En sus diversas
expresiones y familias rituales, la liturgia es la «obra maestra» suprema que
inspira innumerables obras de arte. Lo subrayaban los literatos y artistas
ingleses que hace cincuenta años expresaban su deuda personal con la antigua
liturgia romana, patrimonio no sólo de los católicos sino de la cultura
universal.
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En el verano
de 1971, hace exactamente medio siglo, 57 exponentes de la cultura inglesa se
reunieron idealmente en un sentido y coral concierto. Artistas, filósofos,
escritores, poetas y críticos literarios unieron sus voces y sus diferentes
confesiones para subrayar la importancia universal y la fecundidad cultural de
un aspecto de la Iglesia católica del que todos ellos (incluidos los no
católicos y los no cristianos) se sentían deudores y, en cierto modo, «hijos».
El destinatario, el entonces Pontífice San Pablo VI (1963-1978), vio entre sus
nombres el de la célebre escritora policíaca Agatha Christie (1890-1976) y a la
vuelta de pocos meses decidió responder a su petición para que, junto a la
reforma litúrgica recientemente puesta en marcha, siguiera encontrando espacio
el antiguo rito de la Iglesia romana (1). El pontífice concedió un indulto parcial para
que en Inglaterra y Gales se siguiera celebrando, si bien en condiciones
limitadas. Aquel primer resquicio de supervivencia de la liturgia anterior (hoy
definida «forma extraordinaria» del rito romano) pasó a la historia como «el
indulto Agata Christie». El resto es conocido y no lo repetiremos; solo tomar
prestadas unas palabras de Benedicto XVI (2005-2013), quien a distancia de
décadas, observaba que «[...] desde entonces se ha visto claramente que también
personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y
encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de
encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía»(2).
Al dirigirse
al Papa, las ilustres personalidades inglesas querían testimoniar que «[...]
este rito, por la belleza de su texto latino, ha inspirado una innumerable
cantidad de creaciones artísticas; no sólo ha inspirado la obra de los
místicos, sino también de poetas, de filósofos, de músicos, de arquitectos, de
pintores y de escultores, en todos los países y en todas las épocas. Por tanto,
no pertenece sólo a los hombres de Iglesia y a los cristianos, sino también a
la cultura universal». Era como decir: perder este rito para siempre habría
sido como no volver a ver jamás el Coliseo de Roma o el Ponte Vecchio de
Florencia u olvidar la Comedia de Dante. Para ese rito se compusieron obras
maestras musicales como la Messe de Notre-Dame del francés Guillaume de
Machaut (1300-1377), la Missa Papae Marcelli de Giovanni Pierluigi da
Palestrina (1525-1594) o el Requiem in Re menor K626 de Wolfgang Amadeus
Mozart (1756-1791) que culmina en el famoso Dies irae. Ese humus
litúrgico se refleja en autores extremadamente diferentes: los italianos
Giovannino Guareschi (1908-1966), hombre muy católico, y Gabriele D'Annunzio
(1863-1938), decadente e irreverente; o en el francés Joris-Karl Huysmans
(1848-1907), un decadente converso, autor de esa auténtica «novela
litúrgica» que es El oblato. Y es en ese misal de donde se alimentaba
diariamente la creatividad del arquitecto español Antoni Gaudí i Cornet
(1852-1926). Por último, asomándonos al campo del cine, no se puede olvidar la
película El Cardenal, del director estadounidense Otto Preminger
(1905-1986), inspirada en la novela homónima de Henry Morton Robinson
(1898-1961). Por otra parte, no es casualidad que los 57 firmantes ingleses de
1971 fueran precedidos algunos años antes por un llamado similar firmado en
1966 por otras 37 personalidades destacadas, como la escritora Cristina Campo
(seudónimo de Vittoria Guerrini, 1923-1977), el filósofo Augusto Del Noce
(1910-1989), el pintor Giorgio de Chirico (1888-1978), entre los italianos, o
el poeta argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), por citar solo algunos (3).
Si este
enfoque artístico-cultural puede parecer inapropiado o simplista para algunos,
es necesario recordar que la liturgia, en sus diversas expresiones y familias
rituales de Oriente y de Occidente, es también una forma de arte, que
naturalmente realiza aquello que significa, haciéndolo presente. Las mismas
Sagradas Escrituras incluyen himnos, salmos, poemas de amor como el Cantar de
los Cantares o visiones extraordinarias como el Apocalipsis. En la liturgia
todo esto asume forma visible entre lienzos y paramentos, candeleros, incienso,
antífonas; y también mármoles, mosaicos, pintura y escultura que sirven de
«paraverbal» (comunicación sobre todo gestual, N. del T.) al acto de culto. Es
el verdadero «poema sagrado en el que han puesto su mano el cielo y la tierra» (4). O el único «cuento de
hadas verdadero» que «se inicia y termina en alegría, y muestra de manera
inequívoca la «íntima consistencia de la realidad» (5).
