domingo, 1 de junio de 2025

¿CÓMO CELEBRAR LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR?

¿Qué hemos de hacer para celebrar dignamente la fiesta de la Ascensión?

–Para celebrar dignamente la fiesta de la Ascensión hemos de hacer tres cosas:

1ª adorar a Jesucristo en el cielo como medianero y abogado nuestro;

2ª despegar enteramente nuestro corazón de este mundo como de lugar de destierro y aspirar únicamente al cielo, nuestra verdadera patria;

3ª determinarnos a imitar a Jesucristo en la humildad, en la mortificación y en los padecimientos, para tener parte en su gloria. (Catecismo San Pío X).


 

lunes, 26 de mayo de 2025

¡HE AHÍ EL AMOR MÍO, DADME EL AMOR MÍO!

San Felipe Neri

«San Felipe, el venerado apóstol de Roma, que tuvo la dicha de morir el día mismo del Corpus Christi, yacía sobre su lecho, extenuado de fuerzas por los males que le afligían; octogenario, había llegado ya al término de su carrera. No habla el santo anciano; parece que duerme. Pero no duerme; es que está absorto en Dios; está en espera y aguarda… De repente un sonido de campanillas lo conmueve… ¡Es el Viático, es el Señor que viene… el Señor! A este sonido, sus fuerzas retornan, sus miembros parecen reanimarse; quiere arrojarse del lecho y arrodillarse a toda costa… Y cuando ve aparecer el Santísimo Sacramento, no es ya hombre de la tierra; en aquel momento, Felipe Neri es ángel del cielo; diré mejor, es un serafín herido, un serafín que arde, que grita: ¡He ahí el Amor mío, he ahí el Amor mío…dadme, dadme el Amor mío! Si nadie hubiese escrito la vida de San Felipe Neri, esta escena de cielo bastaría para revelarla; bastaría este momento solo para testificar la virtud de sus gloriosos ochenta años. El último grito de su vida sería su panegírico más hermoso; y solo el Viático demostraría que era un gran santo, y especialmente un grande enamorado del Santísimo Sacramento» (Antonio de Castellammare, El alma eucarística, Ed. Casals, p. 261).

lunes, 19 de mayo de 2025

DOS HERMOSAS COLECTAS DEL VIEJO MISAL

El antiguo misal es un tesoro de oraciones preciosas que no termino de descubrir del todo. En mis últimas vacaciones me topé con dos hermosas colectas, lamentablemente desaparecidas en el misal de Pablo VI, que han sido de gran provecho para mi meditación. Se trata de la colecta de la misa votiva de San Pedro y San Pablo y de la colecta de la misa votiva de la Pasión del Señor. En la primera, sobresale la idea de que los Apóstoles Pedro y Pablo, auténticos cimientos de la Iglesia, deben toda su fortaleza al potente brazo de Dios que los ha liberado de las turbulencias y profundidades del mar; es siempre su mano salvadora la que los saca a flote. La segunda es una maravillosa síntesis cristológica–espiritual: Jesucristo ha bajado del cielo para derramar copiosamente su sangre por nosotros y así darnos la posibilidad de que, colocados a su derecha, merezcamos escuchar de sus labios de Juez universal una sentencia favorable de salvación: Venid benditos de mi Padre, tomad posesión del reino…


Colecta de la misa votiva de San Pedro y San Pablo:

«Oh Dios, cuya diestra sostuvo a Pedro caminando sobre las olas para que no se hundiese y salvó a Pablo, su hermano en el apostolado, náufrago por tres veces, de lo más profundo del mar; óyenos propicio, y concede que, por los méritos de ambos, alcancemos la gloria de la eternidad. Tú que vives y reinas».

«Deus, cujus déxtera beátum Petrum, ambulántem in flúctibus, ne mergerétur, eréxit, et coapóstolum ejus Paulum, tértio naufragántem, de profundo pélagi liberávit: exáudi nos propítius, et concéde; ut, ambórum méritis, æternitátis glóriam consequámur: Qui vivis et regnas». 


Colecta de la misa votiva de la Pasión del Señor:

«Oh Señor Jesucristo, que desde el seno del Padre has bajado de los cielos a la tierra para derramar tu preciosa sangre en remisión de nuestro pecados; te suplicamos humildemente que, colocados en el día del juicio a tu derecha, merezcamos oír: Venid, benditos. Tú que con el mismo Dios Padre y el Espíritu Santo vives y reinas».

