Teología
y piedad recorren las páginas del libro Signos
Sagrados de Romano Guardini. Aquí reproduzco el capítulo dedicado al
incienso, ese elemento aromático que en su uso litúrgico se torna en nube que
envuelve de misterio las acciones sagradas invitando al creyente a ascender hacia lo alto.
“Y
vi llegar un ángel, que traía un incensario de oro, y púsose ante el altar. Y
fuéronle dados muchos perfumes... Y el humo de los perfumes subió por entre las
oraciones de los santos de la mano del ángel a la presencia de Dios.” (Apoc. 8,
3-4.) Así el Apocalipsis de San Juan.
¡Cuánta
nobleza en ese colocar sobre las brasas los granos de dorado incienso, y en ese
humo perfumado que sube del incensario oscilante! Parece una melodía, hecha de
movimiento reprimido y de fragancia.
Sin
utilidad práctica alguna, a manera de canción. Bello derroche de cosas
preciosas. Amor desprendido y abnegado.
Como
allá en Betania, cuando fue María con el frasco de nardo precioso y lo derramó
sobre los pies del divino Maestro allí sentado, enjugándoselos luego con sus cabellos; y de su fragancia se llenó la casa.
No faltó entonces un espíritu sórdido que murmurase: « ¿A qué tal dispendio? »
Pero el Hijo de Dios le atajó, diciendo: «Dejadla, que para el día de mi
sepultura lo guardaba.» (Jn. 12, 7.) Misterio de la muerte, del amor, del
perfume y del sacrificio.
Pues
eso mismo acontece con el incienso: misterio de la belleza, que asciende
graciosamente, sin utilidad práctica; misterio del amor, que arde, y se consume
ardiendo, y no teme la muerte. Tampoco faltan aquí espíritus áridos que se
preguntan: ¿A qué todo esto?
Sacrificio
del perfume: eso dice la Escritura que son las oraciones de los santos (Apoc.
5, 8). Símbolo de la oración es el incienso, de aquella oración propiamente que
no piensa en fines prácticos; que nada quiere, y sube como el Gloria Patri al término de cada salmo;
que adora y da a Dios gracias «por ser tan glorioso».
Puede,
ciertamente, en este símbolo mezclarse la vanidad. Pueden también las nubes
aromáticas crear una atmósfera sofocante de misterio y ser ocasión de alucinamiento
religioso. Siendo así, razón tendrá la conciencia cristiana en protestar,
reclamando la oración «en espíritu y verdad» (Jn. 4, 24), y en recomendar austeridad
y honradez. Pero también en religión suele haber tacañería, nacida, como el
comentario de Judas, de mezquindad de espíritu y sequedad de corazón. Para
tales roñosos, la oración es cosa de utilidad espiritual y debe mostrarse
circunspecta y burguésmente razonable.
Semejante
mentalidad echa en olvido la regia munificencia de la oración, que es dádiva;
desconoce la adoración profunda; ignora el alma de la oración, que nunca inquiere
el porqué ni el para qué, antes bien asciende, porque es amor, y perfume, y belleza.
Y cuanto más amor, tanto es más ofrenda; y del fuego consumidor sube la
fragancia”. (Romano Guardini, Los signos
Sagrados, Barcelona 1965, p 75-76)
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