Hermosa
página del Beato Columba Marmion sobre el necesario espíritu de compunción que
debe impregnar la celebración de la santa misa. En la nueva liturgia los gestos
y palabras que expresan este espíritu de contrición han sido recortados en
exceso. Un motivo más para tener en alta estima la misa tradicional.
* * *
«La misma Iglesia nos
ofrece en la liturgia de la misa bellos ejemplos de compunción de corazón.
Observemos
qué hace el sacerdote en el momento de ofrecer el santo sacrificio, que es el
más sublime homenaje que la criatura puede tributar a Dios. No podemos menos de
suponer al sacerdote en estado de gracia, en amistad con Dios: de otra suerte
cometería un sacrilegio. ¿No parece, pues, lo natural que en el momento en que
va a realizar el acto más solemne del culto, el sacerdote llamado por Dios
entre muchos a tan alta dignidad debe albergar únicamente en el alma sentimientos
de amor?
No; la
Iglesia, su tutora infalible, comienza por hacerle confesar ante los fieles su
condición de criatura y de pecador: Confiteor Deo omnipotente… et vobis,
fratres, quia peccavi nimis, «Yo confieso ante Dios todopoderoso… y ante
vosotros hermanos, que he pecado mucho».
Después, en
el curso de la augusta ceremonia, multiplica en sus labios las fórmulas en que
demanda perdón: «Borrad, Señor, os lo suplicamos, nuestras iniquidades, para
que, con un corazón puro, entremos en vuestro santuario». En medio del canto
angélico, mezcla con las exclamaciones de amor y santa alegría los acentos de
compunción. «Apiadaos de nosotros, Vos, que perdonáis los pecados del mundo».
Ofrece a Dios la hostia inmaculada «por la multitud de sus pecados, ofensas y negligencias»;
antes de la consagración le ruega «que le salve de la condenación eterna».
Después de
la consagración, en la cual el sacerdote se ha identificado con el mismo
Cristo, suplica a Dios «que le haga participe de la compañía de los santos, a
pesar de sus faltas». Llega el momento en que debe unirse sacramentalmente con
la víctima divina, y se golpea el pecho como un pecador: «Cordero de Dios…: no
consideréis mis pecados… que esta unión de mi alma contigo no sea para mí causa
de juicio ni principio de condenación».
¡Cuantísimos
sacerdotes y pontífices, objeto de nuestra veneración, han pronunciado estas
palabras: «Te ofrezco, Padre santo, esta hostia inmaculada por mis innumerables
pecados» Y la Iglesia les ha obligado a repetir: «Señor, yo no soy digno».
¿Por qué ese proceder de la Iglesia? Porque sin la compunción no puede
alcanzarse el verdadero espíritu cristiano. Cuando el sacerdote suplica que su sacrificio
vaya unido al de Cristo, dice: «Recíbenos, Señor, en espíritu de humildad y con
el corazón contrito». La oblación de Jesucristo es siempre grata al Padre,
pero, en cuanto ofrecida por nosotros, sólo lo será si nuestras almas están
imbuidas de compunción y humildad, que es fruto de aquélla.
Este es el
espíritu que anima a la Iglesia, esposa de Cristo, en la acción más sublime,
más santa que realiza en la tierra. Aun cuando el alma se identifica con
Cristo, uniéndose a Él por la comunión, la Iglesia quiere que no olvide su
condición de pecadora, quiere que esté siempre impregnada del espíritu de
compunción: «Recíbenos en espíritu de humildad y con el corazón contrito» (C.
Marmión, Cristo ideal del Monje, versión pdf, p. 192).
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