«Dómine Jesu Christe, qui de coelis ad terram de sinu Patris descendísti, et sánguinem tuum pretiósum in remissiónem peccatórum nostrórum fudísti: te humíliter deprecámur; ut in die judícii, ad déxteram tuam, audíre mereámur: Veníte, benedícti: Qui cum eodem Deo Patre et Spíritu Sancto vivis et regnas Deus, per ómnia sǽcula sæculórum».

 

miércoles, 30 de abril de 2025

LA SABIDURÍA DE CATALINA. SOLO SÉ QUE NADA SOY

Santa Catalina de Siena

La célebre frase atribuida universalmente a Sócrates «sólo sé que nada sé» inmortalizó un principio básico del saber recto: solo una actitud humilde de la inteligencia (nada sé) nos pone en óptimas condiciones de captar la realidad objetiva del mundo y del hombre. En el ámbito religioso sucede algo muy similar; solamente la conciencia de que no somos nada nos acerca al que lo es todo, Dios Creador nuestro. Esta percepción de radical insuficiencia está en la base de la vida de los santos, los amigos íntimos de Dios. Así lo refleja un breve ensayo sobre Catalina de Siena.

* * *

«¿No se creería uno estar escuchando el eco de la lección fundamental recibida en la diminuta celda de Siena: «Hija mía —le había dicho el Señor—, sabes quién eres tú y quién soy Yo? Si posees este doble conocimiento, serás feliz. Tú eres la que no es; Yo soy el que soy.»

Lección corta, de fecundidad inagotable, que guio la vida entera de Catalina y puso en su oración el distintivo de la humildad. La santa debía de pensar en esto, sin duda, cuando se explayaba con impetuoso entusiasmo:


¡Oh Bien supremo y eterno! ¿Quién, pues, te indujo a Ti, Dios infinito, a iluminarme con la luz de tu verdad, a mí, tu pequeña criatura? Sólo Tú, Fuego de amor. Siempre el Amor, el Amor sólo, te impulsó y te impulsa a crear a tu imagen y semejanza tus criaturas racionales y a tener misericordia de ellas, colmándolas de gracias infinitas y de dones sin mesura...

En cuanto a mí, soy la que no es. Si dijera que soy algo por mí misma, mentiría, sería hija del demonio, padre de la mentira. Tú sólo eres el que es. 

Magnánima humildad. Sentía esta alma transparente irresistible necesidad de hacer justicia al infinito; un movimiento irreprimible le forzaba a rebajarse, a prosternarse ante «el que es». Escuchadla orar: «Yo hablaré al Señor —decía el Patriarca Abraham—aunque no sea más que polvo y ceniza.» Así Catalina: sus oraciones comienzan por un grito de humildad, de sumisión, de adoración; no puede olvidar quién es y a quién se dirige:


¡Oh soberana y eterna Bondad! ¡Ay! ¿Qué soy, pues, miserable para que Tú, padre eterno y soberano, me hayas manifestado la Verdad?...

Por Ti, oh médico celeste, amor inefable de mi alma, suspiro con ardor. Oh Trinidad eterna e infinita, recurro a Ti, a pesar de mi pequeñez, y te suplico en unión con el cuerpo místico de la Santa Iglesia, que purifiques con tu gracia toda mancha de mi alma.

Ahora bien, no solamente tiene la humildad esencial de toda criatura que conoce su origen, sino esta otra humildad—más penosa a la naturaleza— del pecador que conoce su historia. La persigue el recuerdo de sus faltas.

Mas ¿qué desórdenes, se preguntará el lector, podía llorar esta privilegiada de la gracia que jamás conoció el pecado mortal?

La conciencia de los santos tiene delicadezas que nos asombran y nos desconciertan. Y, sin embargo, tienen razón. Además de que Catalina no cesó nunca de reprocharse con amargura la tibieza en que la sumió su hermana Bonaventura, atribuía particular gravedad a sus faltas de omisión de las que se acusó hasta el último momento, persuadida de que estas faltas eran la causa de los desfallecimientos de sus discípulos y las desventuras de la Iglesia: si su oración hubiese sido más ferviente ¿no hubiera evitado los azotes que ella ya veía cernerse sobre la cristiandad? «Si yo estuviera totalmente inflamada por el fuego del amor divino, decía a su confesor ¿no rezaría a mi Creador con un corazón de llamas, y El, soberanamente misericordioso, no se apiadaría de todos mis hermanos y les concedería el estar inflamados por el fuego que estaría en mí? ¿Cuál es el obstáculo para este gran bien? Mis pecados, sin duda». Se reprocha, pues, con amargura, no corresponder a la gracia. Con frecuencia, en su oración, cuando el impulso de la caridad parecía arrebatarla, se detenía de repente, como ante un obstáculo que amenazara quebrar el impulso de su oración, y se le oía acusarse:


¡Señor, yo he pecado; ten piedad de mí! Seguí en todo momento la ley perversa que hay en mí... No te he conocido a Ti, Luz verdadera.

