como ocurre con las mutilaciones, los azotes u otras que consideramos crueles, inhumanas y degradantes.

La evidencia empírica de que, en cambio, tratándose de la pena de muerte no se produce igual consenso, sino que las opiniones se dividen de modo significativo, refleja una realidad que no procede atribuir a una supuesta contradicción caprichosa.

Es efectivo que la pena capital resulta más grave que ninguna otra. Pero, respecto a la dignidad del hombre, hay algo sustancialmente distinto en afrontar el término anticipado y conocido de su existencia temporal, comparado con el escarnio de verse sometido a la infamia pública o a seguir viviendo con daños psíquicos o físicos irreparables.

Esto último puede acarrear al afectado un sufrimiento peor que la muerte. De ahí que muchas personas prefieran morir con dignidad, que vivir sin ella. Estas reflexiones no constituyen el fundamento de la pena capital, ya que ella se le impone al afectado al margen de su voluntad. Simplemente apuntan a explicar la aparente paradoja de que quienes creemos inconveniente abolir totalmente dicha pena, coincidamos en el rechazo a otras que son o aparecen menos drásticas.

En cuanto a la justificación de mantener la pena en debate, ésta deriva de que hay delitos cuya extrema gravedad hace que la sanción proporcionada para ellos pueda llegar a ser la pena capital. Si nos aproximamos al tema considerando sólo la eventual reincidencia de un delincuente que aparezca especialmente peligroso, pienso que la pena de muerte no se justificaría. Bastarían tal vez al efecto prisiones de alta seguridad.

Diferente es el juicio si enfocamos la materia desde la perspectiva de la defensa y protección de la sociedad frente a todos los potenciales delincuentes, que es la razón de ser predominante de las penas y del carácter retributivo que les es esencial. Con ese prisma, hay delitos que pueden merecer la pena capital. Deseo ser explícito para señalar que ése es el argumento fundamental y por sí mismo suficiente que me lleva a propiciar que se mantenga la pena de muerte respecto de los gravísimos delitos en que así lo propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento de este Honorable Senado.

Asimismo, debe tenerse presente que la aplicación de la pena capital en Chile se encuentra acertada y cuidadosamente regulada, especialmente para la justicia de tiempos de paz. En efecto, cuatro son las principales exigencias que concurren a lo expuesto. En primer lugar, la pena de muerte nunca está considerada como pena única para un determinado delito. En los casos en que ella se contempla, reviste el carácter de pena máxima dentro de una escala que incluye otras penas menos graves que el tribunal puede aplicar al mismo delito. Así, sólo se llega a la condena a muerte cuando, además de la comisión de un delito muy grave, éste se lleva a cabo en circunstancias que confieren al acto delictivo correspondiente un signo de especialísima maldad. Sobre tal base, el juez puede aplicar la pena de muerte, pero sin estar nunca legalmente obligado a hacerlo, ya que está siempre facultado para decretar una pena menor de las que establece la escala respectiva para el delito de que se trate. En segundo término, no se puede decretar la pena capital por presunciones. En tercer lugar, dicha pena requiere el acuerdo unánime del tribunal colegiado que la decreta. Basta el voto en contra de un magistrado para que se aplique la pena inmediatamente inferior, esto es, el presidio perpetuo. Finalmente, en el evento de que se pronuncie la condena a muerte por la unanimidad del tribunal correspondiente, sus miembros proceden a deliberar en conciencia acerca de si -más allá de lo estrictamente jurídico y considerando todos los factores éticos y humanitarios envueltos- el condenado es o no digno de clemencia. El resultado de esa deliberación se envía al Presidente de la República para que éste lo pondere al resolver sobre el indulto correspondiente.

