Texto de una carta de San Máximo el Confesor (580-662) en el que
resalta la alegría, generosidad y extrema dulzura con que Jesucristo dispensa su misericordia
a la oveja perdida o necesitada. Una lágrima, un sollozo, un suspiro, un lamento
bastan para atraer sobre nosotros la mirada misericordiosa de Nuestro Salvador.
* * *
«Por ello clamaba: No he venido a
llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Y también: No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Por ello añadió
que había venido a buscar la oveja que se había perdido, y que, precisamente,
había sido enviado a las ovejas que habían perecido de la casa de Israel. Y,
aunque no con tanta claridad, dio a entender lo mismo con la parábola de la
dracma perdida: que había venido para restablecer en el hombre la imagen divina
empañada con la fealdad de los vicios. Y acaba: Os digo que habrá alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta.
Así también, alivió con vino, aceite y
vendas al que había caído en manos de ladrones y, desprovisto de toda
vestidura, había sido abandonado medio muerto a causa de los malos tratos;
después de subirlo sobre su cabalgadura, lo dejó en el mesón para que lo
cuidaran, y, si bien dejó lo que parecía suficiente para su cuidado, prometió
pagar a su vuelta lo que hubiera quedado pendiente.
Consideró que era un padre excelente
aquel hombre que esperaba el regreso de su hijo pródigo, al que abrazó porque
volvía con disposición de penitencia, y al que agasajo con amor paterno, sin
pensar en reprocharle nada de todo lo que antes había cometido.
Por la misma razón, después de haber
encontrado la ovejilla alejada de las cien ovejas divinas, que erraba por
montes y collados, no volvió a conducirla al redil con empujones y amenazas, ni
de malas maneras, sino que, lleno de misericordia, la puso sobre sus hombros y
la volvió, incólume, junto a las otras».
(San Máximo el Confesor, Carta
11; Oficio de Lectura, miércoles de la IV semana de Cuaresma).