Y con todo le plugo a tu caridad iluminarme... Yo no he sabido guardar mi memoria llena sólo de Ti y de tus beneficios inmensos. No he fijado mi inteligencia conforme a tu voluntad, no me he aplicado únicamente a buscar tu agrado; tampoco mi voluntad se ha empleado en amarte con todas sus fuerzas y sin mesura, como Tú me lo pedías. Yo te he ofendido».  

(M.V. Bernadot, O.P., Santa Catalina de Siena al Servicio de la Iglesia, Madrid 1958, pp. 20-23. Los destacados son nuestros).


martes, 29 de abril de 2025

UNA ESTOLA PAPAL SOBRE LOS HOMBROS DE SARAH

  

Actualizo una entrada que hice en este blog hace ya más de siete años (ver aquí). El momento que vivimos le proporciona una interesante actualidad. Cada lector podrá sacar sus propias conclusiones sobre el paralelismo de las anécdotas que aquí se relatan. Por mi parte, solo añado esta oración a Jesús Buen Pastor: Señor, reconozco que no lo merecemos, pero por favor reconoce Tú que lo necesitamos. Fiat voluntas tua!

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¿RECUERDO O PRESAGIO?

Benedicto XVI crea cardenal a Mons. Robert Sarah

Releo con emoción un pasaje del libro Dios o nada del Cardenal Sarah. Se trata del último párrafo con el que su Eminencia concluye los recuerdos de la visita de San Juan Pablo II a su tierra natal de Guinea, en febrero de 1992. La escena tiene lugar en los jardines del arzobispado de Conakri, la noche antes de la partida del Pontífice, junto a una gruta de Nuestra Señora de Lourdes.

«Después de coronar la imagen de la Santísima virgen -relata el Cardenal-, el Papa se arrodilló y permaneció recogido un buen rato. La profundidad y la duración de su oración, interminable, impactaron a los fieles allí reunidos. Después se levantó y, dirigiéndose lentamente hacia mí, depositó la hermosa estola que llevaba sobre mis hombros. Sentí una profunda emoción, sin entender el motivo de su gesto, que no estaba previsto. Al subir hacia la residencia, me abrazó y me dijo con rotundidad: ‘Ha sido un bonito final’» (Card. Robert Sarah, Dios o nada, Madrid 2015, p. 84).

Su lectura me evoca inmediatamente un suceso similar ocurrido entre Pablo VI y el entonces Patriarca de Venecia, Cardenal Albino Luciani, luego Beato Juan Pablo I. El mismo Pontífice lo contó en su primer Angelus, cuando explicó a los fieles allí congregados el porqué de su nombre Juan Pablo: 

«Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Nunca habría imaginado lo que iba a suceder. Apenas comenzó el peligro para mí, los dos colegas que tenía al lado me susurraron palabras de ánimo. Uno me dijo: ‘ánimo, si el Señor da un peso, dará también las fuerzas para llevarlo’. Y el otro compañero: ‘no tenga miedo, en el mundo entero hay mucha gente que reza por el nuevo Papa’. Al llegar el momento, he aceptado.

Después vino la cuestión del nombre, porque preguntan también qué nombre se quiere tomar, y yo había pensado poco en ello. Hice este razonamiento: el Papa Juan quiso consagrarme él personalmente aquí, en la basílica de San Pedro. Después, aunque indignamente, en Venecia le he sucedido en la cátedra de San Marcos, en esa Venecia que todavía está completamente llena del Papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros, las religiosas, todos. Pero el Papa Pablo, no sólo me ha hecho cardenal, sino que algunos meses antes, sobre el estrado de la plaza de San Marcos, me hizo poner completamente colorado ante veinte mil personas, porque se quitó la estola y me la puso sobre los hombros. Jamás me he puesto tan rojo. Por otra parte, en quince años de pontificado, este Papa ha demostrado, no sólo a mí, sino a todo el mundo, cómo se ama, cómo se sirve y cómo se trabaja y se sufre por la Iglesia de Cristo. Por estas razones dije: me llamaré Juan Pablo. (Angelus, 27 de agosto de 1978).


martes, 22 de abril de 2025

MEDITACIÓN DE PASCUA. ¿A QUIÉN BUSCAS?