Tocante a la justicia militar de tiempo de guerra, el proyecto de la Comisión pertinente de esta Honorable Corporación sugiere que también se exija el requisito de la unanimidad del Consejo de Guerra para dictar una condena a muerte. Asimismo, propone que dicha judicatura sólo opere en caso de guerra externa y no en el de guerra interna, por la peculiar naturaleza que caracteriza a esta última. El realismo indica que la hipotética supresión de la pena de muerte en caso de guerra externa, aun para los delitos más graves que atenten contra la patria o las operaciones bélicas, como la traición, el espionaje o el sabotaje, sólo favorecería que se procediese de hecho contra los culpables, más allá de toda juridicidad.

En el fragor de la guerra, la existencia de juicios ante Consejos de Guerra, por excepcionales que sean sus procedimientos, representa una instancia de resguardo jurídico, que precave muchos abusos fácilmente acaecibles en semejantes circunstancias.

Sin perjuicio de lo antes expresado, señor Presidente, deseo hacerme cargo de tres objeciones que se formulan a la pena capital, desde la perspectiva de su efecto disuasivo, del error judicial y de la rehabilitación del condenado.

Se ha argumentado profusamente que dicha pena carecería de efecto disuasivo comprobado. No comparto tal punto de vista. No hay ninguna estadística que pueda medir exacta ni cabalmente la eficacia disuasiva de una pena. Saber cómo habría actuado una persona si en la misma época y sociedad hubiese regido una legislación diferente a la que imperaba, trasciende la previsibilidad humana. Toda estadística al respecto adolecerá inevitablemente de esa falencia.

Por el contrario, el sentido común es más contundente que cualquier alegato estadístico, para indicarnos la evidencia de que el carácter sobrecogedor de la pena capital, necesariamente siempre operará, por definición, como un elemento intimidatorio y disuasivo muy importante.

El caso del terrorismo resulta particularmente ilustrativo. Se afirma que a los terroristas no les preocupa la gravedad de las penas, porque aspiran a presentarse como héroes. Admitiendo que ello fuese válido para los exponentes más fanatizados y comprometidos de los grupos terroristas, tal realidad dista de ser aplicable a quienes son convocados a incorporarse -o a acrecentar su participación- en las vastas redes que supone el terrorismo. De nuevo el sentido común nos hace nítido que para estas personas no puede ser indiferente la mayor o menor gravedad de las penas a que su acción terrorista pudiere exponerlas.

Por otro lado, la constatación empírica de que los presidios perpetuos o muy prolongados se cumplen cada vez en menor medida, invita a que los legisladores seamos especialmente cautos al resolver sobre si prescindir o no del efecto disuasivo que posee la pena capital.

Otra argumentación muy repetida para propiciar la abolición de la pena capital apunta a su carácter irreversible, cuya especial delicadeza se hace patente ante la hipótesis del error judicial. Confieso que dicha observación es la que me hace mayor fuerza frente a la disyuntiva de mantener o no la pena de muerte. Sin embargo, la forma en que ésta se encuentra regulada en nuestra legislación, ofrece suficientes garantías para que dicha aprensión quede virtualmente superada. Me he referido pormenorizadamente a tales resguardos. Pero excúseme, señor Presidente, que sea reiterativo al respecto, para relacionarlos con la hipótesis del error judicial.

No es verosímil que la pena de muerte pudiere llegar a aplicarse en virtud de un error judicial, cuando ella no puede decretarse por meras presunciones, cuando el juez nunca está obligado legalmente a aplicarla para una determinada figura delictiva, con lo cual sólo lo hará al no haber duda alguna sobre la autoría del delito y sobre las circunstancias que ameriten la aplicación de la pena máxima de la escala en que el tribunal puede moverse al resolver; cuando se requiere la unanimidad del tribunal colegiado que coincida en estimar procedente la pena capital; cuando, en fin, éste delibera en conciencia y humanitariamente sobre si el condenado es o no digno de clemencia, como antecedente de innegable peso para el eventual indulto presidencial.

En todo caso, analizado el tema en profundidad, también son irreversibles las penas privativas de libertad, ya que nadie puede restituir al afectado los años de prisión -que a veces pueden ser muy numerosos y prolongados-, por mucho que ella fuere dejada sin efecto. Se trata obviamente de una irreversibilidad de efectos menos graves que la de una condena a muerte. Puntualizo sólo que la irreversibilidad de un error judicial consumado no es una característica exclusiva de la pena capital.