Volviendo
concretamente al antiguo rito romano, «muchas de nuestras iglesias están
todavía, y de modo muy visible e irreformable, llenas de su gloria, pues
a veces han sido plenamente diseñadas en función de aquel rito. Por él y a
través de él, se han construido doseles, altares y tabernáculos» (6), cuya disposición es
reflejo de esa específica práctica litúrgica; a título de ejemplo, el retablo
está pensado para orientar la mirada del celebrante, no para servirle de
imponente respaldo. Pero además de los elementos exteriores, desde las
balaustradas hasta los muebles, su arquitectura interior nos ofrece su propia
belleza. Por importantes que sean, no me detengo aquí sobre el tema del latín y
de la celebración ad orientem; aunque sean poco utilizados, ambos
aspectos son perfectamente legítimos también en la liturgia ordinaria. Existe
más bien un sugestivo dinamismo que hace de esta forma ritual, más que la «Misa
en latín», la «Misa de los gestos y de los silencios». Está, en efecto, la
ascensión de los ritos iniciales, en los que literalmente uno sube al altar de
Dios con las palabras del salmo 42 («Introibo ad altare Dei») y, de hecho,
también el altar físico se encuentra frecuentemente elevado por algunos
escalones, prefigurando ese monte sagrado que es la meta eterna («...in
montem sanctum tuum et in tabernacula tua»). Mientras tanto, además de la
Virgen, multitud de santos y ángeles son invocados por su nombre dos veces en
el Confiteor: Miguel arcángel, Juan Bautista, Pedro y Pablo... y otros serán invocados
y convocados antes y después de la consagración. Se alternan a su vez la voz
clara para proclamar y la voz baja para ofrecer, hasta el «gran silencio»
del Canon, el momento «apocalíptico» en el cual el Cordero es inmolado y todo
calla. Solo hablan el unirse y extenderse de los brazos del sacerdote durante
las intercesiones y el multiplicarse de los signos de la cruz y de las
genuflexiones: gestos de bendición y de amor, más elocuentes que las palabras,
acompañados por repeticiones suavemente susurradas al Padre a quien se ofrece
la «hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, panem sanctum vitae
aeternae et calicem salutis perpetuae». Y cuando todo está cumplido, se
vuelve al principio de todas las cosas con el Prólogo de San Juan: «Al
principio era el Verbo... Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,1-14).
Ciertamente se
trata de una liturgia «difícil» pero no a causa del latín (¿quién podría creerlo en
un mundo de políglotas?), ni tampoco por quién sabe qué desproporcionada
duración, sino porque su encaje de antífonas y silencios, su impacto mediante
gestos arcaicos que rezuman eternidad, chocan no poco con el activismo del
hombre contemporáneo, dominado por el frenesí de tener que decir y hacer
siempre algo para sentirse partícipe, a veces en detrimento de la participación
interior (7), y de tener que
racionalizar todo con la pretensión de domesticar el misterio.
Sin embargo,
precisamente en virtud de esto, una vez superada la desconfianza inicial, esta
liturgia primero se revela fascinante y luego reparadora. Los museos están
llenos de gente que no han hecho estudios de arte y, sin embargo, se dejan
atraer por un retablo (bajo el cual, por casualidad, antes se celebraba este
rito); en los conciertos no se admiten solamente graduados en un conservatorio,
sino también gente corriente que encuentra agradable escuchar a Mozart o
Palestrina. Disfrutamos de fragmentos como piezas de museo o de concierto («musealizzati»
o «concertificati»); sin embargo, podrían reunirse y revivir en
ese poema sagrado de la liturgia de hace un tiempo, más aún, de una liturgia
sin tiempo.
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(1) El
llamado apareció en el Times el 6 de julio de 1971. El texto completo se
puede encontrar en: Shawn Tribe, An Interesting Appeal to Pope Paul VI on the
Classical Roman Rite, en «New Liturgical Movement», 12 de diciembre de 2005.
Cf. También Joseph Shaw, Aquella vez que Agatha Christie salvó la misa en
latín, en «Tempi», 13 de noviembre de 2018: «La historia dice que el papa
Pablo VI estaba mirando tranquilamente la lista de los firmantes cuando de
repente dijo: ¡Ah, Agatha Christie! Y dio su aprobación».
(2) Benedicto
XVI, Carta a los obispos con ocasión de la promulgación de la carta apostólica motu
proprio data Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007.
(3) Grégory
Solari en el prefacio a François Cassingena-Trévedy, Te igitur. Le missel de
Saint Pie V. Herméutique et déontologie d'un attachement, Ad Solem Éditions
SA, Genève 2007, cita tanto el llamamiento británico de 1971 como el
llamamiento y los firmantes de 1966 (nota 12, pp. 18-19).
(4) Dante
Alighieri (1265-1321), Divina Comedia, Paraíso, XXV, 1-2.
(5) John
Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), Albero e Foglia, Rusconi, Milano 1998,
p. 96. (Traducción española, Árbol y hoja).
(6) F.
Cassingena-Trévedy, op. cit., p. 37.
(7) «Participación
activa significa ciertamente que en los gestos, palabras, cantos y servicios, todos los miembros de la
comunidad tomen parte en un acto de culto que no es en absoluto inerte o
pasivo. Sin embargo, una participación activa no impide la pasividad activa del
silencio, de la quietud y de la escucha: en realidad la exige» (San Juan
Pablo II, Discurso a los obispos de Washington, Oregón, Idaho, Montana y Alaska
en visita ad limina, 9 de octubre de 1998).