Aparición a María Magdalena. Alejandro Andreevich Ivanov
Imagen: arthive.com

«Las misas de la semana de Pascua nos van recordando en sus evangelios las diversas apariciones de Cristo resucitado. La primera y una de las más conmovedoras es en la que Jesús se manifestó a María Magdalena. (Jn 20, 11.18). En este episodio María se nos presenta de nuevo con su inconfundible carácter de alma completamente arrebatada por el amor de Dios. Llega al sepulcro, y apenas «ve la piedra quitada del monumento», un solo pensamiento la obsesiona: «Han quitado al Señor del sepulcro»: ¿quién habrá sido?, ¿dónde le habrán puesto? Y va preguntando a todos los que encuentra, creyéndolos a todos dominados por la misma idea, por esa misma ansia en que ella se abrasa: les pregunta a Pedro y a Juan, a quienes ha venido a avisar, a los ángeles, al mismo Jesús. Las otras mujeres, apenas advierten que está el sepulcro abierto, entran en él para ver lo que ha pasado; ella corre a toda prisa para comunicar la noticia a los Apóstoles. Y después vuelve: ¿qué va a hacer allí junto a la tumba vacía? No lo sabe, pero su amor la arrastra hacia el sepulcro y la ata al lugar donde había sido colocado el cuerpo del Maestro, aquel Cuerpo que ella quiere encontrar de nuevo a toda costa.

Ve a los ángeles, pero no se maravilla ni se turba como las otras mujeres: el dolor absorbe su alma haciendo imposible cualquier otra emoción. Y cuando los ángeles le preguntan: ¿Por qué lloras mujer?, ella responde inmediatamente: «Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto». Poco después Jesús le hace la misma pregunta, y María absorta y ensimismada en sus pensamientos, no le reconoce, y creyendo que era el hortelano, le dice: «Señor, si lo has cogido tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré». La obsesión por hallar de nuevo a Jesús domina de tal manera todo su ser que ni siquiera siente la necesidad de nombrarle; cree que todos piensan en su Jesús y que entenderán al vuelo su petición, como si todos estuviesen poseídos por el mismo estado de ánimo que vive ella.

Cuando el amor y el deseo de Dios se han apoderado totalmente de un alma, hacen imposible que surjan en ella otros amores, otros deseos o preocupaciones. Todos sus movimientos están orientados hacia Dios, y el alma no hace más que buscar en todo únicamente a Dios». (Gabriel de S. M. Magdalena O.C.D. Intimidad Divina, Burgos 1961, p. 638).

 


 

sábado, 19 de abril de 2025

LA PASIÓN DE CRISTO EN LA PINTURA. EL DESCENDIMIENTO

El Descendimiento de la Cruz. Pedro Machuca
Imagen: wikipedia.org 

El descendimiento de Cristo de la Cruz ha inspirado pinturas extraordinarias y meditaciones sublimes. Es la hora de la suprema «impotencia» de Dios, que nos obliga a intervenir, a apresurarnos para darle pronta y piadosa sepultura en el corazón. ¡Al fin podemos sentirnos útiles!

* * *

«Nicodemo y José de Arimatea discípulos ocultos de Cristo interceden por Él desde los altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio, entonces dan la cara audacter (Mc XV, 43): ¡valentía heroica!

Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!

Cuando todo el mundo os abandone y desprecie…, serviam!, os serviré, Señor» (San Josemaría Escrivá, Via Crucis, XIV, 1).


El Descendimiento. Obra copiada de Correggio

«Él no ha estado en tus brazos, Madre de Dios, desde que era niño, y tienes ahora un motivo para reclamar, cuando el mundo ha hecho lo peor, porque eres la favorecida, la bendecida, la agraciada madre del Altísimo. Nos alegramos en este gran misterio. Él estuvo escondido en tu seno, recostado en tu regazo, amamantado por tus pechos, llevado en tus brazos, y ahora que está muerto es puesto sobre tus rodillas. Virgen Madre de Dios, ruega por nosotros» (San John Henry Newman, Via Crucis, XIII).