Otro aspecto de sumo interés estriba en la extendida creencia de que la pena de muerte no permitiría la rehabilitación del condenado. ¿Es realmente correcta dicha afirmación? Una respuesta superficial a esta pregunta conduce fácilmente a validarla. No obstante, una reflexión más honda y meditada del tema lo muestra en su verdadera dimensión, que permite desprender lo contrario. Son abundantes los testimonios de personas condenadas a muerte que, antes de ser ejecutadas, experimentaron una profunda conversión interior, acaso muy improbable si no hubiesen sido confrontadas al supremo trance de pagar con su vida un grave delito cometido. Me impresionó fuertemente la actitud de dos personas ejecutadas en Calama, en 1982. Gabriel Hernández y Eduardo Villanueva cometieron un horrendo homicidio doble contra dos funcionarios del Banco del Estado, crimen perpetrado con especial premeditación y alevosía, para apropiarse del producto de un cuantioso robo.

Esas dos personas, horas antes de su fusilamiento, entregaron una carta al Obispo de Calama, para que la difundiese después de la ejecución. Me permito leer textualmente ese documento ante este Honorable Senado, porque ninguna síntesis trasuntaría adecuadamente su contenido. Dice así -abro comillas-:

Querido Monseñor Herrada:

Queremos dar testimonio a usted y a la Santa Iglesia de la felicidad que nos ha brindado la gracia divina, y que estas teas encendidas en el fuego del Dios del amor, sirvan para encender muchas más, por este mundo oscuro y en desamor. "Dad testimonio de este milagro y manifestad que Dios espera con sus brazos abiertos para sumergirnos a todos en una inmensa misericordia divina. "Alegraos con nosotros y fortaleced vuestro espíritu. Comprended que no hemos muerto. En verdad, hemos nacido a la verdad y a la eternidad donde la Santa Trinidad, con María Virgen, nos salen al encuentro. Sed fuertes, comprended el milagro y sepan comprender la divina voluntad. Asumid nuestras obligaciones terrenas y tened siempre presente que velaremos por ustedes, como vosotros lo hacéis con oraciones para con nuestras almas. Alegraos en nuestra fe y comunicad la buena nueva. Que Dios les bendiga. Hasta siempre.

Frente al testimonio transcrito, yo pregunto ante este Honorable Senado: ¿Es válido sostener que la pena capital hace imposible la rehabilitación del condenado? Tan impresionante conversión del alma, que la experiencia demuestra que no es excepcional frente a la inminencia de la muerte, ¿no produjo acaso también un bien moral en la sociedad sobre la cual aquel testimonio se irradió? Esa rehabilitación de los condenados y ese beneficio social de su testimonio, ¿no entrañaron un bien de envergadura muy superior a la que se busca como ideal a través de las penas privativas de libertad y de la más exitosa reeducación carcelaria imaginable? No faltará quien arguya que, en presencia de una rehabilitación semejante, carece de lógica haber privado a esos condenados de su vida. Pero es obvio que tal argumentación no es válida, porque aquella conversión probabilísimamente no habría ocurrido sin el impacto y el recogimiento inherentes a ese momento de suprema verdad interior que supone afrontar la muerte.

Quede bien en claro -una vez más- que el fundamento básico de la procedencia de una pena es que ella constituya el castigo proporcionado al delito cometido. No se podría colegir de mis observaciones que la pena capital pudiera ser legítima o procedente para delitos cuya gravedad no la merezca. Sólo deseo exponer mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio sobre la sociedad.

Un alto ejemplo moral que se verifique en un solo día puede tener un significado social muy superior al aporte rutinario o habitual que un preso reeducado realice durante largos años. Lo que un ser humano entrega a la sociedad no se mide sólo por su extensión en el tiempo, sino también -y ante todo- por su intensidad o calidad moral. Así lo han entendido los héroes y los mártires. Así lo puede asumir también, aunque forzado con una pena impuesta por la autoridad, quien sublima su dolor en una expiación que purifica y redime.

Las consideraciones anteriores no presuponen necesariamente determinada fe religiosa del condenado. Poseen validez en el mero plano de la ética natural, como dan cuenta innumerables testimonios registrados al respecto a lo largo de toda la historia. Convengo, eso sí, que una actitud como la descrita se hace más fácil, a la vez que cobra su dimensión más plena, para quienes consideramos que la vida temporal es una peregrinación hacia la vida eterna. Para los creyentes, la muerte no es la destrucción de la existencia humana, sino su tránsito hacia una forma superior y diferente. Al despedir a un ser querido, los cristianos proclamamos con especial vigor que la muerte no es el término de la vida del hombre, sino su transformación. Afirmamos que "al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo".

Señor Presidente, aludo a este ángulo del problema porque creo que nos desliza hacia lo que estimo más fundamental en este debate, aun independientemente de las creencias religiosas específicas de cada cual. Nadie puede desconocer que la iniciativa legal que hoy analiza el Senado de la República se enmarca en un movimiento de carácter universal, que apunta a abolir la pena de muerte, en nombre del derecho a la vida. Así se ha reiterado, por lo demás, esta mañana, aquí, en este debate. Sin embargo, gran parte de los mismos países en que prospera dicho abolicionismo -y que al efecto se exhiben como ejemplo- simultáneamente legalizan el aborto. Y quienes impulsan lo uno y lo otro, suelen ser los mismos sectores políticos o de opinión. Aunque ésta no sea la realidad prevaleciente hoy en nuestra patria, el carácter mundialmente tan extendido de la coincidencia señalada debe movernos a una honda reflexión.

Naciones que aprueban la abolición de la pena de muerte que la autoridad judicial pueda imponer para delitos gravísimos legalizan el asesinato que simples particulares cometen contra millones de seres inocentes e indefensos. ¡Qué contradicción más flagrante! Pero, al mismo tiempo, ¡qué contradicción más reveladora! En el fondo, ella obedece a una de las crisis más graves de nuestra civilización occidental. Un materialismo práctico, cada vez más generalizado, enfoca toda la existencia humana desprovista de su trascendencia y reducida a su inmanencia. Se mira la vida humana como si fuese sólo una expresión psíquica y física, ajena a la dimensión espiritual y trascendente del alma. Por eso, mientras se rechaza con escándalo todo lo que implique horror sensible, se olvidan los principios morales más básicos, cuando se les puede violar sin ese impacto sobre los sentidos. El aborto mata sin que se vea o se sienta ese crimen, en todo lo que implica el asesinato de un ser cuya inocencia está fuera de toda duda posible. He ahí su especial cobardía. Pero he ahí también lo que explica su extendida -aunque monstruosa- aceptación en el mundo actual.

Respeto -aun cuando no lo comparto- el punto de vista de quienes postulan la abolición total de la pena de muerte fundados en sinceras apreciaciones éticas o prácticas. Pero resulta ostensible que la inspiración real del movimiento mundial organizado en favor de tal abolicionismo no responde a los principios morales que invoca, desde el momento en que muchos de sus adalides han favorecido la legalización del aborto, la eutanasia y otros atentados contra la vida cuya ilegitimidad -a diferencia de la pena capital- no admite controversia posible.

Lo anterior se vincula con un argumento en el plano filosófico -y aun teológico- invocado para pretender negar legitimidad a la pena de muerte. Se asevera que sólo Dios es dueño de la vida humana. Declaro mi plena concordancia con tal afirmación. Ningún hombre, en su simple carácter de ser humano igual a los demás, puede privar a otro de su vida, salvo que obre en legítima defensa, con la proyección pertinente de este concepto al caso de la guerra justa. Más aún, tampoco un hombre, en su mera condición de tal, podría imponerle a otro una pena privativa de libertad, ni sanción alguna.

Lo que ocurre es que cuando un hombre inviste una autoridad legítima, aplicándola de modo justo y dentro de su competencia, ejerce una potestad cuyo origen último proviene de Dios. Más allá de expresiones desfiguradas de ese concepto, con que algunos han pretendido históricamente justificar despotismos arbitrarios, el cristianismo siempre ha enseñado la doctrina luminosamente expuesta por la Biblia, a través de San Pablo, quien afirma que "no hay autoridad sino bajo Dios, y las que hay, han sido establecidas por Dios".

La existencia de autoridades que rijan toda comunidad humana está exigida por la naturaleza del hombre y, por ende, deriva de su Creador. Por ello, el poder legítimo de toda autoridad -cualquiera que sea el nivel o género de ella-en última instancia, proviene de Dios. Ello presupone que la autoridad respete la ley moral, inscrita en la naturaleza humana y susceptible de ser descubierta también, por quienes no tengan el don de la fe religiosa, a través de su razón, aplicada rectamente a desentrañar lo que constituye, perfecciona o degrada esa naturaleza del hombre.

Obviamente, tratándose de la imposición de penas, ello sólo incumbe a las autoridades estatales competentes, ya que los cuerpos intermedios únicamente persiguen finalidades parciales y específicas del ser humano. Pienso que quienes impugnan la legitimidad de la pena de muerte debieran sopesar el hecho de que el Magisterio de la Iglesia Católica jamás la haya condenado, dejando la resolución del problema a la prudencia de los hombres, según las circunstancias propias y evolutivas del bien común.

Señor Presidente, he centrado preferentemente esta intervención en aspectos conceptuales, porque pienso que el Mensaje gubernativo que acompaña a este proyecto, al igual que diversas apreciaciones vertidas en el debate parlamentario, han cuestionado la legitimidad de la pena de muerte, más allá de su mera conveniencia o inconveniencia práctica. Sin embargo, delineados los fundamentos que me mueven a considerar dicha pena como legítima y procedente, no quisiera terminar mis palabras sin exhortar a este Honorable Senado a que medite sobre los efectos prácticos que tendría una abolición total de la pena de muerte en las actuales circunstancias.

Asistimos en Chile a un dramático recrudecimiento de la violencia delictual, que también aflige a gran parte del mundo. El terrorismo se cierne como la amenaza más grave sobre las legítimas esperanzas de afianzar una convivencia civilizada. Y sabemos que los grupos terroristas poseen vasos comunicantes hacia la delincuencia común o hacia fenómenos como el narcotráfico. Se ha llegado incluso a acuñar el término "narcoterrorismo" que, ampliamente extendido en otras naciones hermanas, hoy intenta desplegar sus tentáculos sobre nuestra patria.

Soy el primero en admitir y enfatizar que no hay mejor antídoto contra la violencia delictual -sea ésta común o terrorista- que una sólida formación espiritual y moral. He consagrado a ello los principales afanes de mi vida, tanto a través de la docencia como de la actividad política. No obstante, mis convicciones de hombre de derecho me llevan a sostener que frente al delito es menester actuar con el suficiente rigor legislativo para impedirlo o dificultarlo.

¿Es acaso prudente y oportuno que, cuando el terrorismo y otras formas de violencia delictual nos estremecen casi a diario, se prescinda jurídicamente de una pena que reviste innegable valor disuasivo? Considerando que, conforme al proyecto que propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, la pena capital sólo llegaría a aplicarse en casos muy infrecuentes y de extrema gravedad, ¿no resulta mucho más sabio y realista acoger ese criterio? ¿Por qué y para qué lanzar la equívoca e inoportuna señal pública de aparecer aprobando ahora una abolición absoluta de la pena capital? Como razón suprema de esta iniciativa, se invoca el fortalecimiento del derecho a la vida. Temo que el resultado práctico de ella sería exactamente inverso y contraproducente para tan noble y compartido propósito.

Tras las argumentaciones éticas y jurídicas que he expuesto en esta intervención, me guía también un sentido humanitario lleno de sensibilidad para defender la vida y los derechos de las personas que sufren -o pueden sufrir- la agresión de la delincuencia común y terrorista. Estoy convencido de que abolir totalmente la pena de muerte en este momento incentivaría el atentado contra la vida y la seguridad personal de muchos inocentes.

Es en nombre de esos sagrados derechos de tantos hombres, mujeres y jóvenes de nuestra patria que llamo al Senado a preferir el camino que su Comisión pertinente le ha propuesto y a no dar un paso que juzgo inconveniente e inoportuno, del cual pronto habría que arrepentirse, ante el dolor de muchas víctimas inocentes.

Muchas gracias, señor Presidente. He dicho.

Fuente: archivojaimeguzman.cl/index.php/diario-de-sesiones-del-senado-intervencion-pena-de-muerte


viernes, 3 de octubre de 2025

AFECTOS ANTE UN «ECCE HOMO»

Ecce Homo 
Escuela flamenca

«Salió Jesús coronado de espinas y revestido del manto de púrpura (Jn 19, 5). Mira, alma mía, a tu Salvador puesto en el balcón maniatado y sujeto a los caprichos de un verdugo. Míralo cómo está casi desnudo, bañado en sangre, cubierto de llagas, con las carnes laceradas, y con aquel pedazo de púrpura, que únicamente le sirve de ludibrio, y con la corona de espinas, que prosigue atormentando su cabeza. Mira a qué extremos se ve reducido el pastor por haber querido ir en pos de la oveja descarriada. ¡Amadísimo Jesús mío!, ¡cuántos dolores, afrentas y escarnios os hacen pasar los hombres! Dulcísimo Jesús mío, inspiráis compasión hasta a las mismas bestias; solo en el corazón de los hombres no halláis ni piedad ni compasión para vuestra desventura» (San Alfonso María de Ligorio). 


 

martes, 30 de septiembre de 2025

LA ASCESIS DE JERÓNIMO

San Jerónimo de Caravaggio

San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia, hombre sabio y asceta admirable, se nos presenta como un auténtico maestro de vida cristiana. El mensaje que transmite a través de sus cartas se centra en un fuerte llamado a vivir las exigencias del seguimiento a Cristo cualquiera sea el estado de vida de cada uno. «No te basta despreciar las riquezas, si no sigues a Cristo: sigue a Cristo quien abandona el pecado y vive la virtud», nos dice en una de sus cartas (Cf. 68, 8-12). Jerónimo reclama un cristianismo convencido, consciente y generoso, y para ello indica los siguientes medios:

a) El estudio y la meditación de los libros sagrados, que son fuente de conocimiento para penetrar en el misterio cristiano, para vivificar el espíritu y prepararlo para el heroísmo. Es en los libros sagrados donde Dios habla al alma y le revela los secretos de la santidad: «oras y hablas al Esposo; lees y el Esposo te habla a ti» (Cartas, 22, 25).

b) La oración continua, que mantiene el contacto con Dios y reaviva la caridad.

c) El ayuno, que sirve para frenar los ímpetus de la naturaleza corrompida y robustecer el espíritu.

d) La Eucaristía, que nos proporciona seguridad y fortaleza en el camino: «Está siempre en peligro… quien se dispone a alcanzar la morada celeste sin el pan celestial» (In Matt 2, 15).


Fuente: Ermanno Ancilli, Diccionario de espiritualidad, Vol. II, Herder 1987, Voz Jerónimo, p. 371 y ss).


 

lunes, 29 de septiembre de 2025

ÁNGELES Y OBISPOS, UNA HOMILÍA SELECTA DE BENEDICTO XVI

De la homilía del Papa Benedicto XVI pronuncia el 29 de septiembre de 2007, fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, durante la misa de consagración de seis nuevos obispos en la Basílica de San Pedro.

* * *

«Celebramos esta ordenación episcopal en la fiesta de los tres Arcángeles que la sagrada Escritura menciona por su propio nombre: Miguel, Gabriel y Rafael. Esto nos trae a la mente que en la Iglesia antigua, ya en el Apocalipsis, a los obispos se les llamaba "ángeles" de su Iglesia, expresando así una íntima correspondencia entre el ministerio del obispo y la misión del ángel.

A partir de la tarea del ángel se puede comprender el servicio del obispo. Pero ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los Arcángeles acaban con la palabra "El", que significa "Dios". Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.

Su verdadera naturaleza es estar en él y para él.

Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.

Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.

Cuando la Iglesia antigua llama a los obispos "ángeles" de su Iglesia, quiere decir precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora mucho por el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.

Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente antigua", como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.

Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también "el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios" (Ap 12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona.

El obispo, en cuanto hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las negaciones y defender así la grandeza del hombre. Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La otra función del arcángel Miguel, según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios (cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed de verdad "ángeles custodios" de las Iglesias que se os encomendarán. Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el Dios-Amor.

Al Arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de Dios a María, como nos lo refiere san Lucas (cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su "sí" a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.

En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al "ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de todos los tiempos: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos.

Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación del universo.

Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.

San Rafael se nos presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.

El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías presenta esta curación con imágenes legendarias.

En el Nuevo Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la creación y amenazado de muchas maneras por el pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al subir por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las confusiones, capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.

Al sacerdote está confiada la misión de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora del amor de Cristo. Debe ser el "ángel" sanador que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.

En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios.

Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.

"Permaneced en mi amor", nos dice hoy el Señor en el evangelio (Jn 15, 9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén.


 

martes, 23 de septiembre de 2025

LA ASTUCIA PREVISORA. REFLEXIÓN SOBRE LA PARÁBOLA DEL ADMINISTRADOR INFIEL

La «astucia previsora» en el manejo de los bienes y talentos que Dios nos concede en esta vida para alcanzar la eterna, es la lección más obvia que Jesús quiere transmitirnos con la parábola del administrador infiel o mayordomo astuto (Cf. Lc 16 1-13). San Agustín, y más recientemente el Papa Benedicto, han destacado esta enseñanza de la parábola. En ella se alaba la sagacidad del administrador infiel por su visión de futuro, en contraste con esa astucia diligente, sí, pero terrena y mezquina, del protagonista de la parábola del rico insensato (Cf. Lc 12, 13-21). En ambos relatos late la misma invitación del Maestro: «No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban» (Mt 6, 19.20).

* * *

«¿Por qué propuso Jesucristo el Señor esta parábola? No le agradó aquel siervo fraudulento; defraudó a su amo y sustrajo cosas, y no de las suyas. Además le hurtó a escondidas, le causó daños para prepararse un lugar de descanso y tranquilidad para cuando tuviera que abandonar la administración. ¿Por qué propuso el Señor esta parábola? No porque el siervo aquel hubiera cometido un fraude, sino porque fue previsor para el futuro, para que se avergüence el cristiano que carece de determinación al ver alabado hasta el ingenio de un fraudulento. En efecto, así continuó: Ved que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz. Cometen fraudes mirando por su futuro. ¿Mirando a qué vida tomó precauciones aquel mayordomo? A aquella vida de la que tendría que salir cuando se lo mandasen. Él se preocupó por la vida que tiene un fin, y ¿no te preocupas tú por la eterna?». (San Agustín, Sermón 359, 10).

* * *

«También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria:  habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: «El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido». (Benedicto XVI, Homilía, 23-09-2007.


 

martes, 16 de septiembre de 2025

CARDENAL SARAH Y LO ABSURDO DE PROHIBIR EL RITO ANTIGUO

«En la Iglesia todos los bautizados tienen ciudadanía, compartiendo su Credo y la moral consiguiente. A lo largo de los siglos la diversidad de ritos celebrativos del único sacrificio eucarístico nunca ha creado problemas para la autoridad, porque la unidad de la fe era clara. De hecho, creo que la variedad de ritos en el mundo católico es una gran riqueza. Un rito, además, no se compone en un escritorio, sino que es fruto de la estratificación y sedimentación teológico-cultual. Me pregunto si se puede “prohibir” un rito ultra milenario. Finalmente, si la liturgia es también una fuente para la teología, ¿cómo negar acceso a las “fuentes antiguas”? Sería como prohibir el estudio de San Agustín a cualquiera que desee reflexionar correctamente sobre la gracia o sobre la Trinidad».

Fuente: secretum-meum-mihi.blogspot.com


 

lunes, 15 de septiembre de 2025

EL MARTIRIO DE MARÍA SEGÚN SAN BERNARDO

Virgen Dolorosa. Escuela Quiteña siglo XVIII
Imagen: surdoc.cl

«El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma.

En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal.

¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores.

Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante».

(San Bernardo, Sermón domingo infraoctava de la Asunción. Oficio de Lectura, 15 de septiembre, Nuestra Señora de los Dolores).


miércoles, 10 de septiembre de 2025

EL «LÍBERA NOS» DE LA MISA TRADICIONAL

Otro momento hermoso del rito antiguo, bastante empobrecido en el misal de Pablo VI, es la oración del Líbera nos y los gestos que la acompañan.  El sacerdote la recita con la patena entre sus dedos; luego se persigna con ella, la besa y la desliza bajo la Hostia Sagrada. Cristo agradece ese beso de fe y amor, como agradeció todos los gestos de consuelo que le proporcionaron durante su pasión quienes le querían.
 

jueves, 4 de septiembre de 2025

¡UN PAPA PROSELITISTA! DEO GRATIAS!

En uno de sus discursos más notables en lo que va de pontificado, el Papa León XIV invitaba a un grupo de monaguillos franceses, reunidos en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, a tener el valor de plantearse la posibilidad de la vocación sacerdotal, descubriendo semana a semana su belleza, la felicidad que comporta y su urgente necesidad para la Iglesia. Tras hablarles de Cristo, de su amor y entrega por nosotros y del maravilloso tesoro de la Eucaristía, el Papa León arrojaba su anzuelo de pescador, en perfecta continuidad con la misión confiada a Pedro por Jesús: en adelante vas a ser pescador de hombres (Lc 5, 10):

«También deseo que estéis atentos a la llamada que Jesús podría dirigiros a seguirle más de cerca en el sacerdocio. Me dirijo a vuestras conciencias jóvenes, entusiastas y generosas, y voy a deciros algo que debéis escuchar, aunque pueda inquietaros un poco: ¡la falta de sacerdotes en Francia y en el mundo es una gran desgracia! Una desgracia para la Iglesia. Que podáis, poco a poco, domingo tras domingo, descubrir la belleza, la felicidad y la necesidad de tal vocación. ¡Qué vida tan maravillosa la del sacerdote, que en el corazón de cada uno de sus días encuentra a Jesús de una manera tan excepcional y lo da al mundo!».

Fuente y discurso completo del Santo Padre: www.infocatolica.com




 

jueves, 28 de agosto de 2025

SAN AGUSTÍN ALECCIONADO POR UN NIÑO

San Agustín y el niño junto al mar 
Pedro Pablo Rubens (c. 1637)

Una vieja tradición, avalada por una amplia representación iconográfica, cuenta que San Agustín paseaba un día por la playa mientras reflexionaba sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Estando en esas cavilaciones encontró a un niño que había excavado un pequeño hoyo en la arena y trataba de llenarlo con el agua del mar. El niño corría una y otra vez al mar, recogía un poco de agua en una concha marina, y luego regresaba veloz a verter el agua del mar en su pequeño agujero.

Aquello llamó la atención de Agustín, quien lleno de curiosidad preguntó al niño sobre lo que hacía:

–Intento meter toda el agua del océano en este hoyo, le respondió el niño.

–Pero eso es imposible –replicó el santo–; ¿cómo piensas meter toda el agua del océano que es tan inmenso en un hoyo tan pequeñito?

–Más difícil es lo que pretendes tú –contestó el niño– que quieres meter en tu mente limitada el misterio del Dios infinito.

Y en ese instante el ángel desapareció.